Pedro nos revela el templo de Dios; Juan, la familia de Dios, y Pablo, el cuerpo de Cristo.
Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan, y los llevó aparte solos a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos».
– Mar. 9:2.
El Señor Jesús tomó a tres discípulos, para mostrarles algo más allá que al resto de ellos. Esto es muy interesante, porque poco antes, él ya revela algo: «Después subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso; y vinieron a él» (Mar. 3:13). Llamó a los que él quiso, en su potestad, en su voluntad. Él decidió escoger a éstos. «Y estableció a doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar» (3:14).
La visión en el monte
De las multitudes, Jesús escogió solo a doce, para que estuviesen con él tres años y medio, viviendo, recorriendo aldeas y predicando.
Y entonces, de aquellos doce, tomó a tres. «Y los llevó aparte solos a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos» (Mar. 9:2). Los demás quedaron abajo. Hay una intención de tocar el corazón de estos tres hombres.
«Y se transfiguró delante de ellos. Y sus vestidos se volvieron resplandecientes como la nieve, tanto que ningún lavador en la tierra los puede hacer tan blancos. Y les apareció Elías con Moisés, que hablaban con Jesús. Entonces Pedro dijo a Jesús: Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí; y hagamos tres enramadas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías. Porque no sabía lo que hablaba, pues estaban espantados» (9:3-6).
Esto fue algo tan magnífico, que quedaron aterrados por la gloria que veían. Pedro, sin saber lo que decía, habló, pero de miedo. Está el Señor resplandeciente, Moisés y Elías. Una escena maravillosa. No sabían si era real lo que veían: el Hijo de Dios en todo su esplendor. Tal es la visión celestial, la gloria del Hijo.
«Entonces vino una nube que les hizo sombra, y desde la nube una voz que decía: Este es mi Hijo amado; a él oíd» (9:7). Es la voz de Dios, poderosa, fuerte, categórica, segura. «Este es mi Hijo amado; a él oíd». Como diciendo: Ya pasó Moisés, ya pasó la ley, ya pasaron los profetas. Ahora, hay uno que queda en pie: Cristo, el Hijo de Dios.
«Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo» (Heb. 1:1-2). Dios hablando, revelando su gloria, como pequeñas gotas cayendo del cielo, pequeños riachuelos que iban transformándose en una gran fuente, en un gran río.
La Voz definitiva
Juan, en el capítulo 1 de Apocalipsis, habla de «su voz como estruendo de muchas aguas». Esta es la voz definitiva, porque todas las otras hablaban de él. Ahora Dios habla por última vez, de manera completa, en la voz del Hijo. Un autor dice: «Dios habló en Cristo, y se quedó en silencio». Porque en el Hijo habló todo lo que él tiene que hablar. Bendita visión – Cristo, el todo. «Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas» (Rom. 11:36).
Estos tres hombres quedaron impactados; no olvidaron nunca más aquello. «Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo» (2ª Pedro 1:16-18).
Pedro registró este hecho, para que todo el mundo sepa que él fue testigo ocular de la transfiguración del Señor. Vio al Hijo glorificado. Pedro habla en plural. Y Juan lo hace de la misma manera, desde una pluralidad apostólica.
«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida … lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros» (1ª Juan 1:1,3). «Y vimos su gloria» (Juan 1:14). De alguna manera, el apóstol está aludiendo a este hecho.
Ellos tuvieron no solo una visión espiritual o emocional, sino una visión real de lo que Dios quiere revelar a los hombres.
Después Pablo, refiriéndose al propósito de los ministerios, dice: «hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo». Lo que vieron Juan, Santiago y Pedro es lo que Pablo narra en el libro de los Hechos.
Toda la iglesia ha de llegar a esa medida del varón perfecto, Cristo Jesús. Este es el propósito de Dios para con la iglesia, el cuerpo de Cristo, la familia de Dios y casa de Dios: que Cristo sea todo en todos. Estos tres varones recibieron un impacto, y luego el Espíritu Santo comenzó a configurar internamente qué significaría eso en función del don y del trabajo en la iglesia de Jesucristo.
Sabemos que Pedro es quien recibe las llaves del reino y abre la proclamación del Cristo resucitado. Ellos enseñaban, no «acerca de Jesucristo», sino «a Jesucristo». Predicaban una persona real, a aquel que vieron glorificado. Jacobo prosigue, y Juan es el último que aparece en escena, en la restauración de la iglesia, y los tres están vinculados a esta visión.
Estos tres discípulos tenían una vinculación con el desarrollo de la iglesia y de la visión celestial, posteriormente, en el libro de Hechos. El Señor trabajó con ellos, y por eso estuvo solo con ellos tres en varias ocasiones. Los apegó a sí. Dios tuvo un propósito con ellos en cada experiencia que tenía que ver con la iglesia después de Su partida.
La visión de Pedro
Según narra Hechos capítulo 10, Pedro tuvo una segunda visión, y ésta sí es una visión espiritual, un éxtasis. Él subió a orar a la azotea, y estando allí tuvo gran hambre. Entonces «le sobrevino un éxtasis; y vio el cielo abierto, y que descendía algo semejante a un gran lienzo, que atado de las cuatro puntas era bajado a la tierra; en el cual había de todos los cuadrúpedos terrestres y reptiles y aves del cielo» (10:10-12).
Pedro era un buen judío, que conocía el Antiguo Testamento y había guardado muy bien la ley. Apareció aquel lienzo con animales que los judíos no podían comer. «Y le vino una voz: Levántate, Pedro, mata y come. Entonces Pedro dijo: Señor, no; porque ninguna cosa común o inmunda he comido jamás. Volvió la voz a él la segunda vez: Lo que Dios limpió, no lo llames tú común. Esto se hizo tres veces; y aquel lienzo volvió a ser recogido en el cielo».
Termina la visión, golpean la puerta, y aparecen tres hombres, enviados por Cornelio, un gentil. Entonces Pedro entendió que en la casa de Dios entran todos, y se acordó de la transfiguración del Señor. Y recordó cuando el Señor le dijo: «Tú serás llamado Pedro». Y se configuró algo dentro de él: la iglesia como una casa, un templo, un solo lugar donde todos participan. Ese templo es la morada del Espíritu Santo.
Pedro recibe la revelación celestial de la iglesia como la casa de Dios. Y escribe en 1a Pedro con este énfasis respecto a lo celestial: «Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia» (1ª Ped. 2:9-10).
Este versículo es para nosotros. «Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (2:4-5).
Pedro vio la iglesia como un templo que permanentemente tiene sacrificios espirituales a Dios, con un sacerdocio activo, con piedras vivas que van ubicándose una junto a la otra, para morada de Dios en el Espíritu. Y eso es lo que se inició allí en el monte santo, en el principio, junto a Jacobo y Juan.
La visión de Juan
Juan dice: «Lo que era desde el principio» (1ª Juan 1:1). Siendo el más joven, él tenía mucha intimidad con el Señor. Desde el monte de la transfiguración, Juan llegó a ver que la iglesia es una familia, donde las personas viven la comunión que tuvieron el Padre y el Hijo en la eternidad. Es la visión de la iglesia como una familia; de modo que cuando nos juntamos, lo que vivimos es lo mismo que vive el Padre y el Hijo, unidos por el Espíritu Santo.
Por eso Juan dice: «Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido» (1ª Juan 1:4). Se completa el gozo cuando tenemos comunión con los hermanos. En la segunda carta, Juan dice: «Tengo muchas cosas que escribiros, pero no he querido hacerlo por medio de papel y tinta, pues espero ir a vosotros y hablar cara a cara, para que nuestro gozo sea cumplido» (v. 12). Y reitera esto en su tercera carta, porque, estando cara a cara, se produce una comunión espiritual que no es reproducible en otra instancia.
La vida que envuelve a la Trinidad se establece en el seno de la iglesia, y eso se llama la familia de Dios. Por eso Juan es tan dulce y habla con tanto cariño, porque es una comunidad viviente de amor. De allí se desprende el concepto de familia de Dios.
Juan dice a los hermanos. «Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre» (2:12). A los que están empezando, a los pequeñitos, que están luchando con las tentaciones. «Os escribo a vosotros, padres, porque conocéis al que es desde el principio» (2:13), lo eterno, lo trascendente, lo que no cambiará. «Os escribo a vosotros, jóvenes, porque habéis vencido al maligno». Los que están al fragor de la batalla, y están saliendo adelante. «Os escribo a vosotros, hijitos, porque habéis conocido al Padre».
«Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno» (2:14), en la comunión, en la casa de Dios, en la familia, asociándose con los humildes, donde cada uno guarda y cuida a su hermano. Allí, resguardados, cuidados por el Señor. Es la iglesia, la familia de Dios.
«Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1ª Juan 3:1-2).
Como hijos de Dios, toda la gracia del Señor está a nuestro favor; pero esto no es todo, porque cuando él se manifieste seremos semejantes a él.
Muchos pasajes de Juan revelan el concepto de ser hijos de Dios. «Mas a todos los que le recibieron … les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios» (Juan 1:12-13). Somos hijos de Dios, y esto es una revelación del Espíritu Santo; no un concepto. Así como uno entiende que es una piedra tallada por el Señor, también es un hijo de Dios en su casa.
El rol de Jacobo
El tercer personaje es Jacobo, el hermano mayor de Juan. Parece que estos dos varones, hijos de Zebedeo, eran de una familia destacada. Aparentemente, Zebedeo tenía una empresa pesquera. Recuerden que, cuando el Señor es apresado y llevado a los atrios del templo, Pedro pudo entrar, porque Juan era conocido del sumo sacerdote.
Los hijos de Zebedeo eran personas importantes. Ellos eran fieros. En una oportunidad, cuando los samaritanos no quisieron recibir a Jesús, los dos hermanos le propusieron hacer descender fuego del cielo para destruir a aquéllos. El mismo Señor les puso el sobrenombre de «hijos del trueno». Tronadores, radicales, fuertes. ¿Y cómo termina Juan? «Hijitos míos…». Esto solo lo hace el Señor.
Jacobo tomó un protagonismo importante en los primeros años de la iglesia. Probablemente el Señor se fijó en él para que estableciera orgánicamente la iglesia, y de alguna manera la coordinara y la agrupara.
Pedro inicia la predicación. Jacobo estuvo allí como uno que coordinaba, agrupaba y traía seguridad a la iglesia. Hechos capítulo 12 dice que, cuando el poder religioso y político quiso atacar a la iglesia, apresó a las cabezas, que eran en ese momento Jacobo y Pedro. Y Satanás mató a Jacobo, y encarceló a Pedro.
Los poderosos pensaron que cortando a estos varones, se terminaría todo. Pero lo que no sabe Satanás es que la iglesia tiene solo una cabeza, y esa Cabeza se enfrentó con él y le venció. Entonces, aunque aparentemente el plan del Señor se desbarataba, no fue así, porque el Señor, en su omnisciencia y en su sabiduría, preparó a otro siervo que reemplazaría a Jacobo. Y en el capítulo 13 aparece en escena Pablo.
Entonces, queda Pedro, que abre las puertas del reino e inicia la obra; Pablo, que edifica la iglesia para hacerla crecer, y al final Juan, que vela por la restauración de la iglesia.
La visión de Pablo
¿Qué hace Pablo en lo tocante a la visión celestial? Él no participó de la visión en el monte, ni estuvo con Jesús. Entonces, el Señor se le aparece a él. Pablo tenía un carácter tremendo, similar a los otros. Y cuando Saulo perseguía a los discípulos, «respirando aún amenazas y muerte», se le aparece el Señor en el camino a Damasco.
Pablo ve al Señor, tal vez como lo vieron los discípulos en el monte, sublime, resplandeciente, glorioso. «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hech. 9:4). Pablo vinculó, entonces, esta imagen de Aquel que se le presentó, con la iglesia, a la cual él perseguía. Entonces dijo: «La iglesia es un cuerpo».
Cuando Pablo empezó a predicar, se asoció con otros hermanos, entre ellos, con Lucas, un médico. Mientras viajaban, tal vez Lucas le explicaba cómo funciona el cuerpo humano. Entonces, el apóstol comenzó a relacionar la iglesia con el cuerpo. Se acordó de la visión que tuvo en su encuentro con el Señor, y dijo: «Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo» (Ef. 5:23).
Pablo ve que la iglesia está compuesta por muchos miembros. Somos una pequeña parte en un todo, y el todo es Cristo. El Espíritu Santo mora en cada uno de nosotros. Cada miembro depende de los otros, necesita dar, necesita nutrirse, necesita enlazarse a los huesos y los músculos, para que la vida pase a todos.
No podemos vivir aislados. La iglesia es un cuerpo; si sales de la comunión, te mueres, porque ella es mutualidad, interdependencia.
Entonces tenemos tres visiones. Pedro, el templo de Dios; Juan, la familia de Dios, y Pablo, el cuerpo de Cristo.
Esto es revelación, cuando vamos entendiendo que el nuevo hombre es Cristo, que somos una nueva creación. Entonces la vida cambia. Hay una manera distinta de vivir la vida cristiana. Así se completa la visión celestial.
Más que un concepto racional
¡Oh, si el Señor abriese nuestros ojos, como oraba Pablo, para recibir espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de Cristo! Pablo está hablando de entender en el Espíritu. Esta no es una materia de la cual podamos decir: «Ya lo sabemos». Todo lo que hemos hablado de la visión celestial no son más que balbuceos, pequeñas impresiones. La visión no es un concepto racional, sino algo mucho más profundo.
Cuando hacemos un llamado a permanecer en la visión celestial, es a seguir profundizando en conocerla. En los primeros capítulos de la carta a los efesios están estos tres aspectos claramente revelados: la iglesia como templo, como cuerpo y como familia de Dios. Esto permite el desarrollo de la vida cristiana. De esto nos sostenemos todos nosotros. No sirve de nada entenderlo solo como concepto. Esto es una revelación.
Pablo dice que fue llevado al tercer cielo, y oyó cosas inefables: «Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman» (1a Cor. 2:9), disponibles hoy para todo aquel que quiere inquirir en la visión celestial, conocer y llenar el corazón… y quedar preso.
Cuando alguien bebe de esta fuente, el corazón ya no puede hablar otra cosa. «Yo, pues, preso en el Señor» (Ef. 4:1). Jeremías dice: «No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude» (Jer. 20:9). «¿Qué puedo hacer? Soy definitivamente preso. No puedo huir, porque esto es más fuerte que yo». Esto es la visión celestial.
La humanidad del Señor
La visión sería incompleta sin considerar una segunda parte. «Vinieron, pues, a un lugar que se llama Getsemaní, y dijo a sus discípulos: Sentaos aquí, entre tanto que yo oro. Y tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y comenzó a entristecerse y a angustiarse. Y les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad. Yéndose un poco adelante, se postró en tierra, y oró que si fuese posible, pasase de él aquella hora. Y decía: Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú» (Mar. 14:32-36).
Jesús tomó a aquellos hombres delante de los cuales se había transfigurado, revelando su gloria y su poder, y los preparó también en la humillación. Ahora les muestra su humanidad, su debilidad; comienza a angustiarse, a entristecerse. Los psiquiatras dicen que Jesús vivió allí crisis de pánico; pensamientos de muerte se apoderaron de su alma: «Fuertes toros de Basán me han cercado … perros me han rodeado», en la debilidad máxima del hombre.
Estos tres hombres no podían entender. Habiendo visto la gloria del Señor, ahora lo ven tan debilitado. Él les abrió Su corazón. Necesitaba a sus amigos, porque él era humano. Sentía la soledad y la muerte a su alrededor. Sabía que se iba a separar del Padre, por causa de llevar la expiación del pecado de todos.
Un precio a pagar
La visión celestial se completa también con esto. Nosotros somos hombres débiles, vasos de barro, en quienes Dios quiso depositar su gloria. Ver la visión celestial significa padecer por ella. Pedro, en sus cartas, hace un llamado a padecer por Cristo.
Cuando Juan y Jacobo se acercan buscando un primer lugar, Jesús les dice: «¿Podéis beber del vaso que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado? Y ellos le dijeron: Podemos. Él les dijo: A la verdad, de mi vaso beberéis, y con el bautismo con que yo soy bautizado, seréis bautizados» (Mat. 20:22-23), señalándoles que todo aquel que ve la visión celestial padecerá por ella.
Jacobo murió por Cristo, y Juan fue desterrado, por Cristo. Jesús dijo a Pedro: «De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras. Esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios» (Juan 21:18-19). Cuenta la tradición que, cuando Pedro enfrentó la muerte, no quiso morir como su Señor, y fue crucificado con la cabeza hacia abajo. Así fue, por causa de la visión celestial.
Tal vez nosotros no muramos como los mártires del pasado o como muchos mueren hoy por causa del Señor; pero siempre hay un precio a pagar. Cuando otro te toma y te lleva a hacer lo que tú no quisieras, te resistes; pero, si amas al Señor, y amas la visión celestial, extiende tus manos, y déjate conducir. Si has visto la visión celestial, te dejarás ser edificado y conducido por el Señor, como cada uno de estos santos hombres de Dios. Amén.
Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2016.