Dios tiene casa en la cual habitar, una casa que acoge a todo aquel que viene en busca de cobijo.
En algún tiempo incomprensible para nosotros, Dios fijó su vista en un conjunto de estrellas en forma de espiral, de los muchos conjuntos de estrellas que él había creado en el universo. Luego miró una de esas estrellas, de tamaño mediano –nosotros le llamamos sol– y miró una cosita pequeña, rocosa, que estaba orbitando elípticamente en torno a esa estrella.
Dios hace algo en la tierra (y el hombre también)
Este planeta rocoso estaba desordenado y vacío. Lo ordenó. Le puso alrededor de él una capa gaseosa que llamamos atmósfera, para que todo lo que él iba a crear allí no se quemara o no se congelara. La inclinó suavemente, le dio un ángulo perfecto, para que nosotros pudiéramos disfrutar de las distintas estaciones del año. Plantó un huerto, y puso allí una clase de vida distinta de la animal y de la vegetal que ya había creado. Puso allí al hombre como un ser viviente.
Y Dios le permitió a este hombre extender su mano al árbol de la vida; pero vino el diablo, y comenzó a hacer un susurro al oído de la mujer, contraviniendo, haciendo un poco confuso el mandamiento de Dios. Y todos nosotros sabemos lo que pasó: que provocó el desastre, se introdujo el pecado, la muerte, en toda la descendencia de este hombre. Vino la condenación, vino el juicio, vino la muerte. La raza humana comenzó a corromperse una y otra vez; comenzó a aumentar una maldad que desagradaba el corazón del Creador. Le dolió el corazón, dice Génesis.
En Génesis, en los primeros capítulos, Dios parte con toda la tierra. El mandato que le da al hombre y a la mujer que había creado, era llenar la tierra, señorear y juzgar la tierra. Pero, debido a la corrupción y al pecado que ingresó, Dios dice: “Vamos a tomar un hombre, y ya no va a ser toda la tierra, va a ser una parte de esa tierra: la tierra de Canaán”.
Dios escoge un hombre, una tierra y una nación
Dios dijo a Abraham: “Te voy a mostrar una tierra, una tierra que es pequeña en comparación con toda la tierra del planeta. Voy a hacer de ti en esa tierra una nación grande y fuerte. Y cuando eso suceda, a través de esa nación yo quiero bendecir a todas las naciones”.
Así que miren lo que Dios se había propuesto en su corazón: tener una tierra pequeña en comparación a toda la tierra del planeta, y en esa tierra formar una nación, y mediante esa nación bendecir a toda casa, a toda nación, a toda familia de la tierra. Como que Dios decía: “Bien, se introdujo el pecado, pero aquí hay algo que vamos a hacer”. Y ahí comienza la historia de Israel.
Se empieza a formar esta nación. Esta nación va a Egipto en un número de setenta y cinco personas. José había sido preparado por Dios para recibirles. Llegando a Egipto, la nación empieza a crecer, a multiplicarse, y venido el cumplimiento del tiempo, Dios levanta a Moisés y le dice: “Saca a mi pueblo, porque Canaán está esperando. Lleva a mi pueblo a Canaán. Ve a la autoridad de este mundo, a Faraón, y dile: “Dios dice así: Deja ir a mi pueblo”.
Moisés, lleno de temor y de debilidad, se escuda, se defiende. Dice: “No, ya no tengo idea de cómo hablar, estoy tanto tiempo entre ovejas, me he puesto torpe…”. Pero Dios le dice: “Anda”. Y Dios saca al pueblo por las arenas desérticas, para llevarlo a esta tierra que él le había prometido, y hacer de ese pueblo una nación, un instrumento de bendición para todas las naciones.
Pero, ¿qué hace el pueblo en esas arenas, en ese desierto? Empieza a quejarse, a ser idólatra, a fornicar, a tentar al Señor. El pueblo murmura, el pueblo se rebela. Pero a mí me parece que a Dios todo eso le parecía soportable; es como cuando un papá dice: “Bueno, si está bien, se quejan porque la casa donde vivimos no es grande; pero bueno, está bien, lo estamos soportando, los vamos a ayudar”.
El dolor del corazón de Dios
Me parece que el mayor dolor del corazón de Dios es cuando el pueblo no sólo murmura y se rebela, sino cuando dice: “Ojalá muriéramos en la tierra de Egipto, ojalá volvamos atrás; estábamos bien allí. ¿No sería mejor volver ? Organicémonos, designemos un capitán, y volvamos a Egipto”.
Esta expresión del pueblo causó un profundo dolor al corazón de Dios, porque el pueblo no quería ser esa nación que Dios quería tener para bendecir a todas las naciones de la tierra, porque este pueblo prefería la esclavitud, la comodidad de la esclavitud, y no la tierra que el Señor le había prometido.
Pero Dios es tan bueno, es tan misericordioso, que les dice: “Avancen, sigan, aunque su corazón se rebele, yo les ruego: Continúen. Van a ver la tierra, les va a encantar, les va a fascinar. Es sólo que la vean, es una tierra mejor que la que están dejando. Van a estar cómodos; es una tierra que fluye leche y miel. Avancen, sigan, caminen, no se detengan. ¿Qué falta? ¿Falta agua? Hay una roca, haremos salir agua. ¿Falta carne? Mandemos codornices. ¿Hay sol? Pongamos una nube. ¿Hay frío? Pongamos una llama. Pero no se detengan en estas arenas. Que el pueblo avance. ¡Sigan, sigan!”.
El vestido les duró todo el tiempo que estuvieron allí. Cuando vieron la tierra, todos sabemos lo que pasó. “Esta tierra en verdad es buena”, era el informe, “buena en gran manera, pero es muy complicado poseerla”. El pueblo que había andado por el desierto, desfalleció a las puertas de Canaán. Y Dios les dice: “Toda esta generación no va a entrar.”
Pero hay dos hombres que, en ese informe, tuvieron un espíritu, una actitud diferente: Josué y Caleb. En la boca de estos hubo una palabra distinta: “Si Dios nos dijo que esta tierra será nuestra, no importan los gigantes, porque no es nuestra fuerza la que nos capacita; es el mandato de Dios el que nos introduce en la tierra, es Dios quien nos da la tierra.”
Así que, con ese espíritu, Dios dijo: “Con estos dos voy a andar, con estos dos y una nueva generación. Vamos a hacer que la brújula se pierda un poquito”. Y se perdió la brújula cuarenta años. Y el pueblo se introduce en Canaán. Dios les da jueces, para que juzguen conforme a su corazón. Ya Dios tenía al pueblo donde lo quería tener, en esa porción de tierra llamada Canaán.
La triste historia de Israel
Pero el pueblo dijo después a Samuel: “He aquí, tú has envejecido, y tus hijos no andan en tus caminos. Por tanto, constitúyenos ahora un rey que nos juzgue”. ¡Qué doloroso para Dios escuchar que el pueblo pide un rey! Y pide un rey como tienen todas las naciones. “Pero no agradó a Samuel esta palabra que dijeron: Danos un rey que nos juzgue. Y Samuel oró a Jehová, y dijo Jehová a Samuel: Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan, porque no te han desechado a ti, sino a mí”. Dios tuvo al pueblo en la tierra que él había dispuesto, para hacer de él una nación distinta de todas las demás, y llenar la tierra del conocimiento de su gloria a través de ese pueblo, y bendecir en ese pueblo a toda familia, a toda casa, a toda nación. Y el pueblo dice: “Queremos rey como todas las naciones; no queremos ser distintos de todas las naciones”.
Y se oye la voz de Dios en Samuel: “Samuel, no te desecharon a ti, me desecharon a mí como su rey”. Sin embargo ellos insisten, y les empieza a dar reyes. Y se procura Dios un rey conforme a su corazón, pero por problemas familiares, políticos, territoriales, estos reyes se empiezan a separar, y se forman, de ese único reino, dos reinos.
Y cuando uno de ellos pretende reunir el reino, cuando Roboam vino a Jerusalén y convocó a toda la casa de Judá y a la tribu de Benjamín, qué terrible es lo que el pueblo empezó a hacer. Hubo ciento ochenta mil hombres, guerreros escogidos para hacer guerra a la casa de Israel. Estas tribus que debían bendecir, comenzaron a pelearse, y estuvieron dispuestos a hacer guerra entre ellos. “Pero vino palabra de Jehová a Semaías, diciendo: Habla a Roboam: Así ha dicho Jehová: No vayáis, ni peleéis contra vuestros hermanos los hijos de Israel. Vuélvase cada uno a su casa, porque esto lo he hecho yo”.
Y dentro de esta tierra de Canaán, Dios se restringe aún a una porción de ella, y dice: “Si no todos quieren, llamemos a Judá. Lo haré no con toda Canaán, lo haré con una parte de esta tierra”. Pero Judá debe ser llevada en cautiverio, y cuando está en cautiverio, Dios dice: “Busqué entre ellos hombre que hiciese vallado, y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no hallé” (Ez. 22:30).
Y es tan terrible, que el último de los profetas del Antiguo Testamento dice que el pueblo le pregunta a Dios: “¿En qué nos amaste? … ¿En qué hemos menospreciado tu nombre? … ¿En qué te hemos cansado? … ¿En qué te hemos robado? … ¿Qué hemos hablado contra ti?”.
Ya no era toda Judá; era un remanente de Judá, una porción de ese pueblo ya pequeño, que él quiso volver a introducir, para hacer de ellos una nación grande, y bendecir a toda la tierra. Pero, con Malaquías, Dios dice: “Parece que no”, y Dios se calló por cuatrocientos años.
El Hijo puso su casa entre los hombres
Permítanme imaginar el diálogo que había allí en la divinidad. El amado Hijo le dice al Padre: “Sacrificio y ofrendas no quisiste. Padre, prepárame un cuerpo. Si no hay hombre, yo voy a ir como hombre. Prepárame un cuerpo, para hacer en ese cuerpo tu voluntad”. Y empieza una agitación en los cielos, algo nunca visto en todo el universo. Empieza Dios a entretejer a su Hijo en el vientre de una mujer, y todos los ángeles contemplan asombrados, y le piden a Dios permiso para mostrarse a los hombres. Y escogen pastores y dicen a los pastores, una multitud de ángeles: “Gloria a Dios en las alturas”.
Y aún se estaba tejiendo ese Hombre en el vientre de María. Ese Hombre iba a aceptar las limitaciones nuestras, ese Hombre se iba a poner en la brecha, iba a estar delante de Dios, a favor de nosotros. Jesús puso su casa entre nosotros, se vino a vivir entre nosotros. Todo aquello que falló, todo lo que parecía perdido, en Jesús, en el misterio más grande del universo, viene y aparece en el escenario humano, en total debilidad y limitación.
Ya no estaba toda la tierra de Canaán preparada, ya no estaba Judá preparada; pero había un pesebre preparado para que naciera nuestro bendito Señor. Y para que Dios tuviera casa, para que Dios tuviera nación, para que Dios tuviera familia, y para que esa familia y esa nación bendijera a todos, a toda casa, a toda nación.
La casa de Dios, hoy
Esa casa que tuvo Dios en Jesús–por decirlo de este modo– está todavía en esta tierra. ¡Dios tiene casa entre los hombres! Esta casa debe ser distinta a toda casa. Si en toda casa de los hombres los hijos se rebelan contra sus padres, en ésta los hijos son obedientes a sus padres. Si en toda casa la boca del varón es ofensiva, en ésta la boca del varón es suave y dulce. Si en toda casa las mujeres se rebelan en su corazón con la liberación femenina, en esta casa las mujeres están dispuestas al Señor y a sus esposos.
¡Ten casa entre nosotros! En toda casa de esta tierra, los hombres están yendo tras sus pasiones, en esta casa vayamos tras Cristo. ¡Ten casa entre nosotros! Le podemos decir al Señor así: “¡Ten casa entre nosotros! Lo que te propusiste en Abraham, cúmplelo en nosotros. Lo que te propusiste con Canaán, cúmplelo en nosotros”.
Esta casa tiene una tierra. Mira este orden. Proveer una tierra, hacer una nación que bendiga a todos. ¿Cuál es la tierra nuestra que fluye leche y miel? ¿Cuál es nuestra heredad, cuál es nuestra herencia? ¡Cristo! Es Cristo esa tierra para nosotros, y nosotros somos esa nación que se está formando en esa tierra, para bendecir a toda casa de la tierra, a toda nación de la tierra.
Pero, ¿cómo está esta casa? ¿Qué estará viendo en su casa Aquel que tiene ojos como llama de fuego? ¿Qué estará viendo en su casa Aquel que tiene una espada aguda de dos filos, Aquel que estuvo muerto y vivió? ¿Qué estará viendo en su casa Aquel que tiene pies como bronce bruñido, Aquel que es el testigo fiel y verdadero? ¿Qué estará viendo él de su casa? ¿Le agradará lo que está viendo de su ella?
Dios le dio a la iglesia esta tierra preciosa que es Cristo. Pero la iglesia, o parte de la iglesia, está entretenida, yendo tras sus propias emociones, tras la manifestación aprovechadora de hombres que no conocen al Señor de gloria, y que predican para sus propios vientres y bolsillos.
Debiéramos dolernos, hermanos, por la casa de Dios, debiéramos dolernos por el estado de la iglesia, debiéramos llorar ante Dios por aquellos hermanos nuestros cuyas mentes están siendo turbadas, confundidas, llevados por cualquier cosa que viene, por cualquier empresa que surge. Pero como fue con Israel, creo yo que así también es con nosotros. Él quiere tomar un remanente. Si todo el pueblo no ha tomado la tierra, y no ha sido una nación, él quiere tener un remanente, y con ese remanente bendecir a todos; con ese remanente hacer una nación, con ese remanente hacer un pueblo que bendiga a todos.
La vocación de la Casa
Creo que ésta debe ser nuestra más alta vocación: ser un remanente de Dios en este tiempo, ser un pueblo de Dios pequeño, a lo mejor, pero ofrecido permanentemente a Dios, para que él haga como quiera, para que él dé la palabra como quiera, para que él nos instruya.
No sé si tenemos más alta vocación que esta, en este tiempo: presentar nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, y decirle vez tras vez: “Llévanos, llévanos en el camino que tú tienes. Aquí estamos, aquí nos disponemos. Hoy te decimos nuevamente: Sí, Señor.”
Nosotros hemos sufrido, hemos sido decepcionados, ofendidos, acusados, hemos tenido que salir casi huyendo. Pero, ¿para qué Dios nos ha permitido ver a Cristo, para qué nos ha permitido entrar a la tierra que es Cristo? Para bendecir toda su casa. Es como si dijera: “Con ustedes, con este remanente, quiero bendecir toda nación de la tierra”. Tú puedes mirarte y decir: “¿Conmigo? ¿Con nosotros, que nos quejamos, que nos rebelamos, que somos tan quisquillosos, que cualquier cosa que se hace distinto de mí me molesta? ¿Con nosotros?”. Y él nos dice: “Sí, con ustedes”.
Pero, ¿saben lo que le duele al corazón de Dios? Es que nosotros digamos como Israel: “Volvamos atrás, estábamos mejor”. Que el Señor nos guarde de las palabras necias; que el Señor guarde nuestra mente de los pensamientos que nos asaltan; que el Señor guarde nuestro corazón de la dureza que puede venir, del menosprecio que podemos sentir, de la rebeldía que podamos tener.
Que Dios nos bendiga a todos. Que seamos débiles, para que otros sean fuertes. Que seamos deshonrados, para que otros reciban honra. Que seamos afligidos, para que otros sean bendecidos.
Que seamos empobrecidos, para que otros sean enriquecidos. Que muramos cada día, para que la vida se manifieste en otros también. Que vayamos vez tras vez a la muerte, siguiendo el precioso ejemplo de nuestro Señor, que se humilló, que se despojó de toda su gloria, para bendecir a todos. Despojémonos de todo aquello que al Padre le puede impedir bendecir a todos. Que muramos, para que la vida se manifieste.
Si somos deshonrados en este tiempo, va a haber un tiempo en que esa deshonra nuestra va a ser honra para otros. Si somos maldecidos en este tiempo, va a haber un momento en que esa maldición que soportemos va a ser bendición para nuestros hijos. Que el Padre tenga en nosotros un pueblo bien dispuesto para él.
Termino con esto que aparece al final de los tiempos, cuando ya no hay plagas, cuando ya no hay juicios, cuando ya está todo consumado, cuando se ve la Jerusalén celestial, cuando ya no hay copas de ira que se vierten, cuando el diablo ya finalmente está arrojado. Esta ciudad, esta casa que Dios quiere, nunca tiene sus puertas cerradas. Sus puertas son de perlas.
Nuestras puertas, por la mejor madera de que estén hechas, el mejor trabajo, son nada ante una puerta que es una perla. Quien ve a la iglesia ve esa perla, quien ve al Señor ve esa perla. Pero esa perla está abierta, para que se vea la gloria de la casa. Está abierta para que se vea que allí nunca hay noche, porque Dios y su gloria iluminan esta casa.
Cuántas veces nosotros quisiéramos cerrar la puerta, porque es tan lindo estar adentro, ser nosotros no más. Hacerlo como siempre lo hemos hecho. La gloria ha estado entre nosotros, ¿para qué vamos a abrir la puerta?
No cerremos las puertas de la casa de Dios. Ellas deben estar abiertas, para que las naciones entren, para que se refugien, para que vengan. Si no quieren entrar, si no quieren venir, nosotros tenemos la puerta abierta. Si en la comunión con otros hermanos, no quieren entrar, quieren mirar desde afuera, nosotros tenemos la puerta abierta.