Los vencedores son, históricamente, los buscadores de tesoros. Ellos han oído la voz del Espíritu para regresar a Cristo y dejar tras de sí todo lo que el hombre y Satanás han construido para añadirlo a la iglesia de Cristo.
En el capítulo 13 de Mateo encontramos las parábolas del reino. Estas emplean un lenguaje aparentemente simple, y relatan historias comunes y conocidas por todos. Sin embargo, por debajo de la superficie, esconden un profundo significado espiritual. En verdad, en ellas se encierran «los misterios del reino de los cielos»; «cosas escondidas desde la fundación del mundo».
Estas «cosas» están relacionadas con el misterio de la voluntad de Dios. Dicho misterio, de acuerdo con Pablo en Efesios estriba en «reunir todas las cosas en Cristo, así las que están en los cielos como las que están en la tierra». La voluntad de Dios está totalmente ligada al cumplimiento de este propósito. Este es el designio supremo que rige todos los actos divinos de eternidad a eternidad. No obstante, este misterio permaneció escondido desde la fundación del mundo, pues su cumplimiento se encuentra ligado vitalmente con el hombre y su destino.
Recordemos que en el principio Dios creó al hombre y lo puso en el huerto de Edén. Mas, en el centro del huerto plantó el árbol de la vida. El significado de dicho árbol no fue revelado a Adán en ese tiempo, pues Adán cayó y fue arrojado fuera del huerto. Entonces Dios ocultó el camino al árbol de la vida y su significado para Adán y su descendencia. En verdad, nada más se dirá acerca de él hasta la primera venida del Señor Jesucristo.
El misterio revelado
En Daniel capítulo 7 encontramos la visión del Anciano de Días y el Hijo del hombre. Se nos dice que con las nubes del cielo venía uno semejante al Hijo del hombre, al cual hicieron acercarse hasta el Anciano de días «y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran…». A continuación, en los vers. 18 y 27, el ángel le explica a Daniel el significado de su visión: «y después recibirán el reino los santos del Altísimo…», identificando así al Hijo del hombre con el «pueblo de los santos del Altísimo». En Mateo 13, el Señor Jesús comenzó su discurso diciendo: «He aquí el sembrador salió a sembrar…». Sin embargo, más adelante explicó a sus discípulos en privado que el que siembra la semilla es «el Hijo del Hombre». Esto quiere decir que la manifestación del reino de Dios comienza con la venida del Hijo del hombre. Pues para él está destinado el trono del Universo de acuerdo con la voluntad de Dios. Pero, notemos con atención, él es el «Hijo del hombre». Sin duda alguna, el Señor Jesucristo es el Verbo de Dios y el Hijo de Dios. Mas en este grupo de parábolas prefiere llamarse a sí mismo «el Hijo del hombre», identificándose de este modo con la raza humana.
Lo anterior nos lleva de inmediato a la profecía ya mencionada, donde Daniel vio a uno semejante al Hijo del Hombre recibiendo la suprema autoridad sobre el universo de las manos del Padre. Y esto nos habla del lugar del hombre en el propósito de Dios.
Gracias a la carta del Apóstol Pablo a los Efesios, hoy podemos saber que el hombre fue creado para convertirse en el cuerpo de Cristo. Sí, Cristo está llamado a ser el centro y la cabeza de todas las cosas. Pero, además, el plan de Dios incluía que dicho lugar de preeminencia y supremacía le fuese otorgado como cabeza del cuerpo que es la Iglesia. Vale decir, como «el Hijo del hombre». Y para convertirse en la cabeza de la iglesia, Cristo debía venir a ser en todo semejante a sus hermanos, quienes conformarían su cuerpo, a excepción del pecado. Luego, el Hijo de Dios debía convertirse en Hijo del hombre.
Aquí encontramos el corazón del propósito divino y el significado del árbol de la vida. Dicho árbol representaba la vida divina que, en Cristo, debía convertirse en el centro gobernante de la vida humana. Entonces, por medio de esa vida, el hombre podría ser elevado a participar, en unión con Cristo como su cabeza, del propósito eterno de Dios. Es decir, que junto con Cristo, el hijo del hombre, también «los santos del Altísimo recibirán el reino».
En consecuencia, el reino de los cielos encierra la totalidad de las cosas creadas que Dios preparó para que fuesen la posesión y la herencia de su Hijo. Y en una posición suprema, por encima de todas ellas, está la iglesia, destinada a ser primero su cuerpo y luego su esposa y compañera correinante por toda la eternidad.
El ataque de las tinieblas
Este es el trasfondo que se esconde tras las parábolas del reino en Mateo capítulo 13. Sin embargo, si miramos con atención, descubriremos que estas parábolas nos hablan fundamentalmente del crecimiento y desarrollo del reino de Dios sobre la tierra. Vale decir, del misterio de su voluntad. Todo comienza con el Hijo del hombre sembrando la semilla del evangelio. Pero este es sólo el punto de partida. Pues entre el momento en que Cristo recibió de Dios Padre la autoridad suprema en el universo y el momento en que los santos del Altísimo recibirán el reino, media toda la presente dispensación. Pues, para que este fin se logre a cabalidad, se requiere que la iglesia se apropie completamente de Cristo y lo exprese sobre la tierra. Por ello, las parábolas del Mateo 13 nos entregan los principios por cuyo intermedio la iglesia podrá alcanzar su destino, pero también los peligros a los que deberá enfrentarse a lo largo de su historia.
No tenemos el tiempo ni el espacio para desarrollar extensamente el significado de cada una de las parábolas. Todas ellas nos hablan de crecimiento y desarrollo, unas veces en la dirección correcta y, otras, en la dirección equivocada. Pues existe en este mundo una voluntad hostil y maligna, empecinada en estorbar, impedir y, cuando no, torcer y deformar, con el objetivo de destruir la obra de Dios sobre la tierra. En el largo camino hacia la posesión plena del Reino de Dios debe enfrentarse a Satanás y sus huestes de maldad.
En varias parábolas encontramos cómo Satanás procura estorbar o deformar a la iglesia. En las parábolas del grano de mostaza y la mujer con las tres medidas de harina, encontramos el crecimiento anormal y desproporcionado de la cristiandad a través de los siglos. Muchas cosas humanas han sido mezcladas con la iglesia y la han «desarrollado» de un modo antinatural a través del tiempo. Cuando estudiamos la historia de la iglesia sobre la tierra, descubrimos que a fines del primer siglo algunos elementos meramente humanos fueron introducidos en ella. Al principio parecían inocentes e inocuos, pero con el paso de los siglos se desarrollaron hasta contaminar y transformar por completo el rostro de «la iglesia». Lo que emergió al final fue una inmensa institución humana, poderosa y organizada hasta en sus detalles más pequeños. La cristocéntrica, sencilla, flexible, pura y perseguida iglesia del primer siglo cedió paso a una inmensa y poderosa organización humana, completamente acomodada y subyugada por los intereses de este mundo.
Además, en la parábola del trigo y la enseñanza, el Señor completa el cuadro anterior al explicarnos cómo Satanás avanza en su obra de destrucción mezclando a sus hijos con los hijos de Dios. La historia nos dice que a partir del siglo VI los límites entre la iglesia y el mundo se borraron por completo, cuando el Cristianismo fue declarado primero la oficial, y luego, la exclusiva religión del Imperio Romano. A partir de ese momento, ya no fue posible distinguir a los creyentes de los no creyentes. Todos se encontraban mezclados en el campo del mundo. Y así ha continuado en grandes sectores de la cristiandad hasta nuestros días. Sin embargo, recordemos que Dios desea que sus santos encarnen y expresen sobre la tierra el misterio de su voluntad. En este punto, las parábolas del tesoro escondido y la perla de gran precio vienen en nuestra ayuda.
La recuperación del testimonio
¿Cuál fue el secreto de la primera iglesia? Las parábolas antes mencionadas pueden explicarlo. El reino de los cielos es el mismo Señor Jesucristo. Quienes lo buscan, deben esforzarse por encontrarlo; y quienes lo encuentran, han de abandonarlo todo para poseerlo. Estas parábolas no se refieren, por tanto, a la salvación. No buscamos, ni nos esforzamos para obtener la salvación de nuestras almas. Ella nos fue otorgada por pura gracia. «Fui hallado por los que no me buscaban», nos dice el Señor. Fue él quien nos buscó primero. Estábamos perdidos y fuimos hallados; extraviados y fuimos encontrados; muertos y traídos a la vida por obra de la inmerecida y preciosa gracia de Dios.
Sin embargo Dios tiene algo mucho más grande que nuestra salvación en su corazón. Él tiene un propósito eterno en el cual nosotros, como cuerpo de Cristo, estamos llamados a cumplir un papel fundamental. Por consiguiente, la salvación es tan sólo el punto de partida. Jesús el Señor dijo: «Edificaré mi iglesia y la puertas del Hades no prevalecerán contra ella». Es decir, que por una parte el Señor obtendrá finalmente la iglesia que el diseñó en la eternidad, como una novia santa y sin mancha, de la cual todo lo meramente humano habrá sido excluido; y por otra parte, que dicha iglesia prevalecerá y expulsará definitivamente a Satanás de esta tierra ¿Nos parece demasiado difícil? Con seguridad, al mirar el estado de la cristiandad actual nos puede parecer así. Los creyentes de nuestros días parecen estar tan lejos del testimonio registrado en las páginas inspiradas del Nuevo Testamento. Esa iglesia unida, denodada, sencilla y poderosa parece haber quedado para siempre en el pasado.
Sin embargo el Señor no ha cambiado. El tesoro está aún allí dispuesto para todos los que quieran encontrarlo. Todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento; toda la gracia, el poder y la vida; todas la bendiciones espirituales; la plenitud del propósito divino, están aún allí, escondidos en Cristo, esperando por aquellos que tienen un corazón dispuesto a buscarlo hasta encontrarlo; y, luego, no dejarlo hasta poseerlo en plenitud. Sin importar el precio. En el libro de Apocalipsis, ellos reciben el nombre de vencedores.
Se trata de hombres y mujeres que en el tiempo de la ruina y la apostasía se disponen a buscar el tesoro hasta encontrarlo. Ellos hacen suyo el propósito eterno de Dios y su voluntad hasta las últimas consecuencias. No se conforman, por tanto, con la situación que prevalece alrededor de ellos. Simplemente quieren conocer a Cristo más allá de los credos, teologías, doctrinas, ritos y ceremonias que los rodean. Desde fines del primer siglo han estado allí. A veces solitarios, a veces en pequeñas compañías (aunque de tiempo en tiempo han llegado a constituir un amplio testimonio). Perseguidos, despreciados, malinterpretados y tergiversados, han permanecido no obstante firmes en la primera línea de batalla por la causa de Dios sobre la tierra. Gracias a ellos y su testimonio a favor de Cristo, el reino de Dios ha continuado avanzando y creciendo, mientras se completa la edificación de la iglesia de Cristo. Pues ellos han oído la voz del Espíritu a lo largo de los siglos para regresar a Cristo y dejar tras de sí todo lo que el hombre y Satanás han construido para añadirlo a la iglesia de Cristo.
Pero no debemos equivocarnos en este punto. No se trata de este o aquel movimiento en particular. Es algo mucho más amplio, que traspasa las edades. Una obra soberana que el Espíritu Santo ha venido realizando desde el comienzo. Sin embargo, hacia el tiempo del fin, la voz del Espíritu, nos dice la Escritura, se hará más clara y potente. El peso de gloria que se ha ido acumulando sobre los santos por causa de aquellos que han vencido, dará su fruto en el tiempo del fin. Una vasta compañía de creyentes, por todas partes, comenzará a despertar para regresar al testimonio del principio y encarar la última batalla que pondrá fin a los reinos de este mundo y su príncipe. Y, es muy posible que nosotros estemos asistiendo al comienzo de esos días. Porque, tan real hoy como ayer, la palabra de Dios resuena sobre nuestras cabezas y en nuestros corazones: «El que tiene oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias».