…muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús … habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo … a fin de que llevemos fruto para Dios».

– Rom. 6:11; 7:4.

La gran mayoría de los cristianos conocemos el poder y la eficacia de la sangre de Cristo para el perdón de nuestros pecados. Este conocimiento ha traído en muchos creyentes una gran emancipación. En virtud del sacrificio perfecto del Cordero de Dios, nuestro Señor Jesucristo, disfrutamos la paz del perdón (1 Juan 1:7), tenemos acceso libre para orar y adorar a nuestro Dios (Heb. 10:19), y podemos además vencer las acusaciones del maligno (Apoc. 12:11).

Sin embargo, todavía esta experiencia es primaria; aún estamos en los rudimentos, es decir, en los primeros pasos. A medida que avanzamos en conocer a Dios y su propósito, y en conocer nuestra naturaleza humana, nos damos cuenta que nuestro problema va mucho más lejos de unos cuantos hechos pecaminosos que pudiesen entorpecer nuestra carrera cristiana.

Hay algo heredado de la naturaleza adánica que no nos permite vivir o servir libremente a Dios y a nuestros hermanos. El Nuevo Testamento lo define como «la carne» (Rom. 7:18), o «el viejo hombre» (Ef. 4:22). Pablo relata en Romanos 7 su experiencia al respecto, llegando a exclamar: «¡Miserable de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?». Parece un grito agónico de alguien que anhela hacer lo bueno, que desea agradar a Dios, pero se encuentra con una poderosa ley en sus miembros que lo esclaviza.

Pablo no tiene un gran concepto de sí mismo (Rom. 12:3), aun reniega de sus bondades naturales (Flp. 3:4-8). Esto, ciertamente, es un gran signo de su madurez cristiana. Al clamar: «¿Quien me librará?», deja muy claro que la ayuda debe venir de afuera – alguien debe librarlo. ¡Cuán importante es que comprendamos bien la forma que Dios tiene para librarnos de nosotros mismos!

Con respecto a este punto, la enseñanza de Pablo en Romanos es muy clara y simple: Hemos muerto al pecado y hemos muerto a la ley. Aunque a simple vista parezca una locura, y que nuestra mente se resista a aceptarlo, tal es la bendita y amplia provisión de Dios para solucionar el gran problema de ‘el pecado’ (en singular, o sea, nuestra naturaleza pecadora).

Necesitábamos morir (¡qué locura!) y Dios nos proveyó lo que necesitábamos: ¡Con Cristo morimos!, y hasta fuimos sepultados juntamente con él (Rom. 6:4). Necesitábamos resucitar luego de la muerte, y las Escrituras nos declaran enfáticamente: «…juntamente con él nos resucitó, y… nos hizo sentar en lugares celestiales con Cristo Jesús» (Ef. 2:6).

¿No es un misterio todo esto? Pero al mismo tiempo, ¿no es esto algo tan maravilloso que excede nuestra capacidad de comprensión? Por supuesto que sí, pero recordemos que estamos hablando cosas celestiales. Estas son palabras de Dios. Para el resto de los hombres son locura, pero para los creyentes, son espíritu y vida. Hoy, el Espíritu Santo nos revela estas cosas y nos levanta, nos confirma, y nos capacita para seguir avanzando en esta bendita y desafiante carrera de fe.

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