¿Cómo puede el cristiano alcanzar la perfección? He aquí la solución para los pecados y la debilidades.
Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo… y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos…».
– Hebreos 10: 19-22.
Si miramos atentamente, el Espíritu Santo nos revela en la epístola a los Hebreos que está muy interesado en nuestra perfección, y que Él ha provisto los recursos para que esto sea posible. Grosso modo, esta epístola nos plantea que en el Antiguo Pacto no había ninguna posibilidad de que los hombres alcanzasen la perfección, pero que en el Nuevo Pacto, sí.
La Ley no podía hacer a los hombres perfectos
La Ley no podía hacer perfectos a los hombres, por dos poderosas razones:
a) por el carácter de las ofrendas: La sangre de los toros y de los machos cabríos, y la sangre de la becerra sólo santificaban para la purificación de la carne (9:13), pero no podían limpiar la conciencia de obras muertas (9:14). Hebreos 9:9 dice: «…Según el cual (el sistema legal de Moisés) se presentan ofrendas y sacrificios que no pueden hacer perfecto, en cuanto a la conciencia, al que practica ese culto.» Esta sangre tenía que ser presentada muchas veces (cada año) en un tabernáculo que era apenas sombra del verdadero. «Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan. De otra manera cesarían de ofrecerse, pues los que tributan este culto, limpios una vez, no tendrían ya más conciencia de pecado.» (Heb.10:1-2)
b) por el carácter del sumo sacerdote: La ley establecía como sumo sacerdotes a débiles hombres (Heb.9:28), que por la muerte no podían continuar (9:23). Ellos tenían que ofrecer cada día sacrificios por sus propios pecados, para poder después presentar sacrificios por los pecados del pueblo. El autor de la epístola se hace una pregunta con carácter de solemne afirmación: «Si pues, la perfección fuera por el sacerdocio levítico … ¿qué necesidad habría aún de que se levantase otros sacerdote, según el orden de Melquisedec, y que no fuese llamado según el orden de Aarón?» (7:11).
Considerando, pues, el carácter de las ofrendas y la calidad del sumo sacerdote ¿cómo podían los que estaban bajo la ley alcanzar lo perfecto? ¡Imposible! Verdaderamente, nada perfeccionó la ley (Heb.7:19).
El Nuevo Pacto
El fracaso del sistema antiguo para perfeccionar a los hombres hacía imprescindible un cambio radical. Por eso, bajo el Nuevo Pacto hay cambio de ofrenda y cambio de sacerdocio.
a) La Nueva Ofrenda: «…¿Cuánto más la sangre de Cristo limpiará vuestras conciencias de obras muertas, para que sirváis al Dios vivo?» (Heb.9:14). El cambio de ofrenda ha producido un efecto notable en los beneficiados por ella: se ha producido no sólo la purificación de la carne, sino, sobre todo, de la conciencia. Allí, en ese lugar recóndito; allí, en ese lugar donde hay una voz que habla siempre a favor de Dios, y que antes nos acusaba; allí donde el enemigo de Dios y enemigo nuestro entraba para acusarnos y condenarnos; allí, en ese lugar ha penetrado la eficacia de esta preciosa ofrenda, para limpiar, y habilitar al penitente de modo tal que éste puede entrar en la obra de Dios. Ahora se puede afirmar categóricamente: «Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.» (10:14) ¡Esto es maravilloso! ¡Aleluya!
b) El Nuevo Sacerdocio: «Mas éste (Jesús), por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.» (7:24-25). Este Sacerdote no fue constituido por el mandamiento acerca de la descendencia según la genealogía de Aarón, sino según el poder de una vida indestructible (7:16). Dios estableció a este Sacerdote mediante juramento para que ejerciera eternamente (7:21).
El mismo Jesús que en los días de su carne se compadeció de las debilidades y miserias de los hombres, es quien hoy tiene este ministerio por nosotros a la diestra de Dios, favoreciéndonos perpetuamente. ¡Esto es precioso!
Los pecados y las debilidades
Nosotros teníamos dos grandes problemas que la Ley no podía solucionar: el problema de nuestros pecados y el de nuestra debilidad o impotencia para agradar a Dios. Los sacrificios y las ofrendas de la Ley no podían solucionar el primero de estos asuntos, como ya hemos visto. Tampoco ayudaba a solucionar el segundo el ministerio sacerdotal según el orden de Aarón, por su debilidad e ineficacia.
Las ofrendas por el pecado tenían por objeto solucionar el problema de los pecados, pero la ley no solucionaba ese problema, porque ella no puede quitar los pecados (10:4). Por su parte, el oficio del sacerdote tenía por objeto interceder delante de Dios a favor de los hombres en cuanto a sus debilidades. (Cuando se describe el papel de un sacerdote en el fragmento de 4:14-5:10 nos queda claro que el sacerdote está puesto delante de Dios, a favor de los hombres, para compadecerse de las debilidades del pueblo, por cuanto ellos son ignorantes y extraviados). Los sacerdotes levíticos tenían, ciertamente, la capacidad para comprender las debilidades del pueblo, pero no para sobrellevarlas, porque ellos también estaban rodeados de debilidad.
Por eso, el gran objetivo de la perfección del hombre es inalcanzable por medio de la ley: «Porque la ley … nunca puede … hacer perfectos a los que se acercan» (Heb.10.1) Era necesario, pues, que Dios proveyera una mejor solución para estos dos graves problemas del hombre.
Para nuestra perfección
Dios proveyó los recursos necesarios para que fuésemos hechos perfectos. Por un lado, la ofrenda del Señor Jesús (su preciosa sangre) es la solución suficiente para la limpieza de nuestro pecados y de nuestra conciencia; y, por otro, el ministerio del Señor como sumo sacerdote es eficaz para sobrellevarnos en nuestras debilidades. ¡Gloria al Cordero de Dios! ¡Gloria al sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús!
¿Hay algún recurso que Dios nos haya negado para alcanzar la perfección como cristianos? ¡Todos nos han sido procurados en la persona y en la obra preciosísima de nuestro bendito Señor Jesús! Ayer en la cruz, hoy en el trono; ayer ofreciendo su vida como ofrenda por nuestros pecados, hoy intercediendo perpetuamente por los creyentes; ayer en la tierra, hoy en el cielo; ayer rodeado de debilidad, hoy ministrando según el poder de una vida indestructible; ayer por los pecados, hoy por nuestras debilidades; ayer como Cordero, hoy como Sumo Sacerdote. Ayer nos salvó de nuestros pecados para siempre; hoy nos salva de nuestras debilidades e impotencias por su intercesión perpetua.
¿Cómo llegó el Señor a ofrecer una perfecta ofrenda y a ser un perfecto sumo sacerdote?
Siendo eternamente perfecto, el Señor Jesús tuvo que ser perfeccionado para venir a ser autor de nuestra salvación, y ser también sumo sacerdote según el orden de Melquisedec. (Heb.2:10; 5:8-10). Su condición de Salvador aparece en 2:10, la de Sumo Sacerdote en 2:17. Ambas funciones se reúnen en 5:9-10, y sus efectos en el creyente los podemos ver en 10:19-23.
Para llegar a ser autor de nuestra salvación fue perfeccionado por aflicciones, para que así aprendiese la obediencia (Heb.2:10; 5:8). Para llegar a ser un perfecto sumo sacerdote Él se hizo en todo semejante a nosotros, y fue tentado en las mismas tentaciones que nosotros (Heb.2:17-18), pero sin pecado (Heb.4:15). Siendo Dios, todopoderoso y perfecto, no podía participar de la debilidad de los hombres de otra forma que haciéndose como ellos para padecer como ellos. Por eso pudo ser declarado por Dios sumo sacerdote, porque Él padeció todo lo que los hombres padecen. El sufrió «para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere …» (2:17).
Siendo Dios, se sujetó a debilidad, para que, al estar en esa condición, pudiese conocer nuestras debilidades y pudiese llegar a ser un fiel y compasivo sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere.
Los salvos necesitan un intercesor
Alguno dirá: «Yo ya soy salvo, ¿para qué necesito un intercesor a la diestra de Dios?». Pues bien, aunque usted sea salvo, necesita un intercesor. Es cierto que la salvación que Cristo logró en la cruz es eterna y perfecta. Por ella somos libres de los pecados para siempre. Sin embargo, aun siendo salvos, usted y yo tenemos problemas. Aunque hijos de Dios, todavía luchamos contra enemigos poderosos. Aunque verdaderos creyentes, arrastramos un cuerpo de muerte, lo cual es una desdichada condición para un hijo de Dios. ¿Qué podemos hacer?
Es aquí donde interviene el sumo sacerdote. Si la obra de Cristo en la cruz hubiese sido completa para su perfección y la mía (lo fue para nuestra salvación), entonces Él hubiese estado descansando hoy a la diestra del Padre, disfrutando de aquella gloria que tuvo desde el principio. Sin embargo, no es así. Porque cuando el Padre le dijo: «Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies» (Heb.1:13), también le dijo: «Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec» (Heb.7:21).
Usted y yo somos ignorantes aún y nuestro corazón suele extraviarse. (Heb.5:2). Todavía estamos rodeados de debilidad (Heb.4:15). Deberíamos ser ya maestros, y todavía somos niños. Todavía necesitamos de leche y no podemos comer alimento sólido. No tenemos aun los sentidos ejercitados en el conocimiento del bien y del mal. Todavía damos vueltas y vueltas en los rudimentos. (Heb.5:12-14). ¿No es esto una desgracia?
Sin embargo, he aquí, una buena nueva: Tenemos un Sumo Sacerdote a la diestra de Dios. Uno que no se cansará de oírnos llegar a Él vez tras vez con los mismos clamores. Uno que no se aburrirá de nuestra torpeza. Si tuviésemos en el trono de los cielos sólo al Padre, podríamos -en nuestra debilidad y ceguera- albergar todavía temores (Él es temible en santidad y habita en luz inaccesible), pero teniendo a Jesús, el que anduvo por los caminos de Galilea, el que lloró y tuvo hambre, el que tuvo sed y perdonó, el que se compadeció de las miserias de los hombres, entonces nuestro corazón se llena de esperanza, y nos sentimos alentados a acercarnos confiadamente para hallar gracia y misericordia para el oportuno socorro.
Un ejemplo del Antiguo Testamento
Los hijos de Jacob, luego de conocer que José era gobernador en Egipto, y que estaba dispuesto a favorecerlos, acudieron a ese país con esperanza y con gozo. En el mundo había hambre, pero en Egipto había pan. En el mundo había desconcierto, y los gobernantes no sabían como paliar la necesidad surgida por la sequía; pero en Egipto había uno -su propio hermano- que podía proveer a todas sus necesidades. Egipto era para ellos un lugar atractivo desde que supieron que su hermano era allí el gobernador. Ellos eran bien recibidos en Egipto por causa de José, su hermano.
Así también ocurre con nosotros. ¿Qué hace para nosotros tan grato el cielo, sino el saber que allí está nuestro Hermano mayor, misericordioso y compasivo, que puede compadecerse de nuestras debilidades? ¿Qué es lo que nos quita el temor para acercarnos, sino el saber que está allí uno que estuvo en nuestra condición, que vivió como nosotros, y que no olvidará jamás los días de su carne? ¡No dudemos jamás de su amor! Así como amó a los suyos hasta el fin en su ministerio terrenal (Juan 13:1), nos ama también eternamente, y nos salva también perpetuamente.
Una escena celestial
El Señor resucitado, luego de estar cuarenta días con sus discípulos, instruyéndolos acerca del reino, asciende a los cielos.
Ante la vista atónita de sus discípulos, es alzado, y le recibe una nube que le oculta de sus ojos. (Hechos 1:9).
Entonces, el Señor Jesús sube a lo alto como vencedor, y lleva cautiva la cautividad (Ef.4:8). Al acercarse a la gloria, se oyen voces potentes, que dicen:
– Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras puertas eternas, y entrará el Rey de gloria.
Otra voz pregunta:
– ¿Quién es este Rey de gloria? – No porque no le conozca, sino para provocar la gloriosa respuesta, que conmueve los cielos y los infiernos:
– Jehová el fuerte y valiente. Jehová el poderoso en batalla.
Entonces la voz se oye de nuevo, aún más imperiosa:
– Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria. Jehová (Jesús) de los ejércitos, Él es el Rey de la gloria» (Salmo 24:7-10).
Esta escena continúa en el trono mismo de Dios. ¡Qué fausto, qué gloria, qué refulgencia! ¡El Hijo de Dios es entronizado con la magnificencia del Rey de reyes y Señor de señores!
El Padre entonces le dice (y su voz ha de haber resonado en todos los rincones del universo):
– Hijo amado, siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies (Heb. 1:13).
El Hijo observa a su alrededor la grandeza de la celebración que hay en los cielos. Todas las criaturas celestes se han regocijado y han venido para adorarle. Sin embargo, el Señor se vuelve hacia su Padre, y le habla en la intimidad de su amor.
– Padre, hay algo que tengo que decirte. Vengo de estar con los hombres, como uno más entre ellos. Treinta y tres años viviendo a la semejanza de ellos me han cautivado el corazón. Allá quedaron los que me diste; parte de mi corazón se quedó con ellos. Mientras estaba con ellos, yo los guardé, y ninguno se perdió, sino el Hijo de perdición, para que la Escritura se cumpliese. Ahora quedarán solos. Su debilidad es tal que no sólo necesitarán al Espíritu Santo en ellos, sino me necesitarán a mí, para que vele por ellos desde aquí … Padre, sé que debería estarme en paz disfrutando de esta gloria que Tú me has dado, pero mi corazón de hombre se quedó prendido al de mis hermanos … ¿Quién los conoce como yo? ¿Quién vivió sus debilidades y fue tentado en sus tentaciones? Padre … quiero dedicar todo este tiempo, mientras tú pones a mis enemigos bajo mis pies, y mientras ellos pelean allá abajo la buena batalla, quiero dedicarme a interceder permanentemente por ellos. Padre, así como Tú me amas a mí, y quieres honrarme, yo los amo a ellos y quiero favorecerlos. Así como Tú buscas mi bien, yo quiero buscar el bien de ellos. Así como Tú me guardaste en los días de mi carne, yo quiero guardarlos a ellos en su debilidad.
Entonces el Padre, conmovido por los argumentos del Hijo, por su amor generoso como sólo el Hijo amado puede tenerlo, le dice:
– Hijo mío, declaro bajo juramento que Tú eres sacerdote para siempre, a favor de tus hermanos, según el orden de Melquisedec (Heb. 7:21, 28).1
Una condición básica para ser socorridos
Hay una sola condición que Dios exige para ser socorridos y es que nos acerquemos en busca de socorro. Hay un solo problema que puede impedirnos ser ayudados, y para ser enteramente perfeccionados, y es que no nos acerquemos.
¿Estamos lejos, distantes? ¿Nos hemos desanimado hasta el punto de pensar que no tenemos remedio, que jamás llegaremos a la meta? ¿Están nuestras manos caídas y nuestras rodillas paralizadas? ¿Nuestras sendas están torcidas?
¡Acerquémonos confiadamente!
«Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo … y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura. Mantengamos firmes, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió.» (Heb. 10:19-23).
En el Lugar Santísimo que está en los cielos no sólo tenemos la sangre de Cristo a nuestro favor, sino que también tenemos a Jesús mismo como Sumo Sacerdote; recursos -ambos- gloriosos, benditos y suficientes para toda defección: «Teniendo … la sangre de Jesucristo, … y teniendo un gran sacerdote … acerquémonos».
Ni nuestros pecados ni nuestras debilidades pueden ser un obstáculo para acercarnos. No nuestro corazón impuro (porque ha sido purificado), no nuestra conciencia cargada (porque ahora tenemos buena conciencia). Si hay pecados, echemos mano a la sangre de Jesús, y basta. Los pecados no son un problema para quienes hemos conocido la eficacia de la sangre de Cristo. Si hay debilidades, pues, acerquémonos con corazón sincero, sin caretas, ni melindres. ¡Con corazón sincero, resueltamente!
La vida en sociedad tal vez nos obligue a actuar con imposturas; a asumir ciertos roles sociales; y en ello se nos infiltran hipocresías; sin embargo, delante de Dios ¿qué somos? ¡Somos, simplemente, lo que somos! Entonces, si vamos al Señor sinceramente, confesando nuestros fracasos por agradarle, nuestras inconstancias, nuestras concupiscencias, nuestras apostasías, nuestra incredulidad, ¡hallaremos socorro!
Así que, no hay excusas para amar la imperfección y el fracaso. No hay excusas para permanecer en la desesperanza y el desaliento. No hay excusas para consentir la amargura y el fatalismo. ¡En Cristo, perfecto Salvador y Sumo Sacerdote, tenemos todos los recursos de Dios para llegar a la perfección!
Que el Señor nos alumbre el entendimiento y nos provea de la fe para creerlo y experimentarlo. ¡Para la gloria de su santo Nombre!
1 Perdónenos el Señor y los hermanos que hayan leído con recelo este relato, como si pretendiésemos conocer los arcanos de Dios. Es sólo una recreación, sugerida por las Escrituras citadas, que pretende graficar el amor del Señor Jesús por nosotros, y su motivación al ser constituido Sumo Sacerdote.