La vida de José estuvo marcada por valiosas experiencias de aprendizaje, representadas por sus vestiduras.
La perfecta voluntad de Dios es que cuando terminemos nuestra carrera en la tierra ya no seamos niños, sino hijos maduros. Así, estaremos en condiciones de heredar las riquezas del Padre, y de gobernar en el reino de nuestro Señor Jesucristo. No debemos olvidar que el propósito de Dios para el hombre ya está muy claro en Génesis 1, que es el de señorear, de ejercer potestad sobre todo lo creado. Ese propósito se frustró parcialmente, pero sabemos que el Señor lo ha recuperado en la cruz del Calvario, de tal manera que lo que se diseñó en un comienzo va a tener pleno cumplimiento.
¿Con quiénes va a tener cumplimiento ese propósito? No ciertamente con los niños, porque ellos son incapaces de asumir responsabilidades de gobierno, sino con los hijos que han madurado, en quienes se ha cumplido el propósito de la filiación.
Ahora bien, ¿cómo hace Dios para que sus niños puedan llegar a ser hijos maduros? Para ilustrarlo veamos la vida de José, cuya historia encontramos en Génesis, desde el capítulo 37.
La túnica de hermosos colores
José era el hijo predilecto de su padre. Jacob lo había tenido en su vejez, y tanto lo amaba que, siendo José un muchacho de diecisiete años, mandó que se le hiciese una túnica de diversos colores. Esa túnica era la señal del amor especial que su padre le tenía. José a los diecisiete años, amado por su padre, nos representa a todos los hijos de Dios cuando somos pequeños. Nosotros sabemos que ocupamos un lugar de privilegio en la casa de Dios. Nos sentimos amados por Dios. El gozo inunda nuestro corazón; ¡somos los seres más felices de la tierra!
Pero llegó para José un día en que la suerte comenzó a cambiar: el día en que su preciosa túnica le fue arrebatada. “Sucedió, pues, que cuando llegó José a sus hermanos, ellos quitaron a José su túnica, la túnica de colores que tenía sobre sí” (37:23). Al arrebatársela, sus hermanos le quitaron el símbolo de sus privilegios. Luego, cuando lo venden como esclavo, comienza una escuela que él nunca pensó que Dios tenía reservada para él.
A través de los sueños, Dios le había mostrado que él reinaría sobre sus hermanos, y que aun su padre y su madre vendrían a él. José estaba lleno de sueños y de expectativas. Sin embargo, el día en que le quitaron su túnica, comenzó para él un período de difícil aprendizaje.
Así también ocurre con nosotros. Llega un momento en que somos despojados de ese símbolo de nuestra niñez, y comenzamos un proceso al final del cual vamos a tener un carácter espiritual, adecuado para administrar los negocios de nuestro Padre.
José en la escuela de Dios
José fue vendido a Egipto, donde llegó a ser siervo de Potifar, un oficial de Faraón. Su vestido era el de un esclavo. ¿Podemos imaginarnos al hijo regalón de su padre como esclavo, y más aún, esclavo de un extranjero? Él tenía que esforzarse para atender los negocios de su amo. Ya no era libre de hacer su voluntad: estaba bajo la voluntad de otro.
Pero llegó el día en que ni siquiera pudo sostener su condición de esclavo. La esposa de Potifar intentó seducirlo. “Y ella lo asió por su ropa, diciendo: Duerme conmigo. Entonces él dejó su ropa en las manos de ella, y huyó y salió” (39:12). Así pierde sus ropas de esclavo para tomar otras aún peores. Es enviado a la cárcel: ahora viste las ropas de un reo. ¿Dónde habían ido a parar los sueños que tuvo cuando muchacho? No sólo perdió su condición de hijo favorito, sino también la de esclavo favorito. Ahora viste otras ropas, inconfundibles.
No sé si usted puede percibir lo que significa transitar por la escuela de nuestro Padre. Pasar de una condición a otra cada vez más baja, donde no hay explicaciones ni esperanzas. Sin embargo, José no fue despojado porque sí, no fue humillado porque sí. Cuando vemos el fin de José –cómo es libertado y llevado a Faraón para que interprete los sueños–, entendemos por qué era necesario que fuera despojado una y otra vez. Habría de llegar el momento en que Faraón lo iba a exaltar, y esa exaltación de Faraón se iba a simbolizar de nuevo en otra clase de vestido. “Entonces Faraón quitó su anillo de su mano, y lo puso en la mano de José, y lo hizo vestir de ropas de lino finísimo, y puso un collar de oro en su cuello” (41:42). Cuando se habla de ropa de lino, no podemos dejar de acordamos que en Apocalipsis, la iglesia, la novia, está vestida de lino finísimo, cuando es presentada a su Amado.
Según el patrón de la vida divina, José no podía ser despojado de su túnica de colores y vestido en seguida con la ropa de lino finísimo. Un niño de diecisiete años no está en condiciones de administrar un reino. Si pudiéramos trazar una curva, como hacen los estadísticos, podríamos decir que la vida de José empieza arriba, como favorito en el hogar de su padre, y luego sigue una línea descendente –esclavo–. Luego, esa línea sigue bajando –reo–; y de pronto, cuando Dios considera que ha llegado el momento, que ya se ha completado el aprendizaje, entonces la línea sube bruscamente.
Indudablemente, la posición de José al final es más alta que la del principio. Pero en los planes de Dios, en los propósitos de Dios, no existe tal cosa como una línea horizontal, siempre estable, de la cuna al trono. Cuando los hijos de Dios tienen que alcanzar madurez, entonces comienza un período de disciplina, perfectamente diseñado para lograr el objetivo de Dios: que podamos llegar a tener el carácter de Cristo, y que estemos en condiciones de compartir labores de gobierno con él.
Cinco conclusiones
Saquemos algunas conclusiones de la historia de José.
¿Se fijan ustedes que los tres primeros vestidos de José son transitorios, pero que el cuarto es definitivo? ¿Qué significa eso en nuestro caso? Que un día, cuando comience el aprendizaje, dejaremos de ser como los regalones en la casa de Dios, y seremos despojados de nuestro vestido una y otra vez. Pero cuando Dios nos vista de lino finísimo, ya no seremos jamás despojados de él. Así que, con la mira en ese vestido precioso, no temamos cuando vayamos siendo sucesivamente despojados.
Una segunda conclusión: José nunca decidió por sí mismo cambiar su vestido. En los tres casos primeros, fue despojado. No podemos decir que él haya sido “el arquitecto de su propio destino” (1) . Esta frase se usa mucho en la esfera de los hombres inteligentes y exitosos. Pero nunca vemos que José haya procurado cambiar su circunstancia. En algún momento de su vida, había inclinado su corazón delante de Dios para hacer su voluntad, y podía confiar en él.
Cuando tú dices: “Señor, desde hoy quiero que cuentes con mi vida. Condúceme por la senda que tú has trazado para mí. Me rindo a ti, para que se cumpla en mí tu voluntad”; ese día Dios comienza a conducirte por Su camino, comienza a introducirte en Su escuela, para que al final tú puedas llevar el vestido de lino finísimo.
Una tercera cosa. En cada una de estas etapas en la vida de José, él fue preparado para la etapa siguiente. Cuando llegó a la casa de Potifar, al poco tiempo, éste lo puso para que administrara su casa. Luego, en la cárcel, también fue puesto como administrador. Al fin, cuando José terminó su aprendizaje en la cárcel, el Señor estimó: “Ya es el tiempo: ha administrado una casa grande, ha administrado una cárcel, ahora puede administrar un reino”. ¿Estaba José a los diecisiete años en condiciones de administrar un reino? No, seguro que no.
Cuarto: En todas las etapas que José vivió, aun en las más dolorosas, contó con el favor de Dios. Dios estaba con él. Una y otra vez José halló gracia en los ojos de sus amos. Todo lo que José hacía, Dios lo prosperaba. Ahora les pregunto a los hijos de Dios más maduros: Ustedes que conocen algo de la escuela de Dios, ¿les faltó el favor de Dios en medio de las pruebas, cuando se sentían como esclavizados injustamente, o como encarcelados injustamente?
Una última conclusión: José nunca fue rey de Egipto. Fue el primer administrador, pero no el rey. El Señor nos puede poner como administradores en medio de su casa, pero nunca como reyes. Nuestro trono no está aquí; nuestro reino no es de este mundo.
Los reyes de Dios hoy no llevan una corona aquí, sino una cruz. Cuando nuestro Señor nació, dice Mateo que vinieron unos magos del oriente diciendo: “¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?” (Mat. 2:2). Ellos no le encontraron en Jerusalén como podría esperarse de un rey. Al final de Mateo encontramos lo que parece ser la respuesta a la pregunta de los magos de oriente: “Este es Jesús, el rey de los judíos” (Mat. 27:37). ¿Dónde estaba el Señor cuando se dijo así de él? ¡En la cruz!
José, el administrador número uno de Egipto, vivió su cruz en la casa de Potifar como esclavo, y en la cárcel como un reo. Luego, su historia terrena termina con José como gobernador, no como rey. Que ningún cristiano se ciña la corona prematuramente aquí, porque podría no llevarla allí.
Dos potrillos
Hay una preciosa historia de dos potrillos. Ellos eran hermanos, y disfrutaban de la vida al aire libre corriendo por las praderas. Un día, ambos fueron laceados y llevados a las caballerizas del rey. Su libertad había terminado. Y no sólo eso, porque comenzó para ellos un período de estricta disciplina. El entrenador sacó su látigo, y comenzó un proceso doloroso para ellos. Nunca habían pensado que existía tal cosa. De pronto, uno se rebeló, y dijo: “Esto no es para mí. Me gusta mi libertad, mis montañas verdes, mis arroyos de agua fresca”. Un día, dio el salto más grande que jamás había dado, saltó el muro de su encierro y escapó.
Extrañamente, el entrenador no hizo nada para traerlo de vuelta. Más bien se abocó a entrenar al que había quedado. Fue un adiestramiento tan eficaz, que el potrillo comenzó a aprender a obedecer las órdenes, y los más mínimos deseos de su entrenador. Terminado el entrenamiento, le pusieron los arneses y lo uncieron a la carroza del rey junto a otros 5 caballos.
Un día, iba la carroza del rey, engalanada, por el camino real. Los seis caballos llevaban arneses de oro, adornos de oro en sus cuellos, y campanitas de oro en sus patas. Cuando ellos trotaban, las campanillas sonaban dulcemente.
Desde lo alto de una loma, hay un potrillo que observa. Cuando se acerca la carroza, reconoce a su hermano, y dice: “¿Por qué han honrado tanto a mi hermano, y a mí me han despreciado? No han puesto campanillas en mis pies ni adornos en mi cabeza. El maestro no me ha dado esa maravillosa responsabilidad de tirar de su carroza, ni colocó sobre mí el arnés de oro. ¿Por qué escogió a mi hermano y no a mí?”. Entonces, escucha una voz que le dice: “Porque él se sujetó a la voluntad y a la disciplina de su maestro, y tú te rebelaste. Así que uno fue escogido, y el otro fue desechado”.
Después de esto vino una terrible sequía. Los pequeños arroyos dejaron de fluir y los pastos se secaron. Sólo había unos cuantos charcos de barro por aquí y por allá. El potrillo salvaje corría de un lado a otro buscando qué comer y beber, pero no encontraba nada. Estaba débil, y las patas le temblaban.
De pronto, ve de nuevo la carroza del rey que viene por el camino. ¡Allí viene su hermano, fuerte y hermoso, con sus atavíos de oro! Sacando fuerzas de flaqueza, le grita: “¡Hermano mío! ¿Dónde encontraste el alimento que te ha mantenido tan fuerte y robusto en estos días de hambre? En mi libertad, yo he ido por todos lados, buscando comida, y no encuentro nada. ¿A dónde vas tú, en tu terrible encierro, para hallar comida en estos días de sequía? ¡Dímelo, por favor! ¡Tengo que saberlo!”.
Entonces, viene la respuesta de su hermano, con una voz llena de victoria y de alabanza: “Hay un lugar secreto en los establos de mi maestro, donde él me alimenta de su propia mano. Sus graneros nunca se acaban, y su pozo jamás se seca”. Las lágrimas del potrillo salvaje no fueron suficientes para borrar la amargura de su corazón.
Así nosotros, tenemos que perder nuestra libertad, esa efímera y vana libertad que el hombre ansía. Tenemos que aceptar la disciplina de nuestro Padre, para ser uncidos en la carroza del Rey. ¡Qué honor más grande, que nosotros podamos llevar a nuestro propio Maestro!
¿Querremos aun así seguir siendo libres? ¿Querremos seguir siendo niños consentidos en la casa del Padre? ¿O querremos aceptar la disciplina en la escuela de Dios, para que él nos haga hijos maduros y nos lleve hasta su trono cuando fuere tiempo?
1 Verso del poema “En paz”, de A. Nervo.