La maravillosa historia del misionero a la India cuyo ejemplo de ganador de almas a través de la intercesión casi no tiene igual en la historia de la iglesia.
John Hyde nació en 1865, en Illinois, Estados Unidos. Era hijo de un ministro presbiteriano. Sobre su hogar paterno alguien ha dicho: «Era una casa donde Jesús era un invitado permanente, y donde los moradores en ella respiraban una atmósfera de oración».
Su padre era un cristiano fiel, sobrio, con modales amables. Muchas veces oró con fervor pidiendo obreros a la mies; y el Señor contestó su oración con creces, pues aun dos de sus hijos fueron llamados al ministerio. Su madre poseía una dulce espiritualidad, y se dedicaba con esmero a sus seis hijos.
La habilidad escolar de John era tan notable que le pidieron que fuera maestro en su ‘alma mater’ después de la graduación. Pero esa profesión no tenía ningún atractivo para el joven y, en obediencia a lo que él sentía era el llamado de Dios, decidió asistir a un seminario en Chicago.
Tomando una gran decisión
Estando allí tuvo una experiencia dolorosa que marcó su corazón: la muerte de su hermano Edmund, quien había decidido ser misionero. Este hecho le llevó a una búsqueda interior, pues él había considerado a su hermano como un modelo para su vida.
J. F. Young, un compañero en aquel seminario, cuenta así lo que fue esta experiencia para John: «Fue durante el año siguiente a la muerte de su hermano Edmund que sus compañeros comprendieron que John no era un joven ordinario. Fue impresionado grandemente por la muerte de su hermano, y un gran conflicto tuvo lugar acerca de lo que haría de su vida. Por fin él se rindió, y en definitiva dijo: «Iré donde tú quieras que yo vaya, amado Señor. «El resultado fue un cambio en su propia vida, y nosotros empezamos a disfrutar de esta experiencia con él».
Su amigo Konkle lo describe así: «Durante el último año, cuando había un interés creciente por las misiones extranjeras en nuestra clase, Hyde vino a mi cuarto aproximadamente a las once una noche y dijo que él necesitaba todos los `argumentos’ que yo tenía para ir al campo extranjero. Nos sentamos entonces algunos momentos en silencio, y entonces yo le dije que él conocía tanto como yo el campo extranjero; que yo no creía que eran argumentos lo que él necesitaba, y que la manera de saberlo era ponerlo ante nuestro Padre y esperar hasta que Él decidiera por él. Nos sentamos en silencio un rato más largo, y, diciendo él creer que yo tenía razón, salió dándome las buenas noches. La próxima mañana cuando yo iba a la capilla, sentí una mano en mi brazo, y volviéndome vi la cara de John radiante con una nueva visión. ‘Es seguro, Konkle’, dijo él, y yo no necesité saber cómo».
Desde ese momento, el servicio extranjero fue su tema principal de conversación. Sus oraciones eran que el Señor enviase obreros a tierras donde Cristo no era conocido. Sus peticiones fervientes fueron contestadas con creces, pues, de su clase de 46 graduados, 26 se ofrecieron para el trabajo misionero extranjero.
Primeros pasos en la India
John se embarcó para India en octubre de 1892. Él deseaba rescatar a los millones que estaban pereciendo sin Cristo, pero también esperaba hacerse de un nombre, dominar los idiomas y ser un misionero de fama. Cuando fue a su camarote, encontró una carta de un amigo de su padre, a quien admiraba por la profundidad de su vida espiritual. Cuando la leyó, se sobresaltó. «No dejaré de orar por ti hasta que seas lleno del Espíritu Santo». La implicación era que él no lo estaba.
«Mi orgullo fue tocado» confesó después, «y me sentí muy enfadado. Tiré la carta a un rincón y subí a cubierta. Yo amaba al remitente, conocía la vida santa que él llevaba. Y en mi corazón hubo la convicción de que él tenía razón: yo no estaba capacitado para ser un misionero».
Regresó a su cabina. «Con desesperación, le pedí al Señor que me llenara de su Espíritu, y al momento todo se aclaró. Empecé a verme a mí mismo y mi ambición egoísta. Antes de llegar al puerto ya estaba decidido a alcanzar aquello, cualquiera fuese el costo».
Al llegar a India, John se encontró con que sólo había tres mujeres y otro misionero para un millón de no cristianos. Era tiempo para empezar a cumplir su vocación y empezar a abrir camino en una nueva tierra. Hyde se encontró con el misionero Ullman, quien servía en la India desde hacía cincuenta y cinco años. Él le enseñó sobre el poder de la sangre de Jesús, lo cual habría de ser un fundamento muy importante para Hyde.
Poco después, asistió a una reunión donde se predicó que Jesucristo puede salvar de todo pecado. Cuando uno de los oyentes, al cierre del servicio, se acercó al orador con la aguda pregunta: «¿Es esa su experiencia personal?», John se sintió muy agradecido de que no fuese él el interrogado. Reconoció que él mismo, aunque había estado predicando tal evangelio, aún desconocía ese poder.
Confrontado con la realidad espiritual, sin el bautismo del Espíritu Santo, él era un fracaso completo. Se retiró a su cuarto, orando: «Señor, o tú me das victoria sobre todos mis pecados, o me volveré a América para buscar allí algún otro trabajo. Soy incapaz de predicar el Evangelio hasta que pueda testificar de su poder en mi propia vida».
Con una fe simple, miró a Cristo para la liberación del pecado. Después dijo: «Él me liberó, y no he tenido una duda de esto desde entonces. Puedo ponerme de pie ahora sin vacilación para testificar que él me ha dado la victoria».
Dificultades y fracasos
Sin embargo, el terreno para la evangelización era muy hostil, y los resultados muy pobres. En una carta a su seminario después de su primer año, Hyde escribió: «Ayer se bautizaron ocho personas de la casta inferior en uno de los pueblos. Parece una obra de Dios en la que el hombre, como instrumento, es usado en un grado muy pequeño. Oren por nosotros. Yo aprendo a hablar el idioma muy, muy despacio: sólo puedo hablar un poco en público o en conversación».
En efecto, el idioma fue para él una gran dificultad. Llegando a la India, le fue asignado el estudio del idioma vernáculo. Al principio trabajó duro, pero después lo descuidó por el estudio de la Biblia. Fue amonestado por el comité, pero él contestó: «Lo primero es lo primero». Él arguyó que había venido a India para enseñar la Biblia, y necesitaba conocerla antes de enseñarla. Dios, por Su Espíritu maravilloso, le abrió las Escrituras sin abandonar el estudio del idioma. «Se volvió un orador correcto y fácil en Urdu, Punjabi, e inglés; pero lejos y principalmente, él aprendió el idioma del Cielo, y de tal manera lo aprendió a hablar que tuvo a los públicos de centenares de indios fascinados mientras él abría para ellos las verdades de la palabra de Dios.»
En el comienzo John Hyde no era un misionero notable. Era lento para hablar. Cuando se le hacía una pregunta o un comentario, parecía no oír, o si oía, permanecía un largo tiempo pensando en la respuesta. Su oído era ligeramente defectuoso, y temía que esto le impidiera aprender el idioma. Su disposición era mansa y callada; él parecía carecer del entusiasmo y celo que un misionero joven debía tener. Sin embargo, a través de sus hermosos ojos azules brillaba el alma de un profeta.
En 1895, trabajó con otro misionero y surgió un pequeño avivamiento. Esto causó una gran persecución en el pueblo, hasta el punto que los nuevos convertidos fueron golpeados y repudiados. Esto condujo a John a la oración y la intercesión.
En 1896 no hubo ni una sola conversión. Esto le dejó grandemente perturbado, así que fue a la oración para «buscar la razón». El Espíritu de Dios empezó a revelarle que «la vida de la iglesia estaba muy por debajo de las normas de la Biblia».
Dios equipa sabiamente al instrumento que piensa usar, trayendo las más inesperadas y aun indeseables providencias sobre su vida. En 1898, Hyde quedó inmovilizado durante siete meses. Contrajo la fiebre tifoidea, seguida por dos abscesos en su espalda. Esto le produjo tal depresión nerviosa que hizo necesario el reposo absoluto. Durante este tiempo, fue conducido a una profunda vida de oración. Con el mundo excluido fuera de la puerta, luchó a menudo con Dios hasta la medianoche. O antes del amanecer, estaba de rodillas suplicando por un derramamiento de gracia divina en los pueblos de la India. En una carta a su universidad, escribió: «He sido llevado a orar por otros este invierno como nunca antes. En la universidad o en las fiestas en casa, yo guardaba tales horas para mí, ¿y no puedo hacer yo tanto para Dios y por las almas?».
Se apropió de la oración de Jabes, en 1 Crónicas 4:10. «¡Oh, si me dieras bendición, y ensancharas mi territorio, y si tu mano estuviera conmigo, y me libraras de mal, para que no me dañe! Y le otorgó Dios lo que pidió», hasta sentir que Dios también le había oído a él y le había otorgado lo que pedía.
Sin embargo, mientras más tiempo pasaba en oración, sus compañeros misioneros menos lo entendían. Incluso pensaban que él era un fanático y extremista, y aun le consideraban loco. De estos tiempos de intercesión, surgió el apodo que hoy la historia registra: «el Orante John Hyde».
En 1900-1901 escribe a casa proféticamente sobre lo que el Señor le había mostrado en oración acerca del nuevo siglo. Que el nuevo siglo sería un tiempo de poder pentecostal y una porción doble del Espíritu Santo sería derramada. Que una gran convicción vendría y muchos nacerían de nuevo. Él vio una cristiandad apostólica plena restaurada a la iglesia. Hyde creyó que un gran avivamiento ocurriría después de una comprensión del bautismo del Espíritu Santo. Él predicó a menudo un mensaje: «Recibirás poder después».
Las Convenciones de Oración
Después de diez años de servicio en el campo misionero, por razones de salud, volvió a América. Allí recalcó en los corazones una y otra vez la necesidad de ser llenos del Espíritu, para que la causa de las misiones avanzara. Citando Pentecostés como prueba, él declaraba que la oración unida por parte de los cristianos produciría un tremendo crecimiento de la Iglesia en casa y en el extranjero.
En su retorno a la India, el avivamiento vino a la escuela de niñas de Sialkot, en el Punjab, la oficina principal de la Misión presbiteriana donde laboraba John. El Espíritu de Dios también se movió en el seminario cercano. Algunos de los estudiantes, encendidos con amor divino, visitaron la escuela para niños, donde, curiosamente, no les permitieron dar testimonio de lo que Dios había hecho por ellos. Los jóvenes volvieron al seminario, donde se unieron en oración por una visitación del Espíritu Santo en esa rama de la obra. «Oh, Señor», oraron, «concédenos que el lugar donde nos prohibieron que habláramos esta noche se vuelva el centro de grandes bendiciones que fluirán a todas las partes de India».
La dirección de la escuela de niños pronto fue puesta en otras manos, y se anunció una convención en Sialkot para abril de 1904. El propósito era unirse en oración para un movimiento del Espíritu de Dios a lo largo de la India.
Dios puso una gran carga de oración en los corazones de John N. Hyde, R. McCheyne Paterson y George Turner por esta convención. Vieron la necesidad de que la vida espiritual de los obreros, pastores, maestros, y evangelistas, tanto extranjeros como nativos, fuera profundizada. El Espíritu Santo era poco conocido en estos ministerios y muy pocos estaban siendo salvados de entre los millones de inconversos.
Un gran aliento para ellos fue saber del avivamiento que había empezado en Gales. Esto acrecentó su oración y fe. Este evento «abrió senda» para el avivamiento y para llevar adelante la convención.
Hyde y Paterson esperaron y se retiraron un mes entero antes de la fecha de la apertura. Durante treinta días y treinta noches estos hombres piadosos esperaron ante Dios en oración. Turner se les unió después de nueve días, para que durante veintiún días y veintiuna noches estos tres hombres alabaran y oraran a Dios por un poderoso derramamiento de su poder.
Canon Haslam, en una conferencia ocurrida veintiocho años después, dio su impresión personal de aquellos servicios y del cambio notable que se generó allí. «Poco después del comienzo de la convención, el Sr. Hyde pasó por una experiencia que le transformó en un hombre con poder de Dios y un gran misionero. La vida de la Iglesia, en conjunto, estaba espiritualmente en un nivel muy bajo. Algo drástico se necesitaba. A Hyde se le reveló que la Iglesia no tenía poder debido al pecado; y que ese pecado es quitado sólo cuando hay real arrepentimiento y confesión».
La noche que comenzó todo quedó marcado en la memoria de uno de los participantes: «Cuando la hora de la reunión llegó, se sentaron los hombres en las esteras en la tienda, pero el Sr. Hyde, el conductor, no había llegado. Empezamos a cantar, y cantamos varios himnos antes de que él entrara, bastante tarde.
«Recuerdo cómo él se sentó en la estera frente a nosotros, y silencioso durante un tiempo considerable después que el cantar se detuvo. Entonces se levantó, y nos dijo muy quieta-mente: ‘Hermanos, yo no dormí nada anoche, y no he comido nada hoy. He estado teniendo una gran controversia con Dios. Siento que él me ha hecho venir aquí para testificarles involucrando algunas cosas que él ha hecho por mí, y he estado arguyendo con él que yo no debo hacer esto. Sólo hace un poco rato he tenido paz acerca de la materia y he estado de acuerdo en obedecerle, y ahora he venido a decirles sólo algunas cosas que él ha hecho por mí’.
«Después de hacer esta breve declaración, nos contó en forma muy quieta y sencilla algunos de los conflictos desesperados que él había tenido con el pecado, y cómo Dios le había dado victoria. Yo pienso que no habló más de quince o veinte minutos; luego se sentó e inclinó su cabeza durante unos minutos, y entonces dijo: ‘Tengamos un tiempo de oración’. Recuerdo cómo la pequeña compañía se postró en las esteras sobre sus rostros a la manera oriental, y entonces por un largo tiempo, no sé cuánto, uno tras otro, los hombres se fueron poniendo en pie para orar, y hubo tal confesión de pecados como muchos de nosotros nunca habíamos oído antes, y un clamor a Dios por misericordia y ayuda.
«Era muy tarde esa noche cuando la pequeña asamblea se disgregó, y algunos de nosotros supimos después de varias vidas que fueron transformadas totalmente a través de la influencia de esa reunión».
Evidentemente ese singular mensaje abrió las puertas de los corazones de las personas para el inicio del gran avivamiento en las iglesias de la India.
De ahí en adelante, año tras año, la Unión de Oración ayunó y oró, y en cada convención una urgencia creciente por la evangelización e intercesión llenó a cada asistente. John Hyde surgió como el líder de la oración, y todos estaban asombrados por la profundidad de su visión espiritual, y el ímpetu de su carga por India.
Al año siguiente, la Convención de Sialkot fue precedida otra vez por mucha oración. John Hyde era el predicador principal, y pasaba casi todo el tiempo en su cuarto en constante oración.
Una vez le pidieron a Hyde que hiciera cierta cosa, y él fue para hacerlo, pero volvió al cuarto de oración llorando y confesando que había obedecido con reticencia: «Oren por mí, hermanos, para que yo haga esto con alegría». Después de eso, salió y obedeció triunfalmente. Entró nuevamente en el salón con gran alegría, repitiendo tres palabras en urdu: «Ai Asmani Bak»: «Oh, Padre celestial». Lo que siguió es difícil de describir. Fue como si un inmenso océano hubiese inundado aquella asamblea. Los corazones se postraban delante de la presencia divina como los árboles de la floresta delante de un gran temporal. Era el océano del amor de Dios que se derramaba a causa de la obediencia. Hubo corazones quebrantados; confesiones de pecados con lágrimas que luego se transformaban en alegría.
Desde ese tiempo, aquella misión en Sialkot se mantuvo en un nivel espiritual más alto del que había tenido alguna vez. «Buenos» misioneros llegaron a ser conocidos como «poderosos» misioneros. El efecto se sintió a lo largo de toda la India.
También por esa época, John Hyde tuvo dos revelaciones muy preciosas: una de Cristo glorificado como Cordero en su trono – sufriendo infinito dolor por su Cuerpo en la tierra. Como la Cabeza divina, él es el centro nervioso de todo el cuerpo. Él de hecho está viviendo hoy una vida de intercesión por nosotros. La oración a favor de otros es como si fuese la propia respiración de la vida de nuestro Señor en el cielo. Esto se estaba haciendo más y más real en la vida de John Hyde.
La otra fue acerca del atalaya en Isaías 62:6-7. Les preguntaba a menudo a los ministros: «¿Está el Espíritu primero en sus púlpitos?». Él estaba refiriéndose a Juan 15: «Pero cuando el Consolador, a quien yo enviaré del Padre, el Espíritu de verdad que procede del Padre, él testificará de mí: Y ustedes también serán testigos, porque han estado conmigo desde el principio». Había en él tal espíritu de intercesión que otros también empezaron a gemir en agonía por los perdidos.
Un ejemplo de oración intercesora
En uno de los veranos siguientes, Hyde fue a casa de un amigo en las montañas. El propósito era entrar en una verdadera intercesión con su Maestro. Su amigo escribió al respecto: «Era evidente para todos que él estaba quebrantado por el peso de la profunda angustia de su alma. Faltó a muchas comidas, y cuando yo iba a su cuarto, lo encontraba postrado con una gran agonía, o caminando de arriba abajo como si un fuego interior estuviese ardiendo en sus huesos… John no ayunaba en el sentido normal de la palabra, pero frecuentemente, cuando yo le rogaba que viniese a comer, él me miraba, sonreía y decía: «No tengo hambre». Había un hambre mayor consumiendo su propia alma, y solamente la oración podía saciarla. Delante del hambre espiritual, el hambre natural desaparecía».
Paso a paso él estaba siendo llevado hacia una vida de oración, vigilancia y agonía a favor de otros. Un pensamiento predominaba siempre en su mente: que nuestro Señor todavía agoniza a favor de las almas. Con toda la profundidad del amor por su Señor, había vislumbres de sus alturas – momentos del cielo en la tierra– cuando su alma quedaba inundada con cánticos de alabanza y él entraba en el gozo de su Señor.
En 1908, John Hyde se atrevió a orar por lo que, para muchos, era una demanda imposible: que durante el próximo año en la India él salvara un alma cada día. Trescientas sesenta y cinco personas se convirtieron, bautizaron, y públicamente confesaron a Jesús como su Salvador. Lo imposible sucedió.
Antes de la próxima convención por la cual John Hyde había orado, más de 400 personas habían entrado en el reino de Dios, y cuando la Unión de Oración se volvió a reunir, él duplicó su meta a dos almas por día. Ese año se registraron ochocientas conversiones, y todavía Hyde mostraba una pasión inextinguible por las almas perdidas.
Alguien comentó sobre los resultados de aquella obra: «No había nada superficial en la vida de esos convertidos. Casi todos se volvieron cristianos activos».
John Hyde fue conducido por Dios a confesar los pecados de otros y ponerse en el lugar de ellos, tal como hacían los profetas de la antigüedad (Ver Esdras 9; Daniel 9). «Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo» (Gál. 6:2), dice el apóstol. Según esa ley, debemos entregar nuestra vida por los hermanos. Era lo que Hyde hacía.
Al respecto, él aprendió una lección muy solemne – el pecado de señalar los defectos en los demás, aunque sea al orar por ellos. Él estaba cargado cierta vez con un peso de oración a favor de un siervo de Dios hindú. Se retiró a su cuarto de oración, y meditando en la frialdad de aquel siervo y de la muerte consecuente que había en su congregación, comenzó a orar: «Oh Padre, tú sabes cuán frío…». Pero fue como si un dedo fuese puesto en sus labios, de modo que no podía hablar lo que pretendía, y una voz le dijo al oído: «Quien lo toca, toca la niña de mi ojo». Hyde clamó con angustia: «Perdóname, Padre, pues he sido un acusador de mis hermanos delante de ti». Él reconoció que a la vista de Dios debería contemplar todo lo que es amable. Sin embargo, él quería contemplar también todo lo que es verdadero. Le fue revelado que lo «verdadero» de este versículo se limita a aquello que es, al mismo tiempo, amable y verdadero, que el pecado de los hijos de Dios es efímero; el pecado no es la verdadera naturaleza de los hijos de Dios, pues debemos ver que están en Cristo – perfeccionados, así como estarán cuando él haya completado la buena obra que comenzó en ellos.
Entonces John pidió al Padre que le mostrase todo lo que era digno de alabanza en la vida de aquel hermano. Él recordó entonces muchas cosas por las cuales podía agradecer a Dios de corazón, ¡y así cambió su tiempo en alabanza! Este fue el camino para la victoria.¿El resultado? Luego después supo que aquel siervo de Dios recibió en la misma época un gran avivamiento y estaba predicando con fuego.
Una vida de oración
En la convención de 1910, la última a la que Hyde asistió, los presentes fueron testigos de la dramáticas súplicas de Hyde en oración: «¡Oh, Dios, dame almas, o me muero!».
Antes de que la reunión acabara, John Hyde reveló que estaba duplicando su meta de nuevo para el próximo año: Cuatro almas cada día, y nada menos. Durante los próximos doce meses el ministerio de John Hyde lo llevó a lo largo de India. Ahora él era conocido como «el Orante Hyde,» y su intercesión inició los avivamientos en Calcuta, Bombay, y otras ciudades grandes. Si en un día cualquiera no se convertían cuatro personas, Hyde decía que por la noche habría tal peso en su corazón que él no podía comer o dormir hasta haber obtenido la victoria. Oraba por las personas «hasta que…». Le gustaba orar postrado en el suelo. Después que había orado, aplaudía con sus manos, danzaba, gritaba y estaba lleno de gozo. El número de nuevos convertidos crecía continuamente.
Un amigo escribe respecto de él en una de esas reuniones: «Él permaneció con nosotros casi quince días, y durante todo ese tiempo estaba con fiebre. Aun así, ministró en las reuniones normalmente, ¡y cómo Dios nos habló a través de él, a pesar de que físicamente no estaba en condiciones de hacer nada!
«En aquella época yo estuve enfermo por varios días. El dolor en el pecho me mantuvo despierto varias noches. Fue entonces que noté lo que el Sr. Hyde estaba haciendo en su cuarto, frente al mío. Yo podía ver la claridad de la luz eléctrica cuando él salía de la cama y la encendía. Lo observé hacer eso a las doce horas, a las dos, a las cuatro y después a las cinco. Desde aquella hora la luz permanecía encendida hasta el amanecer.
«Nunca me olvidaré de las lecciones que aprendí en aquella época. ¿Yo había orado alguna vez por el privilegio de esperar en Dios en las horas de la noche? ¡No! Esto me llevó a pedir este privilegio para mí mismo. El dolor que me impedía dormir noche tras noche fue transformado en alegría y alabanza por causa de este nuevo ministerio que de repente había descubierto, de mantener la vigilia de la noche junto con los otros que tienen la función de despertar al Señor.
El mismo amigo relata cómo John Hyde empeoró físicamente, y finalmente fue persuadido a ver un médico. El diagnóstico del médico fue que el corazón de Hyde estaba en pésima condición. «Nunca encontré un caso tan terrible como este. Fue movido desde su posición normal en el lado izquierdo hacia el derecho». Cuando el médico le preguntó: «¿Qué ha hecho usted consigo mismo?», John Hyde no dijo nada. Solamente sonrió. Pero aquellos que le conocían sabían cuál era la causa: su vida de incesante oración, noche y día, orando excesivamente con muchas lágrimas por sus convertidos, por los colegas en la obra, por los amigos, y por las iglesias en India. Su oración para que él fuese enteramente quemado en vez de oxidarse, estaba siendo respondida.
Una amplia visión final
A principios de 1911, volvió a América muy enfermo, donde supo que, además, también tenía un tumor cerebral. Una operación trajo alivio sólo temporal y, poco después de dejar su India querida, «Orante» Hyde dijo adiós a este mundo, con la siguiente expresión en sus labios: «Grito la victoria de Jesucristo». Tenía sólo 47 años. Nunca se casó.
Antes de morir, él compartió lo que Dios le había mostrado: «En el día de oración, Dios me dio una nueva experiencia. Me parecía estar lejos de nuestro conflicto aquí en el Punjab y vi la gran batalla de Dios en toda la India, y luego más allá, en China, Japón, y África. Vi cómo habíamos estado pensando en el círculo estrecho de nuestros propios países y en nuestras propias denominaciones, y cómo Dios estaba ahora rápidamente reuniendo fuerza y fuerza, línea y línea, y todo estaba empezando a ser un gran forcejeo. Aquello, para mí, significaba el gran triunfo de Cristo. Nosotros debemos ser extremadamente cuidadosos en ser absolutamente obedientes a Él, quien ve todo el campo de batalla todo el tiempo. Sólo él puede poner a cada hombre en el lugar donde su vida puede rendir al máximo».
Su secreto espiritual
«Orante» Hyde había aprendido el más valioso secreto para mantener la vida espiritual. Algunos de sus compañeros más íntimos revelan, para nuestro beneficio, la razón de su piedad profunda.
Pengwern Jones recordó un sermón de Hyde que dejó una fuerte impresión en su vida. «El Espíritu lo usó para darnos una visión completamente nueva de la Cruz. Ése fue uno de los mensajes más inspiradores que alguna vez oí. Él empezó diciendo que desde cualquier punto de vista que miremos a Cristo en la cruz, vemos heridas, vemos señales de sufrimiento. Desde arriba, vemos las marcas de la corona de espinas; desde atrás de la cruz, vemos los surcos causados por los azotes, etc. Nos habló de la Cruz con tal iluminación que nos olvidamos de Hyde y de todo lo demás. El ‘muriendo, mas viviendo en Cristo’ estaba delante de nosotros. Entonces, paso a paso, nos guió para ver a Cristo crucificado en la provisión para cada necesidad nuestra y, cuando él señalaba la aptitud de Cristo para cada emergencia, sentí que tenía suficiente para la eternidad.
«Pero la cima de todo fue la forma en que enfatizó la verdad de que Cristo en la cruz gritó triunfalmente ‘Consumado es’, cuando todo a su alrededor indicaba que su vida había acabado. Para sus discípulos, él no había cumplido sus propósitos; a sus enemigos les parecía que por fin lo habían vencido. Aparentemente, el conflicto había terminado, y su vida se había acabado. Entonces resonó el grito de victoria: ‘Consumado es’. ¡Un grito de triunfo en la hora más oscura!
«Entonces Hyde nos mostró que, unidos a Cristo, también podemos gritar triunfalmente, aun cuando todo parezca perdido. Pensamos que nuestra obra parece haber fracasado y el enemigo haber ganado la delantera; somos culpados por todos nuestros amigos y somos compadecidos por nuestros compañeros, pero aun entonces podemos tomar nuestra posición con Cristo en la cruz y gritar: ‘¡Victoria, victoria, victoria!’.
«Desde ese día, nunca he tenido desesperación por mi trabajo. Siempre que me siento desalentado, oigo la voz de Hyde gritando: ¡Victoria!, e inmediatamente llevo mis pensamientos al Calvario, y oigo a mi Salvador en su hora agonizante clamando con gozo: ‘Consumado es’. Hyde dijo: ‘Ésta es una victoria real, para gritar en triunfo aunque alrededor todo sea oscuridad’».
«Esta dependencia de Cristo y su Espíritu era el secreto del éxito de John Hyde en todo», agregó R. McCheyne. «¡Éste es el secreto de cada santo de Dios! ‘Mi poder se perfecciona en la debilidad’, es Su Palabra. Así cuando yo soy débil, soy fuerte, fuerte con poder divino. ¡Cuanto más crecemos en gracia, más dependientes nos volvemos! Nunca olvidemos este hecho glorioso, y entonces seremos capaces de agradecer a Dios por nuestros recuerdos malos, por nuestros cuerpos débiles, por todo; y en ese sacrificio de alabanza estará Su deleite y también el nuestro».
A través de John Hyde, Dios reveló vislumbres del divino corazón de Cristo, partido por nuestros pecados. No necesitamos tener nosotros nuestro corazón partido, sino tener el corazón partido de Dios. No somos participantes de nuestros sufrimientos, sino de los sufrimientos de Cristo. No es con nuestras lágrimas que debemos clamar noche y día, sino que todo viene de Cristo. La comunión con sus sufrimientos es un don gratuito para ser recibido simplemente por fe.
McCheyne agrega al respecto: «¿Cuál fue el secreto de la vida de oración de John Hyde? ¿Quién es la fuente de toda vida? Jesús glorificado. ¿Cómo recibo esta vida de él? Así como recibí su justicia en el comienzo. Reconozco que no tengo ninguna justicia en mí mismo –solamente trapos de inmundicia– y en fe me apropio de su justicia.
«Ahora sigue un doble resultado. En cuanto a nuestro Padre en los cielos, él ve la justicia de Cristo y no mi injusticia. Un segundo resultado viene en cuanto a nosotros mismos: la justicia de Cristo no sólo nos reviste exteriormente, sino que entra en nuestro propio ser por su Espíritu, recibido por fe, y desarrolla la santificación en nosotros.
«¿Por qué no puede ser lo mismo con nuestra vida de oración? Acordémonos de la palabra «por». «Cristo murió por nosotros», y «viviendo siempre para interceder por nosotros», esto es, en nuestro lugar. Así declaro que mis oraciones son siempre insuficientes (ni me atrevo a llamarla una vida de oración), y suplico basado en su intercesión incesante. Eso afecta a nuestro Padre, pues él ve la vida de oración de Cristo en nosotros y responde de acuerdo con ella. De manera que la respuesta es «mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos».
«Otro gran resultado se sigue: nosotros somos afectados. La vida de oración de Cristo entra en nosotros y él ora en nosotros. Esto es la oración en el Espíritu Santo. Esta es la vida más abundante que nuestro Señor nos da. ¡Oh, qué paz, que alivio! No hay más necesidad de esforzarnos para producir una vida de oración, fallando constantemente. Jesús entra en la barca y la labor termina, y luego estamos en el lugar que era nuestro destino. Ahora, necesitamos quedar quietos delante de él para oír su voz y permitir que él ore en nosotros – sí, más que esto, permitir que él derrame en nuestra alma su vida transbordante de intercesión, que significa literalmente «encontrarse cara a cara con Dios – verdadera unión y comunión».
John acostumbraba a decir: «Cuando nos mantenemos cerca de Jesús, es él quien atrae las almas a sí mismo a través de nosotros, pero es necesario que él sea levantado en nuestra vida: esto es, tenemos que ser crucificados con él. De alguna forma, es el yo que se levanta entre nosotros y él, y por eso el yo precisa ser tratado como él fue. El yo necesita ser crucificado. Solamente entonces Cristo será levantado en nuestra vida, y él no puede dejar de atraer las almas a sí mismo. Todo eso es resultado de la unión y comunión íntimas, o sea, comunión con él en sus sufrimientos».