He aquí el peregrinar de un hombre aparentemente irremediable, bajo la mano disciplinaria de Dios.
Si nosotros hubiésemos estado en el lugar de Dios, seguramente no hubiéramos elegido nunca a un hombre como Jacob para depositar en él una gran honra. Hubiéramos, tal vez, considerado que la inversión era demasiado alta para un caso tan poco promisorio. Y si lo hubiésemos escogido, habría sido, tal vez, para ejemplificar en él, no el prototipo de un hombre de Dios, sino la figura de un carácter maleado y la conducta de un réprobo. O bien hubiéramos elegido a su hermano Esaú, que, en muchos aspectos, presenta rasgos más atractivos que Jacob desde el punto de vista moral.
Sin embargo, Dios no pensó así cuando escogió a Jacob. La elección de Jacob debía dejar en claro, en primer lugar, la soberanía de Dios en la elección de los hombres. Y, al menos, también debería establecer claramente algunos principios sobre los cuales habría de trabajar en las futuras edades con sus siervos.
Es que la figura y la vida de Jacob está íntimamente ligada a todos nosotros, los hijos de Dios, porque en él Dios ha querido representar, hasta en sus mínimos detalles, cuál es el trato que Dios da al hombre natural, ese “yo” que todos llevamos dentro, que suele ser muy piadoso, y que se esmera por agradar a Dios con sus propias fuerzas.
La fuerza del hombre natural ha de ser quebrantada y debilitada en toda su amplia expresión, si hemos de colaborar con Él en su propósito eterno. Siendo verdad que fuimos escogidos para colaborar con Dios en ese propósito, las herramientas con que lo haremos no han de ser los recursos naturales, ni nuestras buenas intenciones, ni los celos carnales “no conforme a ciencia”, sino la vida de Cristo en nosotros, forjada pacientemente por la disciplina del Espíritu Santo. Cristo ha de ser formado en nosotros (Gál. 4:19), pero esto jamás será posible sin que nuestras fuerzas sean drásticamente debilitadas.
Jacob es representativo, pues, de todos nosotros. Como escogido de Dios, Jacob tenía su fin asegurado, la obra de Dios en él tenía, de antemano, un sello enteramente confiable, pero ¿qué diremos del largo proceso que habría de seguir hasta llegar a ese fin?
¿Qué diremos de nosotros? ¿Será diferente? Nos conviene conocer los caminos de Dios con sus siervos para que no nos sorprenda el fuego de prueba, ni nos desalienten las dificultades que se nos presenten.
Jacob, tal cual era (Génesis caps. 25-27)
Jacob fue un luchador desde antes de nacer (25:22). Sin duda, Jacob quería nacer primero (25:26), pero fracasó. Su vano intento le valió, sin embargo, su nombre (Jacob significa “usurpador”). Más tarde, se las habría de ingeniar para recuperar esa ventaja concedida, muy a su pesar, a su hermano Esaú.
¿Cómo podía ser de utilidad para Dios un hombre que tan tempranamente mostraba tales signos? La elección de Dios es la única explicación. (Mal.1:2-3). Dios quería manifestar en este vaso las abundantes riquezas de su gracia. ¡Después de haber elegido Dios a Jacob, hay esperanza para todo hombre, por astuto y engañador que fuere! Si Dios pudo hacer de Jacob un vaso de honra, podrá hacerlo con cualquiera. Incluso con usted, estimado lector, y conmigo.
En su juventud, Jacob usó de una doble astucia: primero con su hermano Esaú –para quitarle su primogenitura– y con su padre Isaac –para obtener su bendición–. Él sabía que la elección de Dios recaía sobre él, pero no esperó que Dios se la confirmara, sino que se la procuró por su propia mano. Y por causa de ello, se granjeó la enemistad de su hermano, y el enojo de su padre. Y además, decretó él mismo su salida de la casa paterna con deshonra, como un fugitivo. ¡No pudo disfrutar del logro obtenido por medio del engaño, excepto la disciplina de Dios!
Así también es nuestro hombre natural. Utiliza fuerza y capacidad humana para intentar cumplir la voluntad de Dios y hacer su obra. Como Dios no le allana el camino, él va haciendo violencia con quienes encuentra a su paso. Nada es suficientemente grande ni santo como para no caer bajo su red insidiosa y maquiavélica. Este es Jacob, de cuerpo entero. Este es, también, el caso de muchos escogidos de Dios.
La disciplina por medio de las circunstancias (caps. 28-31)
En Bet-el ya tenemos a Jacob bajo la disciplina de Dios. (28:10-22). Está solo, lejos de su casa y de su madre, con un futuro incierto. Entonces, ya entonces, la gracia de Dios interviene para socorrerlo. Recibe la promesa que Dios había hecho a sus padres, pero Jacob, en vez de postrarse y adorar, siendo astuto e interesado como era, le pide –casi le exige– que Él le provea de todo lo necesario para su sustento, si quiere que le reconozca como su Dios. (vv. 20-21).
Más tarde, al llegar a Harán, él llora sobre el cuello de Raquel, su parienta– se siente desvalido (29:11). Entra en contacto con Labán, un hombre tan engañador y astuto como él, a quien Dios ha preparado para templar su carácter. Es así como, luego de estar un mes allí, la hospitalidad termina y se le conmina a trabajar. (29:15). De hijo amado pasó a ser, de la noche a la mañana, un pobre pastor al servicio de un patrón exigente.
Tras servir siete años a Labán por Raquel, es engañado, y no se le concede su prometida. Después de otros siete años de servicio pudo, por fin, tener a la mujer que amaba. Pero sus angustias no terminaron allí. Labán le cambia su salario diez veces. De engañador pasa a ser engañado. Su astucia cayó en manos de una astucia mayor que la suya. Si no hubiese sido que Dios había decidido bendecirle, su fin hubiera sido muy triste.
Tras veinte años de tratos de Dios con él en casa de Labán, la obra en Jacob no ha avanzado mucho. Todavía Jacob está lleno de planes, y sus planes están llenos de astucia. Todavía es Jacob. Jacob cosechando lo que sembró en casa de sus padres. Aún no es Israel.
Pese a todo, la gracia de Dios se hace presente de nuevo, porque se le aparece y le ordena que vuelva a la casa de su padre (31:3). Pero Jacob teme dejar a Labán, así que lo hace encubiertamente. Se escabulle otra vez como un fugitivo, igual que cuando salió de su casa para venir a Harán. (31:20).
Cuando Labán le alcanza, Dios, en su gracia, defiende a Jacob en el corazón de Labán. Entonces Jacob hace pacto con él, y luego ofrece sacrificios a Dios (31:54). Es éste un pequeño signo alentador.
El golpe de gracia (caps. 32-36)
La gracia de Dios continúa cuidando de Jacob. Ángeles de Dios vienen a su encuentro.(32:1-2). ¡Todo estaba a su favor! Sin embargo, al saber que Esaú se acerca con cuatrocientos hombres, su corazón desmaya, y desconfía. Rápidamente, inventa una estratagema para defenderse en caso de ser atacado. Jacob no estaba en condiciones de ver que si Dios le había enviado a su tierra, Él se haría cargo de su salvaguarda. Por un lado, obedece a Dios al salir de Harán, y por otro, urde planes mientras ora a Dios (32:9-12). ¡Qué mezcla! ¿Nos vemos reflejados aquí, otra vez?
Esa noche previa al encuentro con su hermano, mientras estaba solo al otro lado del vado de Jaboc, se le aparece el Señor. Es Peniel, “el rostro de Dios”.
Esa noche Dios luchó con él, y como no pudo vencerle, le dislocó el sitio del encaje de su muslo. ¡La fuerza de Jacob era descomunal! Tal fuerza se había mostrado suficientemente en los hechos de su vida hasta este momento. Pero esa energía natural recibió aquí un toque definitivo.
Jacob, que conocía la misericordia y la elección de Dios, no dejó a Dios hasta que Él le bendijo. Como resultado, recibió la bendición, pero desde ese día cojeaba al caminar.
Jacob venció gracias a la pertinacia con que se aferró del Señor, aunque había sido herido. Cuando somos más débiles es cuando somos más fuertes. Uno débil, quebrantado y herido como Jacob podía retener a Dios de manera como no lo habría conseguido uno fuerte, y aun más, lograr lo que quería.
La experiencia de Peniel es el golpe debilitador de Dios para todos los que Él ama. Ese día Dios descubre nuestra real condición, nuestra extrema inutilidad, y nos avergüenza. Desde ese día no nos atreveremos a hacer demasiados planes (cada vez irán siendo menos), y se incrementará nuestra dependencia de Dios.
La reconciliación con Esaú le demuestra a Jacob que sus temores eran infundados, y que aquel a quien había herido tenía una mayor integridad moral que él mismo.Eso descolocó a Jacob y le humilló. ¿No era él el amado, el escogido de Dios? Sin embargo, es Esaú quien le perdona. Los dones enviados tan insistentemente a su hermano tampoco sirvieron, porque Esaú era rico, y no los necesitaba. La adulación, que tan bien sabía usar, no le sirvió de nada.
Jacob ha fracasado, pero en su fracaso, Dios le va transformando en otro hombre. Peniel no es la perfección, pero marca el comienzo del camino hacia ella.
Su largo aprendizaje le lleva ahora hasta Bet-el, el mismo lugar desde donde comenzó. Bet-el significa “Casa de Dios”. Allí se santifica él y su familia, y levanta un altar a Dios. Allí Dios le confirma su promesa. Bet-el es la iglesia, el “Cuerpo de Cristo”, el lugar donde Dios habita, y donde la santidad de Dios despliega todo su esplendor.
Allí desaparece el individualismo y se manifiesta la vida de Dios por medio de la mutualidad de todos los hijos de Dios. Allí no puede ser introducido nada que no proceda de Dios.
Por eso, Peniel es la antesala de Bet-el. La fuerza natural debe ser quebrantada para que la vida del Cuerpo tenga expresión. Aquí el “yo” ha de renunciar a sí mismo, a su recurrente afán de figuración, para que sólo Cristo sea exaltado. Aquí Jacob deja de ser “usurpador”, y se convierte en Israel, un príncipe de Dios.
El fin más excelente (caps. 37-50)
Desde Génesis 37 tenemos el mejor período de Jacob, en que (¡oh, qué extraño!) su figura pasa a un segundo plano. Jacob habita en Hebrón (‘Confederación’), que representa comunión, mutualidad. Tras su largo peregrinar, Jacob arriba a ese lugar, donde transcurren sus últimos días en Palestina. Ha llegado a la esfera del Cuerpo, donde se hace posible la madurez y plenitud de todo cristiano.
Pareciera que Jacob está allí inactivo (sus hijos ocupan ahora el primer plano) pero en la semisombra de su aquietada vida, su carácter hermoso refulge con singulares destellos. En el ámbito de la iglesia no hay el activismo desordenado de la carne; antes bien, ella ha de permanecer quieta, en sujeción al Espíritu.
A esta altura, Jacob ya es un hombre quebrantado por la disciplina de Dios. Desde que murió Débora (35:8), sobrevinieron sobre su familia una serie de problemas y tristezas. En Hebrón quedó sin nada. Raquel, su amada, había muerto; Rubén, su hijo mayor, le había herido. Aun José seguiría el paso de los que se fueron de su lado. Cuando José desapareció, él no quiso recibir consuelo (37:35). Sin embargo, en su dolor, su corazón no destila odio ni venganza; no hay reproches ni recriminaciones.
Sufre por sus hijos, agoniza por la suerte que le pueda tocar a Benjamín en Egipto. Pero no tiene la fuerza ni el interés por cambiar su destino. Está totalmente entregado a la voluntad de Dios: “Si he de ser privado de mis hijos, séalo” (Gén.43:14 b). Ya no planea, no se defiende, no alterca. Es un hombre manso, que teme y espera en Dios.
Cuando sus hijos traen la noticia de que José aún vive, él no les echa en cara su engaño de tantos años. Simplemente, calladamente, lo acepta. Y cuando llega la invitación para subir a Egipto, no se entusiasma: teme desagradar a Dios. En su corazón están presentes los errores de Abraham e Isaac al respecto, y no quiere repetirlos. Pero Dios le autoriza (“No temas de descender a Egipto”), y entonces va (46:3).
En Egipto, su sencilla dignidad ante Faraón lo alinea con los ciudadanos de otro mundo, con aquellos que tienen su mirada más allá de las estrellas. Faraón era el rey más poderoso de la tierra; no obstante, Jacob le bendice. “Y sin discusión alguna, el menor es bendecido por el mayor.” (Heb.7:7). ¿Qué pueden significar para él las grandezas humanas? ¿El esplendor de la corte egipcia? Su mirada ya está fija en el galardón.
Finalmente, está esa escena poco antes de morir, en que llama a José, y le encarga acerca de sus huesos. La reciedumbre de otrora ha desaparecido; ahora fluye espontánea, delicada, la mansedumbre al hablar a su hijo José, como un siervo cuando habla a su señor.
Luego, la lucidez que muestra al bendecir, contra el orden natural, a Efraín por sobre Manasés, y sus precisas profecías respecto de cada uno de sus hijos; su adoración apoyado en su bordón, a la mejor usanza de un peregrino; todo ello da por demás cuenta de un carácter formado a la imagen de Dios. Es la noble factura de Dios la que se trasunta en aquel vaso en otro tiempo tan contrahecho.
¿Qué queda de aquel Jacob de los sucios tratos con Labán? ¿Qué hay de aquel que usa de todas sus astucias zalameras con Esaú? Nada queda tampoco del otrora tosco usurpador.
La figura de Jacob brilla mucho más, en sus postrimerías, que la de Abraham y la Isaac juntos. Hay aquí un suave ungüento: es el grato olor de Cristo, exhalado anticipadamente en aquella sencilla morada. Es el olor suave y perfumado de quien ha sido quebrantado por Dios. ¡Oh maravilla de Dios! ¡Oh, preciosidad de la obra del bendito Espíritu Santo en el corazón del hombre!
La batalla ha terminado. Jacob es ahora plenamente Israel. La obra de Dios luce maravillosa en ese hombre común. Dios puede sentirse complacido. Contra todo pronóstico humano, Dios ha completado su obra. ¡Y es perfecta!
Con ello, se ha sembrado también una esperanza cierta para aquellos que aún luchamos con Dios; para todos los que vanamente utilizamos todavía nuestra fuerza natural en el intento de asirnos de las promesas de Dios. ¡Gracias a Dios, hay oportunidad para nosotros!
Nada hará variar el propósito de Dios, ni nada le hará desistir de obtener de nosotros lo que se ha propuesto. ¿No es alentador? ¡Que Dios en su gracia nos conceda caer postrados sin dilación ante su mano poderosa, para que Él, cual alfarero, pueda completar pronto su preciosa obra en nosotros! ¡Para que el preciosísimo Hijo de Dios pueda ser replicado en los muchos hijos que llevará a la gloria de su Padre!