Sobre la necesidad de instruir al niño en su camino, pero esperando en la gracia de Dios.
Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él … Si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican».
Prov. 22:6; Salmo 127:1.
En el Nuevo Testamento, en 2ª Timoteo 1:5, y 3:14-16, se nos habla de un joven llamado Timoteo, quien desde pequeño fue instruido en los caminos del Señor. Este muchacho llegó a ser un siervo muy útil en la obra del Señor. Se dice de él que llegó a hacer la obra de la misma manera que el apóstol Pablo (1ª Corintios 16:10).
Curiosamente, vemos que no fue instruido por su padre, sino por otras personas: su abuela Loida y su madre, Eunice. Timoteo no tuvo el ejemplo paterno para seguir sus pisadas en el servicio, pero tuvo a su madre y a su abuela, quienes le instruyeron en los caminos de Dios.
Cuando los hijos aman al mundo
Este es un precioso testimonio de cómo una buena educación espiritual desde niño produce un hermoso resultado. Sin embargo, no siempre una buena crianza da los frutos esperados.
En 1 Samuel 3:19-20, la Escritura da muy buen testimonio de Samuel: «Jehová estaba con él y no dejó caer a tierra ninguna de sus palabras. Y todo Israel, desde Dan hasta Beerseba, conoció que Samuel era fiel profeta de Jehová». Pero en 1 Samuel 8:1-5 se dice que los hijos de Samuel –nótese, no dice su hijo, sino los hijos de Samuel– «no anduvieron … por los caminos de su padre, antes se volvieron tras la avaricia, dejándose sobornar y pervirtiendo el derecho». Aquí vemos a un padre que sirve a Dios, que tiene una preciosa responsabilidad en la casa del Señor, como sacerdote y juez de Israel, pero cuyos hijos actúan impíamente.
De igual manera, en 2 Reyes 22:1-2 se dice de Josías que «hizo lo recto ante los ojos de Jehová, y anduvo en todo el camino de David su padre, sin apartarse a derecha ni izquierda». Sin embargo, de su hijo Joacaz, se dice que «hizo lo malo ante los ojos de Jehová» (2 Reyes 28-32).
Muchos padres creyentes están viviendo hoy esta misma situación. Ellos se han consagrado para servir al Señor, pero tienen hijos amadores del mundo. Ellos se preguntan: ¿Por qué mi hijo es así, si siempre le hemos guiado por el buen camino, le hemos enseñado el temor del Señor, le instruimos, amonestamos, disciplinamos y le amamos? Ellos no tienen respuesta. Ellos han procurado evitar caer en el error del sacerdote Elí, quien no estorbó a sus hijos en su conducta impía, a causa de lo cual vino el juicio sobre su familia. (1 Samuel 2:12-36). Sin embargo, no tienen respuesta.
La confusión se hace mayor para ellos cuando ven el reverso de esta moneda, es decir, padres que no son consagrados, pero cuyos hijos son hermosos en el Señor, que sostienen santifican al Señor en sus hogares.
Las causas pudieran ser muchas y variadas, pero tal vez algunas de éstas pudieran ayudar a explicarlo.
Hay padres que, en su anhelo de ser buenos padres, miman excesivamente a sus hijos desde pequeños y nunca los disciplinan; piensan que basta con hablar con ellos, y son ambiguos. Los muchachos lo perciben y se aprovechan de esto. Tal vez nunca les inculcaron la responsabilidad, el respeto; no se les enseñó a pedir perdón cuando se equivocaban. Siempre conseguían con sutilezas lo que querían.
También ellos deben nacer de nuevo
Pero sea que los mimemos en demasía, o que seamos severos con ellos, lo primero que hemos de asegurarnos es de si ellos han nacido de nuevo. Hemos de procurar que tempranamente entreguen su corazón al Señor. Si esto no ha ocurrido, si no es una experiencia auténtica, todos los esfuerzos por producir cambios serán inútiles.
Si esto aún no ha ocurrido, hemos de comenzar ahora mismo a orar, pidiéndole a Dios que nuestros hijos tengan un encuentro personal con el Señor. Ellos tienen que sentir en algún momento convicción de pecado y la necesidad de arrepentirse, independientemente de si están siendo instruidos en los caminos del Señor.
No creamos que nuestros hijos son convertidos tan sólo porque nos acompañan a las reuniones y aprenden lecciones bíblicas. Aunque ellos le pertenecen al Señor por causa de Su promesa; sin embargo, es necesario que tengan un encuentro personal con el Señor, si no queremos que lleguen al Señor demasiado tarde, luego de dar una gran vuelta por el mundo. Tenemos que orar por ellos. Nosotros no podemos generar el nuevo nacimiento en ellos. Sólo el Espíritu Santo puede revelarles a Cristo.
Heridas causadas a los hijos
Pero aún siendo nacidos de nuevo, a veces sucede que los hijos tienen dificultades para caminar en los caminos del Señor porque hay heridas en sus corazones, ya sea por causa de los padres o los pastores de la iglesia. Padres que han disciplinado a los hijos en forma injusta. A veces somos demasiado rápidos para actuar, y en esto no hay sabiduría. Todos los padres están expuestos a corregir a sus hijos equivocadamente, y cuando esto sucede, provoca heridas en el corazón. También puede ser que no tienen la gracia y la paz para hablar con ellos, sino que rápidamente se alteran y alzan la voz autoritaria, y los hijos sólo han de guardar silencio.
Asimismo, es probable que los padres no les hayan brindado su atención, su tiempo, su cariño, cuando los pequeños más lo necesitaban. No se preocuparon, o no se dieron cuenta, cuando ellos estaban sufriendo de temores, complejos, soledad, etc.
También es posible que sean intolerantes cuando los hijos solicitan algún permiso, y les prohíban innecesariamente algo que a ellos les gusta mucho. También se puede herir el corazón siendo legalistas en cuanto a lo espiritual, y saturándolos de textos bíblicos, enseñanzas y obligaciones, que muchas veces ni los mismos padres pueden cumplir. Y ellos miran en sus mayores una conducta inconsecuente con lo que demandan.
Es común que los padres no se atrevan a pedir perdón a sus hijos cuando se han equivocado en algo, y sólo exigen sujeción y obediencia ciega.
Padres, estamos viviendo días de aflicciones en la familia. Se hace necesario que los padres se vuelvan a los hijos para que luego ellos se vuelvan a sus padres. El mensaje profético de Elías o Juan el bautista tiene que encontrar su lugar en las familias (Lucas 1:17).
Restaurando el corazón
Si atendemos al mensaje profético de Elías, veremos que son los padres quienes primeramente han de volver el corazón a sus hijos. Ellos tienen que tomar la iniciativa, provocar las instancias de comunión, pedirles perdón, sintiendo de verdad en su corazón que los han ofendido. Decir, por ejemplo: «Hijo, yo sé que te he ofendido, y estoy arrepentido. Hijo, te pido perdón». Para restaurar lo dañado es imprescindible humillarse, arrepentirse primero delante del Señor, y pedir la gracia para enfrentar la situación. Muchas veces, esta actitud de un padre es suficiente para sanar el corazón de un hijo.
Los padres necesitan de la gracia
Dada nuestra humana debilidad, es frecuente que los padres tengan mucha confianza en lo que ellos pueden hacer en la crianza de los hijos: en sus enseñanzas, en sus oraciones, en la amonestación y la disciplina, en los cultos familiares y textos bíblicos. Esto, sin duda es muy útil. Pero pudiera ser que, a causa de esto, tengamos una justicia propia muy grande, y lleguemos a pensar que por hacer nosotros todas estas cosas, nuestros hijos debieran ser los mejores, los más espirituales.
Sin embargo, todavía necesitamos de la gracia de Dios. Él, en su soberanía a veces permite que nosotros vivamos situaciones adversas con nuestros hijos, porque quiere limpiarnos de nuestra justicia y nuestra autoconfianza. Él quiere mostrarnos que sin él no somos nada, que no es por nuestra fidelidad como padres que nuestros hijos son fieles, sino sólo porque él es Dios bueno, misericordioso y fiel.
El Señor edifica la casa
«Si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican; si Jehová no guardare la ciudad, en vano vela la guardia. Por demás es que os levantéis de madrugada, y vayáis tarde a reposar, y que comáis pan de dolores; pues que a su amado dará Dios el sueño» (Salmo 127:1-2). Si el Señor no trabaja con nuestros hijos y con nosotros como familia, por demás estarán los sacrificios bien intencionados.
Pero en este mismo Salmo, en el verso 3, hay una promesa alentadora: «He aquí, herencia de Jehová son los hijos…». Afirmémonos en esto, hermanos y hermanas. Está en su mano el hacer misericordia y preservar a nuestros hijos. Alegrémonos, pues ellos le pertenecen al Señor: «Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos…» (Hechos 2:39).
Hermanos y hermanas, cualquiera sea nuestra realidad con los hijos, esperemos sólo en Su misericordia y Su fidelidad. Los padres que tienen hijos consagrados, manténganse humildes y agradecidos del Señor, sabiendo que no es sólo por nuestra dedicación, sino porque Dios es bueno y para siempre es su misericordia. Y los padres que estamos padeciendo, encomendemos la causa al Señor, no perdiendo la fe ni la esperanza en él, con una oración humilde y sincera.
Aprendamos del corazón de David en 2 Samuel 16:12: «Quizá mirará Jehová mi aflicción, y me dará Jehová bien…», y de la oración de Ana en 1 Samuel 1:11: «Jehová de los ejércitos, si te dignares mirar a la aflicción de tu sierva, y te acordares de mí, y no te olvidares de tu sierva, sino que dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida».
Quizá el Señor tenga misericordia de nosotros y nos devuelva el afecto de nuestros hijos.