La confusión de muchos no es ningún consuelo a la hora de enfrentar la verdadera naturaleza de Jesús de Nazaret. Dios confronta a todo hombre con esta pregunta. De su respuesta depende la suerte de su vida entera.
La escena de Cesarea (Mateo 16:13-17)
«Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre»?, preguntó Jesús a sus discípulos en la región de Cesarea de Filipos. Las respuestas fueron variadas, pero todas ellas le asimilaron con alguno de los profetas judíos.
Entonces, el Señor les pregunta quién dicen ellos que es él, con la esperanza de escuchar algo más acertado. Pedro se alza con una respuesta que jamás había pasado por su mente, que nunca había estado en su corazón. El dijo: «Tú eres el Cristo el Hijo del Dios viviente».
Jesús le dice: «Bienaventurado eres, Simón, porque eso te lo reveló mi Padre que está en los cielos.» En esa frase está concentrada la verdadera naturaleza y dignidad de Jesús de Nazaret.
El ciego de nacimiento (Juan 9)
Esta revelación acerca de Jesucristo que recibió Pedro no es muy común. Es más fácil hallar opiniones de hombres – diversas, curiosas, muchas de ellas descabelladas. Ellas proceden de la mente, y son un intento por ubicarlo en alguna categoría o lugar de la galería de hombres famosos. En la Biblia se nos cuenta un episodio que reúne esta variedad de opiniones en un par de ellas, muy paradigmáticas.
En cierta ocasión, el Señor Jesús sanó a un ciego de nacimiento. Cada enfermo que sanó es una metáfora de la condición del hombre, de una necesidad aún más dramática que la necesidad física. Un ciego es una buena figura del hombre que no conoce a Dios, que es ciego para ver a Dios y ver las maravillas de Dios. Todos los hombres tienen los ojos del entendimiento cegados para ver la luz de Dios (2ª Cor. 4:4).
Aquel hombre que se llama Jesús
La sanidad de este ciego que solía pedir limosnas sembró el desconcierto entre sus conocidos: «Unos decían: El es; y otros: A él se parece.» El ciego, en tanto, afirmaba, ufano: «Yo soy». (v. 9)
Los vecinos que le habían visto mendigar le preguntan, curiosos: «¿Cómo te fueron abiertos los ojos?». El ciego responde: «Aquel hombre que se llama Jesús me sanó.» (v.11) Eso es todo lo que sabe acerca de Jesús. Su respuesta pone a Jesús a la altura de un hombre, nada más. El ciego había sido sanado, pero su opinión acerca de Jesús era pobre.
«Aquel hombre …» es una respuesta insípida referida a Jesús. Pero es la opinión que muchos tienen de Él. Jesús, sólo un hombre. Un buen hombre, tal vez. Un gran hombre, dirán otros. O el mejor de los hombres –dirán los más generosos. Pero sólo eso.
Sin embargo, decir que es sólo un hombre es ponerlo en la misma lista genealógica a la que pertenecemos todos. Es inscribirlo en la descendencia de Adán, una raza caída y sin esperanza en sí misma. Es rebajarlo a la condición de un mortal, pecador y destituido de la gloria de Dios. ¿No es esto triste? Si Él fuera sólo un hombre significaría que Él murió por sus propios pecados, no por los del mundo. Un Jesús así no sirve como sustituto de nadie en la cruz; aun más, ni siquiera sería capaz de salvarse a sí mismo.
Si Jesús fue sólo un hombre, entonces no resucitó. Y si Él no resucitó, la fe de los cristianos es vana, aún están en sus pecados. (1ª Cor.15:17). Los miles y miles que murieron con esta esperanza habrían sido burlados. Los mártires de las catacumbas y de las persecuciones habrían muerto por una vana ilusión. ¡Oh, desdichados todos ellos!
Pero, ¿es Jesús sólo un hombre? El ciego había sido sanado de sus ojos físicos, pero todavía tenía una ceguera más profunda. Él no conocía quién era Jesús.
Un profeta
Llevan al ciego ante los fariseos y le interrogan. El explica de nuevo el proceso de su sanidad. Ellos cuestionan a Jesús, diciendo que, porque no guardaba el sábado, no procedía de Dios. Entonces, viene la gran pregunta: «¿Qué dices tú del que te abrió los ojos?» El ciego contesta: «Que es profeta». (v.17). ¡Oh hombre! Has mejorado tu opinión de Jesús, ahora dices que es profeta. ¡Es un gran paso! pero ¿es suficiente?
Profeta es uno que entrega mensajes de parte de Dios. Es un hombre que ha sido capacitado para escuchar a Dios y para reproducir su palabra ante los hombres. De antiguo, Dios se levantó profetas. Muchos de ellos eran hombres piadosos. Santos hombres. Pero no siempre ellos expresaron correctamente las palabras de Dios. Ser un profeta era una gran cosa, pero no siempre fue una señal segura.
Si Dios tuvo casi siempre quejas de los profetas de Israel, ¿qué decir de los profetas que se alzan a sí mismos? ¿Qué decir de la multitud de seudo profetas que, como Teudas o Judas el Galileo (Hechos 5:36-37), han arrastrado tras sí a multitudes? ¿O de los que, instigados por espíritus demoníacos, han entregado a la humanidad supuestos mensajes de Dios?
Algunos hombres han puesto el nombre de Jesús de Nazaret entre los grandes iniciados de la humanidad, entre los muchos profetas que se han arrogado alguna representación de parte de Dios. Allí están los Budas, los Confucios, los Mahomas, los Krishnas, los Nostradamus, los Lamas, y toda esa caterva de seudo iluminados, de espiritualistas, de maestros de ascetismo, de monjes diseminados por el mundo, que han pretendido -o pretenden- ser alguien. Todos ellos, pese a sus denodados esfuerzos por tocar a Dios, han debido decir, como dijo Buda al final de su vida: «Aún estoy buscando la verdad».
¿Qué decir de los modernos profetas: los Rampa, los Gibrán, los Coelhos, y la multitud de autores de autoayuda que pululan hoy por el mundo, vendedores de falsas esperanzas? Los tales buscan perfeccionar al hombre con herramientas inútiles. Es como convertir un asno en ángel. O peor aún. Decir que Jesús es sólo un profeta es retrotraerlo también a la condición de hombre. Un hombre iluminado, pero sólo un hombre.
Es intentar rebajarlo a la condición de un hombre que intenta alcanzar las sublimes alturas de Dios por sus propios esfuerzos, de construir un edificio que toque el cielo, de perfeccionar la carne para que llegue a ser espíritu –tarea por lo demás imposible e inútil. La separación que existe entre el cielo y la tierra no la puede salvar un hombre, ni siquiera el mejor de los profetas.
Uno que vino de Dios
Los fariseos insisten en su interrogatorio. Ahora llaman a sus padres, pero de ellos no obtienen nada. Vuelven a llamar al que había sido ciego. Entonces el hombre les dice: «Sabemos que Dios no oye a los pecadores … Si éste no viniera de Dios, nada podría hacer» (v. 31, 33).
El hombre no dice que Jesús hable de parte de Dios (como los profetas). Dice: «Si éste no viniera de Dios …». El discurso del hombre comienza a cambiar. La luz ya se hace en su corazón. Acepta que, para que Jesús pudiera haber hecho lo que hizo con él, debía de ser alguien venido de Dios. Así que este hombre, sin tal vez entenderlo muy bien, está diciendo ¡que Jesús tiene un origen celestial! ¡Qué maravilloso es cuando los cielos se comienzan a abrir para un hombre! Entonces la Persona más gloriosa y bendita del Universo es vista ahora. Tal vez borrosamente, como aquí, pero ya se va definiendo su excelsa figura. ¡Que espere un poco y verá del todo!
¿Y usted, estimado lector? ¿Cree que Jesús es más que un hombre, y más que un profeta? Si usted comienza a creer esto, va a recibir la aprobación del cielo, pero ¡cuidado! también … ¡el rechazo de los hombres!
Cuando el ex-ciego dijo esto de Jesús, negándose a aceptar que Jesús fuera un hombre pecador, se alineó con Jesús, reconociendo su origen celeste, pero se echó encima a los hombres que representaban en ese momento (muy malamente) a Dios en la tierra.
Entonces, el hombre fue expulsado de la sinagoga. ¡Le excomulgaron! ¿Sabe usted lo que eso significaba para él? La sinagoga era el centro de la vida religiosa y social entre los judíos. Ser expulsado de ella era pasar a ser un paria, un marginado, un nadie. A usted también, conocer a Jesús como Uno que vino del cielo, y confesarlo ante los hombres, le puede convertir en un extraño, no sólo para el mundo, sino aun para los que se reúnen en la sinagoga (ese lugar donde se habla de Dios).
Sin embargo, espere a ver qué hizo Jesús con él. ¡Espere un poco y verá lo que hace Jesús con usted!
¿Crees tú en el Hijo de Dios?
Cuando supo Jesús que habían echado al hombre de la sinagoga, le buscó. ¡Jesús buscó al hombre! ¡Oh maravilla! No buscó el hombre a Jesús. El corazón de Jesús debió de enternecerse al saber que este hombre había estado dispuesto a perder el favor de los hombres, por defender el testimonio que tenía de su Sanador.
Entonces, hallándole, le dijo: «¿Crees tú en el Hijo de Dios?». El hombre le pregunta: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dice: «Pues le has visto, y el que habla contigo, él es» (vv. 35-37). Jesús le hace al hombre una pregunta fundamental. Es la pregunta que de verdad cuenta delante de Dios. La gran pregunta que Jesús hace al hombre -a todo hombre- es esta: «¿Crees tú en el Hijo de Dios?»
De nada sirve creer en el hombre Jesús, ni en el profeta Jesús. Es preciso creer en Jesús, el Hijo de Dios. Todo hombre es de la tierra, es terrenal; en cambio, el que de arriba viene, es sobre todos (Juan 3:31). Existen sólo dos clases de personas: los que son de la tierra y los que son del cielo. Los que son de la tierra no pueden subir al cielo. No hay conexión posible entre tierra y cielo, a no ser porque el Hijo de Dios vino del cielo para traer a Dios, y para llevarnos a Él.
Decir que Jesús es el Hijo de Dios es aceptar su divinidad, su rango excelso, su alta dignidad, su santidad perfecta, su pertenencia a otro mundo. Es declarar que Él es diferente a todos los demás hombres, poderoso para salvar, porque su muerte no se debió a sus pecados (que no los tuvo), sino a los de otros, por quienes murió y resucitó. Es afirmar que Él es Dios manifestado en carne, Vencedor de la muerte y del que tenía el imperio de la muerte. Es declarar que fuimos reconciliados con Dios, y que tenemos acceso a Él por la sangre que derramó Jesús en la cruz.
«Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo» (Juan 3:13). Usted puede opinar lo que quiera de Jesús, pero si no cree que Él es el Hijo de Dios, permanece todavía en pecado y en muerte. Puede que usted haya recibido muchos bienes de Dios, como el hombre de esta historia, pero si sus ojos no han sido abiertos para ver al Hijo de Dios, todavía está ciego, de una ceguera más radical que la física.
¡Creo, Señor!
Cuando el hombre que había sido ciego recibió este segundo milagro, este descubrimiento, esta revelación (que es un milagro mayor que el primero), entonces no pudo seguir de pie delante de Jesús. Él dijo: «Creo, Señor; y le adoró» (v. 38).
Ante un hombre usted puede permanecer erguido; ante un profeta tal vez se incline, pero… ¿adorar? ¡Sólo a Dios se le adora! Y sólo Él, en las Sagradas Escrituras, acepta adoración. Ni Pedro la aceptó (Hechos 10:25-26), ni tampoco el ángel (Apocalipsis 22:8-9). Sólo Dios debe ser adorado. El hecho que Jesús la haya aceptado significa que Él es Dios. ¡Aleluya! ¡¡¡Jesús es el Hijo de Dios!!!
Cuando tú ves la gloria de Dios, entonces te postras. Tu corazón no querrá otra posición; tus rodillas no soportarán el peso de tu alma deslumbrada ante Él. Ellas se doblarán.
El fin de la escena
Esta escena termina aquí. El hombre que había sido ciego está postrado ante el Hijo de Dios. El se queda allí. El Señor hace en seguida unos alcances a sus discípulos y a los fariseos. Pero el ex-ciego se queda allí, a sus pies.
¿No es esto maravilloso? Uno que ha visto a Jesús así, se queda para siempre postrado ante Él. Como María, que siempre estuvo a sus pies, sea para oírle (Luc.10:39), sea para llorar la desgracia de su hermano muerto (Juan 11:32-33), sea para ungirle en el día de su gratitud (Juan 12:3). ¿Cómo está usted delante de Jesús? ¿Erguido o postrado? ¿Quién es Jesús para usted?
¿Es Jesús para usted sólo un hombre? ¿Es un profeta? ¿O es el Hijo de Dios? Es esta la pregunta más importante que jamás le hayan hecho. De su respuesta depende su vida entera… ¡y por toda la eternidad!