Romanos capítulo 9 ilustra claramente que hay una gran diferencia entre los hijos de la carne y los hijos de la promesa. «No los que son hijos según la carne son los hijos de Dios, sino que los que son hijos según la promesa son contados como descendientes» (9:8). Ambos tienen, humanamente hablando, los mismos padres; sin embargo, para Dios unos son hijos y los otros no. Y esto se refiere a los tres más grandes patriarcas, es decir, a Abraham, Isaac y Jacob, y a los hijos que ellos tuvieron.

Abraham tuvo dos hijos: uno según la carne, Ismael, y uno según la promesa, Isaac («En Isaac te será llamada descendencia», 9:7). Isaac tuvo dos hijos: uno según la carne, Esaú, y uno según la promesa, Jacob («Como está escrito: a Jacob amé, mas a Esaú aborrecí», 9:13). Así también, Jacob tuvo hijos según la carne e hijos según la promesa («No todos los que descienden de Israel son israelitas», 9:6).

El principio que gobierna todo esto es: los hijos de Dios no son los hijos según la carne, sino los hijos según la promesa. Lo que cuenta para Dios (los que llegan a ser hijos suyos), son aquellos que él mismo engendra. Fue así con Isaac, a quien Abraham engendró, no en las fuerzas de la carne, sino en las fuerzas de Dios. Nosotros podemos tener muchos hijos, espiritualmente hablando, pero tal vez no todos sean hijos de Dios.

Son hijos de Dios (obra de Dios) solo aquellos o aquello que procede de Dios en la impotencia de nuestra carne. El pasaje de 1 Corintios 3 es muy ilustrativo de esto: «Y si sobre este fundamento alguno edificare oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta». Los tres primeros materiales son de Dios; los otros tres, del hombre. Lo primero es lo que viene de la promesa, lo segundo son las obras de la carne.

Al igual que Abraham, Isaac y Jacob, nosotros podemos tener estas dos clases de hijos. Para tener hijos según la carne, basta que nosotros tomemos la iniciativa, que planeemos todo y proveamos los recursos. En cambio, para tener hijos según la promesa, debemos esperar. La mayor prueba para la carne es la espera en Dios. La carne no sabe esperar; entonces echa mano a los recursos propios… y fracasa. El fruto que se recoge entonces es dolor y muerte.

Por eso Dios clama por medio del salmista: «Estad quietos, y conoced que yo soy Dios; seré exaltado entre las naciones; enaltecido seré en la tierra» (Sal. 46:10). Si estamos quietos; si esperamos en Dios hasta que cesen nuestros ímpetus y muera nuestro celo carnal y nuestros arrestos de justicia propia, entonces Dios actuará, y como consecuencia, él será exaltado y enaltecido (y no nosotros) entre las naciones.

509