La crianza de los hijos debe apuntar a que ellos coman del Árbol de la vida.
Ser padres es una tarea que requiere dedicación. Pero ser padres cristianos es una tarea que requiere mucha dedicación, puesto que incluye la transmisión de la fe. En general, son muchos los cristianos que intentan sinceramente traspasar a sus hijos la fe. Pero muchos equivocan el camino transmitiendo sólo conocimiento.
Transmitir la fe en Jesucristo, es mucho más que un traspaso de valores. Para muchos es una tarea de la cual poco se sabe. Por esta causa, en esta ocasión extraeremos de la carta a Timoteo un principio fundamental para ir en ayuda de los padres cristianos.
La súplica de un padre
Timoteo, “echa mano de la vida eterna”, exhorta el apóstol al joven discípulo. (1 Tim.6:12). Este consejo, que parece casi inadvertido en la primera carta a Timoteo, es un principio de vida para la crianza de los hijos.
Pablo adoptó con Timoteo un vínculo de paternidad espiritual. El apóstol amaba intensamente a Timoteo; en sus cartas le llama ‘hijo’ y su insistencia por verle era para Pablo una necesidad afectiva y espiritual. La relación se estrechó en el servicio de la obra. Pablo se rodeaba de muchos colaboradores con quienes servía, pero Timoteo parece haber sido uno de los más cercanos al corazón del anciano apóstol. Por eso, Pablo, con toda súplica y fervor, apela a la conciencia del discípulo, como el padre que intenta traspasar a su hijo la esencia de la vida, diciendo “echa mano de la vida eterna…” ¿Qué querría enseñar el apóstol con esta figura?
Dos árboles en el huerto
Necesariamente nos remonta al comienzo, allí al principio, en el cual Dios hizo los cielos y la tierra. Las Escrituras nos señalan que Dios formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente. ( 1Cor. 15:45, “alma viviente”). Luego, Dios plantó un huerto donde hizo nacer todo árbol delicioso a la vista y bueno para comer. El árbol de la vida, que estaba en medio del huerto y también el árbol de la ciencia del bien y del mal. Más tarde, Dios introduce a la primera pareja en el huerto para que lo labraran y lo cuidaran (Gn.2:15). Así, de este trabajo, Adán y Eva recibirían su sustento alimenticio para ellos y los suyos (Gn. 1:29). Pero Dios pone una restricción en la comida. Adán y Eva podían comer de todo árbol del huerto, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no debían comer, pues la sentencia dice: “El día que de él coman, ciertamente morirán” (Gn. 2: 16-17)
¿Para qué Dios puso un árbol del cual no se podía comer? Noten que este árbol también estaba en medio del huerto (Gn.3:3). A simple vista, parece que Dios ocultaba algo que le estaba velado al hombre. ¿Para qué un árbol de la vida, si Adán ya tenía vida (el soplo de Dios)?
La respuesta es que Dios tenía reservado en medio del huerto otro Árbol que contenía una clase de vida inmensamente superior a la que Adán ya poseía. Era otra vida, otra calidad de vida. Otra clase de vida a la cual el hombre podía (debía) acceder: El Árbol de la Vida, que representa a Cristo. Y lo que Adán debía hacer era comer de este árbol, pues el hombre fue creado para heredar la vida eterna. Dios tenía determinado para el hombre que echara mano a la vida eterna. Por eso Pablo apela a su ‘hijo’ Timoteo, a extender su mano y comer de la Vida Eterna. Timoteo, que sabía bien las Escrituras desde pequeño (2Tim.3:15) sabía muy bien lo que Pablo le estaba hablando. Frente a sí se le presentaban dos árboles: uno traería vida; el otro, conocimiento y muerte.
¿Por qué el hombre comenzó a morir cuando comió del árbol del conocimiento del bien y del mal? (Gn.3:22,2:15). Porque recibir conocimiento de lo bueno y de lo malo sin la vida de Dios, sin haber comido del árbol de la vida, es una tragedia. Ya que no se puede hacer el bien sin tener la capacidad de hacerlo y no se puede evitar hacer el mal que no se quiere. (Rom.7). La vida humana no puede contener el conocimiento del bien y del mal. La vida humana no es apta para cumplir con lo bueno y lo malo, entonces por eso muere. El árbol de la ciencia del bien y del mal reveló lo que es bueno y malo según Dios, entonces desde ahí los esfuerzos del hombre intentan acomodar lo que es bueno y malo a su manera, para cumplirlo.
Es tan fuerte esto que ni el mismo Jesús habría podido vivir la vida “cristiana” si no es a través de la vida que le daba el Padre. Jesús, verdadero hombre, vivió por la vida divina.
Definitivamente, la vida cristiana no es cuestión de empeño, la vida humana no puede cumplir con las expectativas divinas. Es sólo a través de la vida divina, la vida eterna.
Llevar los hijos a Cristo
Ahora, ¿qué tiene que ver esto con los hijos y la función paterna (materna)? Mucho, pues nuestra misión es llevar los hijos a Cristo, darles a comer el árbol de la vida, la vida eterna, de modo tal que la experiencia de los hijos sea una vivencia real con la vida, con la persona de Cristo. Como está escrito: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn.6:54).
No debemos escatimar esfuerzo alguno hasta ver cumplido el deseo del Padre tocante a nuestros hijos. Cristo no es una doctrina, no es un forma de culto, no es buenos principios y valores, no es una religión. Cristo es una persona real y palpable a quien se puede ver con los ojos de la fe, y nuestros hijos deben experimentar la vida que nosotros hemos visto, oído y palpado.
Actualmente, lo que los padres acostumbran hacer con los hijos es enseñarles lo bueno y lo malo, pero esto es seguir dando de comer una comida que traerá muerte. ¿Cuántos padres cristianos se han limitado enseñando a sus hijos sólo lo que es bueno y lo que es malo? ¿No es ésta una costumbre? ¿Cuántos padres cristianos traspasan a sus hijos valores y principios cristianos y creen estar haciéndolo bien? Mire, el fruto de esto son personas moralmente buenas y correctas, pero no son hijos de Dios. El fruto de esto son hijos buenos, pero pecadores; sí, pecadores, aunque no le hagan daño a nadie. Buenos y correctos profesionales, pero no por eso discípulos de Cristo.
La preocupación de muchos padres cristianos hoy es una buena educación, buenos colegios, preuniver-sitarios, Universidad, un buen futuro económico, una profesión. Pero nuestro desafío con los hijos es darles de comer el fruto del árbol de la vida. Que “echen mano de la vida eterna”.
Hay tantos cristianos que han abandonado a sus hijos dejándolos en el huerto, comiendo del árbol equivocado. Hijos entregados a su propia suerte con padres cristianos, por supuesto, pero al fin y al cabo, sin una gota de vida divina. Hijos entregados a la educación secular, al sistema de este mundo, siendo formados por profesores ateos aunque definiéndose cristianos por tradición.
Por esta razón Pablo, conociendo la obra destructora que es capaz de hacer el enemigo en las nuevas generaciones cuando los padres se relajan, elogia la fe de Timoteo, que primero habitó en su abuela Loida, y luego en su madre Eunice. Pablo, apóstol de Jesucristo, sabía muy bien que el traspaso de la fe en las generaciones jóvenes cumple con el propósito eterno de Dios, de reunir todas las cosas en Cristo. Loida y Eunice se ganaron un lugar en las Escrituras, no por las grandes proezas como los héroes de la fe, ni por la obra emprendida como los apóstoles del Señor, sino por su humilde pero trascendente y muy estimada labor de madres, traspasando la fe no fingida de una generación a otra, dándonos testimonio a nosotros de la importancia de esta digna tarea.
Padres quebrantados
Entonces, la pregunta clave es: ¿Cómo se llevan los hijos a Cristo? ¿Cómo se les enseña a comer del árbol de la vida? Es difícil dar una respuesta certera. Parece ser que esas preguntas debieran quedar abiertas para que dependamos absolutamente de su Gracia.
Puesto que la vida divina nos ha venido por el Espíritu de vida (Rom.8), así también la enseñanza es netamente espiritual. Nuestro problema es tener un alma (vida humana) demasiado fuerte y desarrollada que nos entorpece el vivir por el Espíritu y, por lo tanto, a enseñar por el Espíritu. Se requiere entonces la operación de la cruz. El alma necesita ser quebrantada, subyugada, domesticada, y Dios está tratando de debilitar nuestra alma para que pueda fluir el Espíritu. En conclusión , se enseña a comer del árbol de la vida, viviendo por el Espíritu de vida que es la única vida que agrada a Dios.
El Padre requiere de padres quebrantados, debilitados en su vida natural, tratados por la Cruz, pero fortalecidos en su hombre interior por su Espíritu (Ef.3:16). Justificados en el Espíritu, fluirá la vida y ellos mismos serán a sus hijos árbol de vida (Pr. 11:30).
El ejemplo de Timoteo
Observando la vida de Timoteo podemos seguir respondiendo la pregunta en cuestión. El niño Timoteo fue educado bajo una profecía de nacimiento, su nombre le recordaba a cada instante el deseo divino, y su madre y abuela se encargaron de que esto se cumpliera. Timoteo es un nombre griego que significa “honrar a Dios”; su padre era griego (Hch. 16:1) y su madre judía creyente. Tanto la madre como la abuela albergaron la fe en Jesucristo y seguro es que desde su llegada, lo recibieron como una bendición de Dios y así también lo criaron, profetizando desde su nacimiento: este niño ha llegado para honrar a Dios. Luego Timoteo creció y se fortaleció en esta profecía y todos dieron buen testimonio de su fe.(Hch.16:2).
Padres, los hijos no son una carga, son la herencia de Dios y sus nombres pueden ser una profecía que les testifique la buena milicia a la que han sido llamados. Los hijos no vienen para ser una proyección de nuestros anhelos, ni para nuestro ego, ni para cumplir nuestras frustraciones, vienen para ser hijos de Dios y debemos recibirlos y educarlos como tales, en la disciplina y amonestación del Señor.(Ef.6:4).
Otro aspecto importante en la vida de Timoteo fue el hecho de haber sido instruido desde pequeño en las Sagradas Escrituras. (2Tim.3:15). Las Escrituras no son un fin en sí mismas, ellas dan testimonio de Cristo. Frecuentemente se emplean las palabras del Señor: “Escudriñad las escrituras porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna” (Jn.5:39), como para estimular la lectura y su estudio. Pero noten que este es un reproche que el Señor hace a los fariseos, puesto que ellos pensaban que en ellas obtendrían la vida eterna. El Señor les corrige diciendo que ellas testifican de Él, que es la vida eterna. Y les agrega: “… y no queréis venir a mí para que tengáis vida” (Jn.5:40). Padres, la Palabra que se desprende de las Sagradas Escrituras lleva a los niños a la salvación que es en Cristo Jesús. La letra por sí sola, sólo aumentará el conocimiento. Cuidado, puede ser sólo conocimiento del bien y del mal, y no Vida.
Por último, Pablo le escribe a Timoteo añorando verle, le cuenta cuánto se acuerda de él en sus oraciones, cuánto desea estar con él al acordarse de sus lágrimas. En la memoria de Pablo hay una sola cosa: la fe no fingida de Timoteo. El apóstol era un hombre que había recorrido las iglesias, conocía la fe de los hermanos, su autenticidad y su pureza. En Timoteo se hallaba ese tipo de fe. Una fe no fingida, literalmente del griego ‘no hipócrita’. La abuela traspasó esta fe a la hija, la hija al hijo. ¿Cómo fue este traspaso generacional? Sin hipocresía. Aquí llegamos a un punto gravitante, la fe es consecuente, no tiene doblez. Los hipócritas en la cultura griega eran los actores que se encargaban de asumir diversos papeles artificiales en sus obras. Bueno, la fe sin hipocresía es sin actuaciones, no artificial, es pura, transparente. Es una vivencia, es vida.
Padres, la trasmisión de la fe es vida, nosotros no trasmitimos un contenido, trasmitimos lo que somos. Los hijos verán en nosotros no lo que creemos, si no lo que vivimos.
Padre: echa mano de la vida eterna.