Los escritos del apóstol Juan tienen un acentuado énfasis en la unión. La unión con Cristo y la unidad de la iglesia dominan el pensamiento del ya anciano discípulo al escribir su evangelio, sus epístolas y el Apocalipsis. Juan desea, de modo muy especial que los ojos de nuestro corazón sean abiertos por el Espíritu, para que veamos que lo que es de Cristo es nuestro, por nuestra unión con él.

Su evangelio puede ser dividido en tres secciones, con tres diferentes énfasis: 1:1 a 8:11 – vida; 8:12 a 12:50 – luz; 13:1 al final – amor. Al inicio y término de cada sección, vemos que lo que estaba en él también estará en aquellos que le siguen. Así, en el versículo 1:4, «En él estaba la vida», por ser él la Fuente de la vida, y en el 7:38, «El que cree en mí … de su interior correrán ríos de agua viva», por ser nosotros quienes estamos en unión con él – es lo que significa el verbo «creer» en griego: adherirse, unirse.

En el versículo 8:12, iniciando la segunda sección, que enfatiza ahora la luz, leemos: «Yo soy la luz del mundo», y en el 12:36, finalizando esa sección: «…creed en la luz, para que seáis hijos de luz». Así, en unión con él, podemos hacer resplandecer su luz en este mundo tenebroso, donde ya la noche está avanzada y viene clareando el día.

Finalmente, en el versículo 13:1, al comienzo de la tercera sección, enfatizando el amor, leemos: «…como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin». En esa bella sección, el Señor se compara a una vid de la cual nosotros somos los pámpanos, y nos exhorta a permanecer en su amor, pues sin él nada podemos hacer. Ella finaliza revelándonos la confesión de Pedro que, después de un largo proceso de discipulado a Cristo, en el cual fue vaciado hasta ser nada, declara en el versículo 21:17: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo». Ahora el amor del Señor por Pedro, amor «hasta el fin», se refleja en Pedro, en su amor por su inestimable Señor.

Amados, nuestro Cristo es el tabernáculo de Dios donde fuimos llamados a habitar. Él es el «punto de encuentro» entre el Padre y aquella familia escogida antes de la fundación del mundo. Solo habitando en él, teniendo sus palabras morando en nosotros y permaneciendo en su amor es que podemos reflejar, aunque oscuramente, algo de la gloria de aquel que es en sí mismo la verdadera vida, la verdadera luz y el verdadero amor. Ese llamamiento para habitar en Cristo es nuestro más elevado privilegio humano, nuestra vocación celestial. Que su amor nos constriña a eso.

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