Pilato convoca a los principales judíos, los jerarcas religiosos, celosos guardadores de la Ley. La ocasión es solemne. A Pilato le parece que el hombre es inocente –así lo ha sugerido también Herodes– de manera que propone a los judíos dejarlo libre.
Sin embargo, los judíos exclaman a una: «¡Fuera con éste, y suéltanos a Barrabás!». Pilato, sospechando que el asunto era más bien de celos y envidias, insiste con la propuesta por dos veces más, pero la respuesta de los judíos se mantiene a firme. Así que Pilato se los entrega para que hagan con él lo que desean.
Han pasado casi dos mil años desde esos infaustos hechos, y hoy se comienza a oír de nuevo por aquí y por allá –como un murmullo primero, luego como un vocerío ensordecedor– la misma lapidaria sentencia: «¡Fuera con éste, y suéltanos a Barrabás!».
No son los judíos que gritan a Pilato esta vez. Son gentes más cercanas; en cierto modo, son gentes comprometidas con Cristo, que pronuncian su nombre en sus devociones, y que dicen amarle.
Las voces surgen de distintos lados, no solo de lugares públicos expuestos a los vaivenes de la chusma; vienen también de las grandes catedrales, de los más connotados seminarios y de los más hermosos templos. Las voces se oyen también como a escondidas en las bocas aparentemente más puras, en los concilios eclesiásticos a puertas cerradas, en los grandes centros, en los pináculos de la religión cristiana.
Entretanto, el Ajusticiado espera, amarradas las manos y los pies, vestido de púrpura. Él no tiene derecho a voz. Tal como lo dijera el profeta: “Todos evitan mirarlo” (Is. 53:3, NVI).
Al igual que ayer, Dios observa desde los cielos lo que hacen con su Ungido. Y, al igual que ayer, su Cristo será rechazado, y Barrabás será suelto. Sí, el anticristo –peor aun que el antiguo Barrabás– ya está preparado para hacer de las suyas.
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