Satanás le dijo al Señor Jesús: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan”. El malhechor en la cruz le dijo: “Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros”.
Al unir ambas tentaciones, tenemos: “Si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”. Juan escribió casi al final de su evangelio: “Pero estas (cosas) se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (20:31).
En su primera epístola, el mismo apóstol escribe: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”, y más adelante agrega: “¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (Juan 5:1, 5).
Cuando Satanás y el malhechor tentaron al Señor, lo hicieron en los momentos más críticos de su vida terrena: en medio del hambre del desierto y en el dolor de la agonía sobre la cruz. Apuntaron sus dardos hacia la parte más dolorosa, porque con cada uno de ellos desconocían dos atributos fundamentales de Jesús: su carácter de Ungido, y de Hijo de Dios. Atacaban nada menos que su persona y su calificación para hacer la obra de Dios como Mesías.
La tentación consistía en moverlo a actuar: en el primer caso a convertir las piedras en pan, y en el segundo, a salvarse de la muerte en la cruz. El Señor Jesús tenía poder para hacer ambas dos cosas; sin embargo, teniéndolo, no actuó ni en uno ni en otro sentido. Para él era más difícil refrenarse que actuar, porque tenía el poder para hacerlo.
Pero eso no es todo: si hubiese cedido, no solo no habría vencido la tentación, sino que además, no hubiese podido Juan escribir lo que escribió: que el que cree en Él tiene vida en su nombre, que nace de nuevo, y vence al mundo. ¿No hubiera sido una gran desgracia, la más grande? Pero eso no ocurrió. Jesús venció ambas tentaciones, y hoy los cristianos podemos afirmar resueltamente aquello que el diablo y aquel miserable intentaron desconocer en aquellos días: “¡Señor Jesús, tú eres el Cristo, el Hijo de Dios!”.
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