No fue un reformador, sino un hombre de letras. Sin embargo, el espíritu que le animó durante los turbulentos días de la Reforma es un ejemplo para la posteridad.
Entre la abigarrada multitud de personajes destacados del siglo XVI –entre los cuales destacan, sin duda, los reformistas y contrarreformistas–, Erasmo de Rotterdam ocupa, para nosotros, desde una perspectiva exclusivamente religiosa, un lugar muy secundario. Sin embargo, en su siglo no fue así. Al contrario, de todos los hombres que influyeron en la génesis de la Reforma Protestante, Erasmo ocupa un lugar principal. Aunque siempre se mantuvo como tras bastidores, como un intelectual recluido entre cuatro paredes, sus cartas con las principales figuras políticas y culturales de la época, y sus libros, ayudaron a crear las condiciones para que la revolución religiosa que habría de venir fuera posible.
Erasmo de Rotterdam nació en Gonda, cerca de Rotterdam, en 1466. Fue hijo ilegítimo de un seminarista próximo a ordenarse y de su ama de llaves. Sus padres fallecieron cuando Erasmo contaba 14 años aproximadamente (en 1483) en una grave epidemia de peste.
Su educación temprana la recibió entre los «hermanos de la vida común», con quienes aprendió la Devotio Moderna, que se enfocaba en los aspectos prácticos de la espiritualidad cristiana, como la oración, el estudio de la Escritura, el ejemplo de Cristo y la meditación. De esta manera, estuvo vinculado desde el principio, con una larga tradición de creyentes y místicos medievales, que buscaron acercarse directamente a Dios, sin mediadores e intermediarios, de una manera simple y sencilla.
Los hermanos de la vida común estaban, además, estrechamente emparentados con los «Unitas Fratum» de Bohemia. De hecho, Erasmo estudió en una de las escuelas que estos últimos fundaron en Deventer. Así, su carrera se entronca con una larga corriente de hermanos que mantuvieron en alto la antorcha de la fe en los días de mayor oscuridad y persecución, para los cuales los evangelios eran más preponderantes que las epístolas y la práctica cristiana más que la teología; énfasis que habría de plasmarse hasta cierto punto en el movimiento anabaptista y, después de ellos, en los moravos.
Más tarde, Erasmo ingresó sin vocación en el convento de los agustinos de Steyn, siendo ordenado sacerdote el mismo año que Colón llegaba a América. En el convento se encontraba la mayor biblioteca clásica del país, así que las mejores horas las dedicaba el joven Erasmo a la lectura y a la pintura.
Erasmo nunca encontró agrado en el oficio sacerdotal; de hecho, jamás lo ejerció. Con gran habilidad, se las arregló para no llevar traje sacerdotal, y evitar los rígidos ejercicios piadosos y la disciplina de los conventos. Más tarde obtuvo una dispensa papal para vivir y vestir como un erudito laico.
Formación del humanista
A los 26 años de edad se escabulle del claustro, pero no renunciando a los hábitos, sino obteniendo un puesto como secretario del obispo de Cambray, que viajaba a Italia. Así tuvo ocasión de conocer personalidades de la cultura y de la iglesia, y sobre todo, pudo dedicarse con pasión a sus estudios clásicos. Al cabo de un tiempo, obtuvo beca y pensión para viajar a Paris a continuar sus estudios de teología.
En un viaje a Inglaterra a fines de 1499 conoce a John Colet, que a la sazón daba una conferencia sobre los escritos de Pablo. Esto despertó en Erasmo el deseo de conocer más profundamente las Escrituras.
En 1500, Erasmo publicó sus «Adagios», que consisten en más de 800 frases, máximas o refranes derivados de la tradición grecolatina, junto con notas acerca de su origen y su significado. La hábil selección de Erasmo ahorraba a los señoritos de la sociedad el trabajo de leer a los clásicos. La mayoría de esos refranes se siguen utilizando el día de hoy.1 Erasmo trabajó en los «Adagios» durante el resto de su vida, a tal punto que la colección creció en 1521 hasta contener 3.400 de ellos, siendo 4.500 al momento de su muerte. El libro mereció más de 60 ediciones, una cifra sin precedentes para el año 1500.
Fue en Inglaterra que descubrió Erasmo su paraíso y su verdadera vocación. Allí era admirado sin reparos ni menosprecios de clase. Era reconocido como intelectual, por su elegante latín, por su arte de conversador. Se hizo amigo de las más connotadas figuras de la intelectualidad: Tomás Moro, John Fisher, John Colet; en tanto que los arzobispos Warham y Cranmer fueron sus protectores. En Inglaterra adquiere el roce social y el sentido de universalidad que el mundo admirará más tarde.
Sin embargo, Erasmo no se hace inglés. Se le ofreció un puesto vitalicio en el Colegio de la Reina de la Universidad de Cambridge y, de desearlo, hubiese podido pasar el resto de su vida enseñando Ciencias Sagradas a lo mejor de la realeza y la nobleza inglesas. Sin embargo, su naturaleza inquieta y trashumante y su aversión a la rutina, lo hicieron declinar ese cargo y todos los que se le ofrecerían en el futuro. Era un cosmopolita, y como tal, sus afectos estaban en todas partes y con todas las gentes que amaban el saber.
En 1503 Erasmo publica el primero de sus libros más prominentes: el «Manual del Soldado Cristiano». En este pequeño volumen Erasmo delinea los principales aspectos de la vida cristiana. La clave de todo, dice en el libro, es la sinceridad. El Mal se oculta dentro del formalismo, del respeto por la tradición, y del consumo, pero nunca en la enseñanza de Cristo.
Durante toda su vida, Erasmo fue un enemigo de toda institucionalidad, especialmente religiosa. Identificaba el ceremonial de la Iglesia con el ámbito de la apariencia y la irrealidad. En sus investigaciones, sus fuentes no fueron las que comúnmente se aceptaban, lo que sentó las bases para un pensamiento libre y sin las ataduras académicas en boga. Aborrecía los métodos disciplinarios severos en las escuelas, porque eran aplicados por personas –monjes en su mayoría– que vivían en una evidente «relajación moral».
Entre 1506 y 1509 Erasmo vivió en Italia. Mientras obtenía su doctorado en la Universidad de Turín, comprobó que el espíritu medieval dominaba las estructuras de pensamiento y la praxis del mundo académico. El pensamiento, según la visión de Erasmo, había retrocedido a los primeros siglos. Desde entonces fue un incansable luchador contra el anquilosamiento ideológico que imperaba en todas las instituciones intelectuales, políticas y sociales de su época. Con las ideas de los agustinos y algunos conceptos de John Colet comenzó a analizar el núcleo esencial de los textos clásicos, modernizando sus contenidos para que cualquiera pudiese penetrar su significado.
Entre 1506 y 1509 Erasmo vivió en Italia, la mayor parte del tiempo trabajando en la editorial de Aldus Manutius en Venecia. Nuevamente le ofrecieron cargos serios y ventajosos, especialmente como educador, a lo cual él respondía que prefería no aceptarlos, porque lo que ganaba en la casa editora, si bien no era mucho, le resultaba suficiente.
A partir de estas conexiones con universidades y literatos, Erasmo comenzó a rodearse de quienes pensaban igual que él en cuanto a rechazo por los procedimientos y sistemas establecidos (en especial la Iglesia misma). Sin embargo, no todos simpatizaban con él: había quienes eran hostiles a los principios de elevación literaria, espiritual y religiosa que postulaba. Estos opositores comenzaron a criticarlo tanto en público como en privado, y puede que hayan sido la causa por la cual el Erasmo abandonó Italia y se refugió en Basilea, Suiza.
Su obra maestra
Cuando viajaba desde Italia escribió su obra más conocida: «El elogio de la locura», en 1509. En ella Erasmo se vale de un artificio para poder criticar las instituciones, desde el papado hacia abajo, sin pagar el precio por ello. En su libro, Erasmo no habla por sí mismo, sino que, en lugar suyo, hace que la Stultitiae, la Locura, las diga. De ello se deriva una divertida situación, pues no se sabe nunca quién es, en realidad, el que tiene la palabra. ¿Habla Erasmo seriamente, o habla la Locura en persona, y a la cual hay que perdonarle hasta lo más descarado – porque al fin de cuentas, ¿quién puede tomar en serio a un loco?
En tiempos en que imperaba la intolerancia –no olvidemos a la todopoderosa Inquisición– era esa la única forma de decir lo que todo el mundo veía pero que nadie se atrevía a denunciar. La Locura pronunciaba lo que les quemaba secretamente a cientos de miles de hombres. El libro encantó a todos – incluso a los que acusaron el golpe. «Burla burlando», sus precisas caricaturas no dejaron títere con cabeza.
Para Erasmo, todos los hombres y las instituciones religiosas estaban bajo el gobierno de la Locura, porque se habían apartado del verdadero cristianismo. Por eso, se debía huir de las apariencias, de ese teatro de la inautenticidad, y recobrar la espiritualidad primigenia a través de una sincera vivencia individual.
La Locura decía en parte de su discurso: «Si los sumos sacerdotes, los papas, los representantes de Cristo, se esforzaran por ser semejantes a él en su vida, si sufrieran la pobreza, soportaran sus sufrimientos, participaran de su doctrina, tomaran consigo su cruz y su desprecio del mundo, ¿quién sobre la tierra sería más digno de lástima que ellos? ¡Cuántos tesoros perderían los padres santos si la sabiduría, si un solo grano de la sal de que habla Cristo, se apoderase una sola vez de su espíritu! En lugar de aquellas inmensas riquezas, aquellos divinos honores, la distribución de tantos empleos y dignidades, de tan numerosas dispensas, de tan diversos impuestos y de goces y placeres tan diversos, se presentarían noches sin sueño, días de ayuno, oraciones y lágrimas, ejercicios de devoción y mil otras molestias».
A veces el tono pasa de liviano a grave, y asestaba un golpe más profundo: «Como toda la doctrina de Cristo predica la dulzura, la paciencia y el desprecio de todo lo terreno, aparece claramente ante los ojos lo que esto significa. Cristo desarma de tal modo a sus embajadores, que les recomienda que se despojen no sólo de su calzado y de su blusa, sino también de su túnica, a fin de que entren desnudos y libres de todos los bienes en la carrera evangélica. No les deja llevar sino su espada, pero esta espada no es aquella llena de mal de que se arman los bandidos y los parricidas, sino la espada del espíritu, que penetra hasta el fondo más íntimo del alma y que de un solo golpe corta en ella todas las pasiones, para que en adelante sólo la piedad florezca en el corazón».
Este libro, en apariencia una farsa, es –como escribe un comentarista– uno de los libros más peligrosos de su tiempo, y fue en realidad la explosión que dejó libre el camino a la Reforma.
Pero el espíritu refinado de Erasmo no abogaba por una reforma abierta y violenta. Él propugnaba un renacimiento de la piedad y la pureza en el seno de la Iglesia Organizada, lejos de las exterioridades y frivolidades. Vale decir, una «reforma desde adentro». Erasmo nunca renunció a la Iglesia de Roma, y siempre mantuvo un declarado respeto hacia los prelados.
Erasmo no reñía por detalles de doctrina, sino que enfatizaba lo grueso y medular. Se limitaba a acentuar que la observancia de las formas externas, en sí mismas, no son la verdadera esencia de la piedad cristiana, que únicamente en lo interior se decide la verdadera medida de la fe del ser humano. Más decisivo que la nimia observancia de todos los ritos y plegarias, que todos los ayunos y que oír todas las misas, es la dirección personal de la vida en el espíritu de Cristo.
Un retorno a las fuentes
Como hombre culto y profundamente cristiano, Erasmo buscó conciliar las bonae litterae con las sacrae litterae. Y para poder hacerlo, se propuso explorar las fuentes originales del cristianismo, porque allí fluía limpio y puro el evangelio sin la mezcla de ningún dogma ni tradición. Erasmo mostró cuánto se había devaluado el sentido original de las Escrituras y de qué modo las autoridades exegéticas se habían valido de su poder y autoridad para hacerlo.
En 1504, trece años antes de Lutero, Erasmo escribió: «No soy capaz de expresar cómo me dirijo hacia los libros sagrados con alas desplegadas, y cómo me repugna todo lo que me aparta de ellos, o por lo menos, me estorba». Erasmo pensaba que la vida de Cristo, tal como es referida en los Evangelios, no debía seguir siendo por más tiempo privilegio de los religiosos y de la gente que sabía latín. Todo el pueblo podía y debía participar de ella, «el aldeano debe leerla detrás de su arado, el tejedor en su telar»; la mujer en su enseñanza a los hijos.
Para poder llevar a cabo esta magna obra de traducción de la Biblia a las lenguas nacionales, Erasmo percibe que también la Vulgata, la única versión latina de la Biblia existente, consentida y aprobada por la Iglesia, había experimentado desfiguraciones y contenía demasiadas inexactitudes. La versión que él visualiza no debía tener ninguna mancha terrena, ningún sesgo particular. Así, actualiza cuidadosamente una versión griega del Nuevo Testamento, y lo traduce al latín, acompañando sus innovaciones con un minucioso comentario crítico.
Esta nueva traducción de la Biblia que apareció simultáneamente en griego y en latín, en 1516, en Basilea, es un nuevo paso hacia la revolución que ya se incubaba. En un gesto de profunda ironía, y de sutil diplomacia, Erasmo dedicó su versión de la Biblia al papa León X, quien representaba todo lo que el escritor rechazaba en la Iglesia. El Papa la acepta, halagado, y responde afectuosamente con un: «Nos ha causado alegría». Incluso llega a alabar el celo con que Erasmo se dedicaba a las Sagradas Escrituras.
En esta nueva traducción se basó después Martín Lutero para llevar a cabo su estudio de la Biblia, en el cual cimentaría toda su teología posterior. Es por ello que el trabajo de Erasmo tuvo resonancias históricas que persisten hasta el día de hoy y se lo encuentra en la misma génesis del protestantismo. El texto griego publicado por Erasmo –conocido como «textus receptus»– es la base de todas las traducciones protestantes posteriores hasta principios del siglo XX.
Es también la base de la versión inglesa de la Biblia conocida como «Biblia King James», y de otras muchas versiones, como la Reina-Valera, en español. Tiene la particularidad de representar la primera aproximación de un sacerdote y académico libre, para comprender y traducir con certeza lo que los escritores bíblicos habían intentado expresar. Esta tarea no se había emprendido nunca en el pasado.
Apenas publicado el texto, Erasmo acometió de inmediato la redacción de su «Paráfrasis del Nuevo Testamento», la cual, en varios tomos y en un lenguaje popular, ponía al alcance de cualquiera los contenidos completos de los Evangelios, profundizando con precisión incluso en sus aspectos más complejos. Como toda la obra de Erasmo, el original estaba escrito en latín, pero su impacto en la sociedad renacentista fue tan grande que de inmediato se lo tradujo a todas las lenguas comunes de los países europeos. Erasmo aprobó y agradeció estas traducciones, porque comprendía que pondrían su obra al alcance de muchísima gente, algo que nunca podría lograr el original en lengua culta.
Trabajador incansable
Erasmo era un amante de los libros. Los amigos que él visitaba tenían siempre nutridas bibliotecas, y para él ese era el lugar de la casa más atractivo siempre. Solía decir: «Cuando tengo un poco de dinero, me compro libros. Si sobra algo, me compro ropa y comida». Los libros eran sus amigos silenciosos y no violentos, y su trato con ello fue más que frecuente.
Erasmo desarrolló una rara habilidad para escribir, y para hablar sobre temas controversiales con galanura y elegancia. Un biógrafo explica: «Por la décima parte de las audacias que Erasmo expuso en su época, otros fueron llevados a la hoguera; pues las exponían torpemente y sin miramientos, pero los libros de Erasmo eran acogidos con grandes honores por los papas y príncipes de la iglesia, por reyes y por duques, gracias a su arte literario y huma-nístico de envolver las cosas, Erasmo deslizó de contrabando en los conventos y las cortes de los príncipes toda la materia explosiva de la Reforma».
De salud y gustos delicados, era no obstante, un trabajador incansable. Simultáneamente escribía varios libros, y los publicaba con igual profusión. Dormía poco y trabajaba mucho. «Escribía en sus viajes, en el traqueteante carruaje; en toda posada la mesa se convertía al instante en pupitre de trabajo». Estaba al día de todo lo que ocurría en el mundo cultural y político de su tiempo. Su palabra, aunque aguda, era siempre mesurada y sabia; su opinión era valorada por todos los hombres cultos de su época, no importa de qué partido o bando fuesen. Su claro entendimiento siempre arrojaba luz sobre las cosas, ordenándolas y simplificándolas.
Pero Erasmo fue hombre de reflexión y estudio, no un hombre de acción. Él alumbró el camino a muchos, pero no siempre lo recorrió él mismo.
El mundo se rinde a sus pies
En el período comprendido entre sus cuarenta y cincuenta años de edad, Erasmo alcanza el cenit de su gloria.
Todo el mundo le alaba y se rinde a sus pies. Si en el pasado él buscaba el favor de los grandes, ahora son los grandes quienes buscan su favor. Emperadores y reyes, príncipes y duques, ministros y hombres de letras, papas y prelados, compiten por alcanzar el favor de Erasmo. Carlos V le ofrece un asiento en su consejo; Enrique VIII quiere ganarlo para Inglaterra; Fernando de Austria para Viena; Francisco I para París; De Holanda, Brabante, Hungría, Polonia y Portugal vienen las propuestas más seductoras; cinco universidades se disputan el honor de ofrecerle una cátedra; tres papas le escriben epístolas respetuosas. Jamás un hombre particular poseyó en Europa un poder universal tan grande, en virtud sólo de sus valores intelectuales y morales. En su cuarto se amontonan ricos presentes. Erasmo, a un tiempo prudente y escéptico, acepta cortésmente estos honores, pero no se vende. Se mantiene independiente y libre. No quiere ser amo ni siervo de nadie.
Es difícil de explicar un fenómeno como éste en nuestro siglo. Erasmo era más que un fenómeno literario; llegó a ser la expresión simbólica de los más secretos anhelos espirituales colectivos. Era la figura del humanista cristiano, universal, no adscrito a partido alguno, piadoso, sabio, ponderado, y a la vez audaz, capaz de decir lo que nadie se atreve a decir, y decirlo con galanura, elegancia – ese fino estilo clásico tan admirado en su tiempo.
Este firme anhelo de ser libre, de no querer atarse a nadie, hizo de Erasmo un nómada durante toda su vida. Infatigablemente, viajó por toda Europa. Nunca fue rico, pero nunca pobre, nunca estuvo atado ni a esposa ni a hijos. No ansiaba ser soberano de nadie, ni tampoco súbdito de nadie. (Continuará).