La libertad del creyente consiste en perderla para unirse a Cristo en un yugo voluntario y salvador.
En muchos lugares de la Escritura el yugo tiene connotaciones negativas, asociadas con la esclavitud y la opresión en manos de los enemigos (por ejemplo, en Gén.27:40 y Jer.30:8). Sin embargo, el yugo o el estar enyugado tiene también otro significado que nos conviene revisar con atención.
El versículo citado arriba indica que el Señor Jesús llevaba un yugo, su yugo. El Señor se compara así con un animal de carga (o de tiro) que es enyugado por su amo para prestar un servicio. El yugo es puesto sobre la cerviz del animal y es amarrado con coyundas. El animal que es puesto bajo el yugo no tiene posibilidad de moverse independientemente; no puede realizar acciones con libertad, sino que es conducido por otro hacia donde aquél quiere.
El Señor se compara con un animal enyugado que no tiene libertad para hacer lo que quiere, sino que hace la voluntad de Otro. Su condición de siervo humilde y obediente queda aquí claramente figurado. El dijo: “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre …” (Juan 5:19,30).
Ahora bien, estas palabras del Señor comprometen totalmente a sus discípulos, porque si él no podía moverse independientemente, ¿cuánto menos ellos? Dios corta de cuajo una raíz que pretende dar fruto en todo hijo de Dios: el de la independencia o autonomía.
El hacer nuestra voluntad y no la de Dios suele ser cosa muy usual. Muchas obras se emprenden sin preocuparse de saber si Dios está de acuerdo (a veces se omite el consultar precisamente para que Él no tenga oportunidad de mostrar su desacuerdo).
“Llevad mi yugo…”
Pero hay aquí una palabra imperativa para quienes aman y siguen a Cristo. Él dice: “Llevad mi yugo…”. Ahora bien, un yugo no puede ser llevado por un solo animal, sino por dos, uno en cada extremo. En uno de ellos está el Señor, y en el otro, Él espera que estemos cada uno de nosotros, tú y yo.
No sólo Jesús no tuvo libertad de movimiento, tú tampoco la tienes, ni yo la tengo. Entonces, ¿cómo es que nos atrevemos a obrar tan libremente? ¿Cómo es que nos atrevemos a emprender tantas cosas «para Dios», las que en realidad no son para Dios sino para nosotros?
Una de las primeras cosas que debiéramos saber cuando nos convertimos al Señor es que estamos enyugados con Cristo. Fuimos libertados por Él, pero luego fuimos enyugados con Él. (Romanos 6:18). No bien habíamos sido librados de Satanás y del pecado cuando ya nos esperaba el yugo de Cristo. Desde entonces, sepámoslo o no, aceptémoslo o no, el yugo está, y en un extremo de él está el Señor mismo.
El yugo roto
Sin embargo, es posible que muchos de nosotros hayamos echado de nosotros este santo vínculo con Cristo. Las palabras de Jeremías tal vez nos alcancen a nosotros hoy: “Porque desde muy atrás rompiste tu yugo y tus ataduras, y dijiste: No serviré” (Jer.2:20).
No sé cuándo ni cómo haya podido ser; tal vez fue aquella vez que decidiste separarte de tu hermano para no perdonarlo más; o tal vez cuando recriminaste a tu padre por su desamor. Tal vez fue cuando te separaste de tu esposa y adujiste mil argumentos para justificarlo; o cuando te alzaste con violencia contra aquel jefe difícil de soportar. O tal vez fue cuando te rebelaste contra las palabras del Señor que te fueron dichas por ese hermano, el más pequeño de la iglesia.
No sé cuándo ni cómo haya podido ser; pero en algún lugar de tu historia, de tu caminar con el Señor, el yugo quedó vacío en el lugar donde iba tu cerviz. Las coyundas fueron sueltas, tu cabeza recobró la libertad, y el yugo quedó tirado por ti. Pero debes de saber que el Señor todavía espera, porque sin ti Él no puede seguir avanzando contigo.
Dios no quiere ver a un discípulo de Cristo sin yugo, como no quiso ver su propio Hijo sin yugo. No te hace bien la libertad sin Cristo, o fuera de Él. Tú no sabes andar solo, no puedes usar bien la libertad con que Cristo te hizo libre. El Señor Jesús tiene para ti una senda llena de bendición, de fructificación, pero si Él no va contigo tú no llegarás a ninguna parte.
Sin estar enyugado con Cristo, tú no puedes servir a Dios.
Desde la juventud
“Bueno le es al hombre llevar el yugo desde su juventud” (Lam.3:27-28 a). La recriminación anterior de Jeremías encuentra en estas palabras su complemento. No sólo no hay que romper el yugo, sino que es conveniente llevarlo desde temprano. Le es bueno al hombre llevar el yugo desde su juventud.
Por supuesto que lo es. Es el yugo de Cristo, no lo olvidemos.
Cuando un buey joven es puesto bajo el yugo, normalmente es acompañado de uno más viejo, experimentado y fuerte. La inexperiencia del joven es suplida por la pericia del viejo. Sus errores no le costarán la vida, no se apartará al despeñadero, porque el buey viejo estará allí para impedirlo. Estar enyugado con Cristo es prenda de seguridad y de socorro permanente.
¿Y la libertad? La libertad es un asunto totalmente secundario. Por lo demás, la libertad de la que tanto alardea el hombre, no es verdadera libertad. No hay libertad sin Cristo.
Dios pone el yugo
“Que se siente solo y calle, porque es Dios quien se lo impuso” (Lam.3:28 a). Este versículo es la continuación del anterior. El yugo es impuesto por Dios; por tanto, el hombre debe sentarse solo y callar. Muchas veces el yugo trae dolor, porque la senda de Cristo es la senda de la cruz. Los mismos padecimientos que él sufrió nos esperan a la vuelta de cada esquina. (Sin duda, mucho más pequeños, pero dolorosos al fin). Entonces, la tentación de soltar las ataduras es muy grande, y a veces lo hemos hecho.
Sin embargo, el consejo de esta Palabra es sentarse solo y callar. La soledad nos hará considerar la fragilidad del hombre, y la insuficiencia de nuestros recursos para agradar a Dios; en tanto el guardar silencio delante de Dios será un acto de humillación que mostrará la aceptación del sufrimiento de la cruz, lo cual tal vez despierte Su misericordia, y mueva la mano de Dios para asistirnos.
Descanso para el alma
“…y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil y ligera mi carga” (Mat. 11:29-30).
El alma del hombre no halla paz en el tráfago de los deleites, en la multitud de afanes y ocupaciones; no la halla tampoco en la tan proclamada libertad humana. El alma del hombre halla reposo cuando está sujeta a Cristo y con Cristo en todas las cosas.
Desde luego hay dolores y más de alguna herida. Pero luego de varios dolores y heridas, el yugo se hace fácil y ligera la carga. En realidad, no es que el yugo se haya ablandado o aligerado; es que el corazón está más manso y humilde, por tanto, no sufre tanto el yugo ni la carga.
¿Cuánta carga puede llevar un hombre que está enyugado con Cristo? ¿Cuán pesado puede ser el yugo que soporta un hombre que va con Cristo? La respuesta no está en lo incómodo del yugo o en el peso de la carga, sino en el corazón de quien los lleva. Si el corazón es manso y humilde no hay límite para lo que es capaz de sufrir con Cristo.
No podemos imaginar el peso que llevó el Señor. No podemos imaginar lo ingrato de su yugo. Pero para él el yugo era fácil y la carga liviana, porque era manso y humilde de corazón.
Estar enyugados con Cristo no es una opresión ni tampoco es una esclavitud. Por supuesto, en un cierto sentido lo es; pero en el mejor sentido no lo es. En el mejor sentido, somos hechos participantes de la cruz de Cristo que se lleva cada día y que da perfecto reposo al corazón.
Precisamente por eso las palabras que anteceden a este pasaje son una invitación a los agobiados: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28).
Es precisamente para los agobiados la invitación a llevar el yugo de Cristo, porque con él halla descanso el alma.
La dulce comunión
Tener a Cristo en el otro extremo del yugo significa comunión permanente. No sólo le tendrás ocasionalmente, porque Él mismo ha aceptado ponerse muy cerca de ti para siempre.
Teniéndole cerca cada día podrás abrirle tu corazón, y él te hablará con su voz consoladora en cada momento.
A veces podrás decirle que estás cansado, que te ha dolido especialmente el yugo en esa jornada. Entonces Él te dirá que así mismo ocurrió con Él en los días de su carne, pero que eso pasó, y que lo tuyo pasará también en breve. Entretanto, pondrá bálsamo sobre tu cerviz y sus palabras traerán frescor a tu alma.
Cuando lo compruebes, te parecerá que nada es demasiado doloroso ni difícil si Él va contigo.
De pronto habrá una cuesta en el camino, pero antes de que tú tengas que esforzarte para subir, Él tirará de ti y te llevará casi en vilo. En otro momento, verás a tu lado un hondo precipicio que amenaza con arrastrarte; entonces verás cuán fuerte es el Señor a tu lado, cuán firme es su caminar y qué seguro es su yugo. Sabrás que mientras estés unido a él, ninguna amenaza podrá dañarte.
El fruto de estar enyugado
El carácter más dulce, la personalidad más equilibrada, el hombre más perfecto que ha pisado la tierra –el Señor Jesús– fue un Hombre enyugado. Y precisamente la dulzura, el equilibrio y la perfección suyas tienen mucho que ver con el yugo que llevaba.
Tal vez tú te has estado quejando, y te has cansado de caminar con Cristo así. Por favor, ten en cuenta esto: Si tú quieres ser como tu Maestro, no debes quejarte, porque la mayor parte del peso lo lleva Él.
Tal vez tú tiraste el yugo hace rato, y el Señor espera por ti. Si es así, debes retomar el lugar que has dejado vacante. Y cuanto antes lo hagas, mejor. Porque en esto, como en todas las cosas que tienen valor eterno, no hay tiempo que perder.
Mañana mirarás hacia atrás y verás la recompensa de esta decisión que haces hoy. Y entonces dirás:
— Gracias, Señor, por haberme concedido el honor de enyugarme contigo.