Me levantaré e iré a mi padre…».
– Lucas 15:18.
Cuán bendita es la visión que el Señor da de su palabra a través de su Cuerpo. No de un hombre en particular, que tiene una medida muy pequeña, sino del aceite que baja por todo el Cuerpo, desde la Cabeza (Sal. 133). El capítulo 15 de Lucas nos habla principalmente del gozo del Señor, de la fiesta en el cielo cuando un pecador se arrepiente, y de la alegría del Señor de que estemos en su presencia.
La parábola del hijo pródigo nos muestra, entre muchas otras perlas, dos que nos gustaría destacar hoy. La primera se refiere a nosotros, los pecadores, cuando nos alejamos del Padre. La segunda es la forma en que el Padre nos recibe cuando nos arrepentimos y volvemos a él.
Por el testimonio de los dos hermanos, el Espíritu nos revela por esta parábola dos formas en que nos alejamos del Padre. A ambos les fue repartida la herencia, lo que ya era algo inusual, porque solo el primogénito tenía derecho. Pero la parábola muestra que nuestro Padre no hace acepción de personas, no hace diferencia entre un hermano y otro hermano; todo lo que él da a uno, lo da al otro igualmente.
Todo lo que el Señor creó y dio al hombre es para que lo disfrutemos, pero no separados de él (1 Tim. 6:17). Todo cuanto el Señor creó para el hombre, los bienes, la comida, la bebida, el sexo, y todas las cosas, son para su gozo en la presencia de Dios. Los dos hijos mostraron, uno de una forma y el otro de otra, cuán triste y vil es el hombre cuando pretende gozar de las cosas que le fueron dadas por Dios, pero sin Dios mismo.
La segunda perla es la forma en que el Padre nos recibe cuando nos arrepentimos y volvemos a su presencia. El hijo pródigo recordó cuán bondadoso era su padre con sus jornaleros. Si el Señor es bueno aun con los ingratos y malos, ¡cuánto más con sus hijos! Su actitud compasiva nos enseña también a los que somos padres que, cuando el hijo volvió al padre, éste no lo reprendió ni le dio un sermón, sino hizo una gran fiesta. ¿Cuántas veces nosotros tratamos a nuestros hijos ásperamente, o los alejamos con nuestra rudeza, en lugar de atraerlos a nosotros? Entonces, ellos prefieren la compañía de los amigos.
¡Cómo nos enseña nuestro Padre en esta parábola! A él no le importa si alguien gasta o guarda como uno u otro hijo, sino el deseo de estar en su presencia, alegrándonos con él en todo. En ambos casos, era necesario un arrepentimiento.
Muchos, como el otro hijo, piensan que servir a Dios guardando sus mandamientos y vivir una vida religiosa es toda la voluntad del Padre, pero no es así. Él anhela que nos alegremos y nos regocijemos con él, y sus mandamientos no son gravosos.
Amados, ya sea que nos encontremos en uno o en otro caso, es necesario arrepentirnos y volvernos al Señor, que es lento para la ira y grande en misericordia, que perdona la iniquidad y la trasgresión (Num. 14:18). Sirvámosle con alegría y no gimiendo. ¿De qué vale todo lo que el Señor nos da, si no nos gozamos con él? Volvámonos a él, porque en su presencia hay plenitud de gozo (Sal. 16:11).
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