Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores…”.

– Lucas 24:7.

La Biblia refiere que cuando el rey David censó al pueblo, pecó gravemente contra Dios, por lo cual Dios se airó con él. David rápidamente se dio cuenta de lo que había hecho, y pidió perdón. Sin embargo, Dios envió al profeta Gad con un mensaje para David. Le dio a escoger entre tres formas de castigo. La primera, siete años de hambre, la segunda, huir de sus enemigos, y la tercera, una peste sobre el país por tres días.

David contestó: “En grande angustia estoy; caigamos ahora en mano de Jehová, porque sus misericordias son muchas, mas no caiga yo en manos de hombres”. David conocía a Dios, y eligió bien. Es preferible caer en las manos disciplinarias de Dios, que en las de los hombres. David pudo escoger, pese a que su pecado había desagradado mucho a Dios.

Sin embargo, hay otro caso en que un hombre no pudo escapar de aquello de que David escapó. Su nombre es Jesús. La voluntad de Dios había decretado: “Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado…”. David escapó de los hombres, pese a que había pecado. Sin embargo, Jesús no escapó de manos de hombres pecadores, pese a que no había pecado. ¡Qué distinta suerte!

Los romanos eran una clase especial de pecadores. Ellos eran un pueblo guerrero, conquistador. Ellos tenían muchos crueles recursos para doblegar a sus enemigos. Y tenían también una muy dolorosa forma de ajusticiar a los criminales. Una cruel y ejemplarizadora forma de hacerlo: la crucifixión.

Jesús fue entregado en manos de una clase muy especial de pecadores. Tal vez no haya habido otro pueblo más experimentado en dar muerte como el pueblo romano. Y Jesús cayó en manos de esa clase especial de pecadores. No fue librado de ellos. Él no tuvo la suerte de David; él no rehusó tomar nuestro lugar en la cruz, para salvarnos de una vez y para siempre.

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