Salmo 105:17-22
Al comienzo, el imberbe heredero,
sólo goza de cálidos besos;
sólo sabe de afables caricias
que en la casa paterna disfruta.
Es doméstico, amable y risueño,
no imagina otra vida más bella,
con frecuencia del padre recibe
las caricias de gracia envidiable.
Es el hijo dilecto que luce
vestiduras de regios colores.
Es «pequeño señor» en su casa;
es el centro de puros afectos.
Pero un día se acaban los goces,
y el mimado por todos, sucumbe:
ha llegado el primer infortunio
que le turba hasta el fondo del alma.
Es un hijo de Dios en desgracia,
y por mano de Dios él comprueba
circunstancias jamás concebidas:
menosprecio, dolor y flagelo;
soledad, abandono, presidio…
Reconoce la cruz y se humilla,
le parece mejor asumirla
que añorar, con su pena, el pasado.
Y aprendió del carácter de Cristo,
que en el duro pasar por el mundo,
es virtud en el aula divina
aprender a vivir sufrimiento.
Extranjero en Egipto es esclavo,
y a la cárcel fue a dar, acusado,
-¡el José que era dulce y sincero!-
por injusta calumnia infamado.
Ya no tiene parientes cercanos,
pero en él va creciendo la vida,
y el que ayer soñador inmaduro,
ahora Dios se revela a su tiempo.
Mas un día, vestido de lino,
con honores de agente ministro,
en el nombre del rey
que lo ha honrado,
sube al podium de los elegidos.
¿Qué pasó con el «chico» de antaño
que en la escuela de Dios se ha formado?
¡Ya maduro y probado Dios opta
promoverlo del foso a la gloria!