Cuando Dios dio dos hijos a Isaac y Rebeca –Esaú y Jacob– estaba ofreciendo al mundo la posibilidad de observar cómo dos hermanos se relacionarían, cómo ellos podrían amarse… u odiarse.

La historia de estos dos hermanos es muy particular, está llena de diferencias, engaños, recelos y reconciliaciones. Y la de sus descendientes… también. Cuando estos descendientes pasaron a ocupar un sitial de nación, Dios les dio un territorio a cada uno, ubicados muy cerca entre sí. En realidad, eran colindantes. Y entonces tuvieron una nueva ocasión de relacionarse y de restañar las viejas heridas.

Sin embargo, de nuevo esta historia se llena de desencuentros y odios. Edom (Esaú) se estableció primero que Israel (Jacob) en su territorio. Y cuando Israel venía peregrinando para ocupar el suyo propio, pidió permiso a su hermano para pasar por su tierra, pero Edom se negó. Primer desencuentro.

Más tarde, en esa larga y accidentada historia, Edom hace gala de especial saña contra Israel, derramando sangre inocente (Jl. 3:19). El profeta Amós, en días del rey Uzías, le acusa gravemente al decir: «Persiguió a espada a su hermano, y violó todo afecto natural; y en su furor le ha robado siempre, y perpetuamente ha guardado rencor» (1:11).

Más tarde el profeta Jeremías acusa a Edom de arrogancia y soberbia. El hecho de habitar en lugares altos le había hecho enaltecer su corazón como las águilas (Jer. 49:16). Cuando Israel cae en manos de Nabucodonosor, Edom se alegra. El mismo Jeremías lo advierte en su libro de Lamentaciones (4:21); Y no solo eso, pues aprovechó la oportunidad para tomar venganza de antiguos agravios (Ez. 25:12).

El reclamo más sentido, sin embargo, lo hace el profeta Abdías. Pero no es solo el profeta el que habla: es Dios mismo. Edom ha fracasado una y otra vez en su afecto fraternal, y ahora Dios le pasa la cuenta. Escarnio, jactancia, robo, y crueldad exhibió malignamente Edom contra su hermano Israel.

Notemos la queja de Dios, y la reiteración lastimera de la frase que hemos destacado. «No debiste tú haber estado mirando en el día de tu hermano, en el día de su infortunio; no debiste haberte alegrado de los hijos de Judá en el día en que se perdieron, ni debiste haberte jactado en el día de la angustia. No debiste haber entrado por la puerta de mi pueblo en el día de su quebrantamiento; no, no debiste haber mirado su mal en el día de su quebranto, ni haber echado mano a sus bienes en el día de su calamidad. Tampoco debiste haberte parado en las encrucijadas para matar a los que de ellos escapasen; ni debiste haber entregado a los que quedaban en el día de la angustia» (vv. 12-14).

La sentencia es lapidaria, como grave la falta: «Como tú hiciste se hará contigo; tu recompensa volverá sobre tu cabeza»(v. 15). El castigo a Edom es la sentencia de Dios sobre la falta de amor fraternal, en todo tiempo, también –y sobre todo– en el nuestro, más acá de la cruz. No solo el robo y la crueldad, sino aun el enojo contra el hermano (Mat. 5:22) es razón suficiente para que Dios nos ponga en el mismo triste lugar de Edom.

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