Los nombres de Cristo.
En su evangelio, sus epístolas y el libro de Apocalipsis, Juan llama a Jesús «el Verbo». Por una parte, la descripción es atractiva y sencilla, y al mismo tiempo nos sugiere algo muy profundo. ¿Quién puede describir adecuadamente semejante título? El Verbo –la Palabra de Dios– es tan propio de Dios mismo que nos es fácil concordar que antes del principio del tiempo ambos estaban juntos y eran uno (Juan 1:1).
Evidentemente, el universo natural es tan complejo y maravilloso que nuestras mentes no alcanzan a comprenderlo. Nunca podríamos visualizar las circunstancias de su comienzo. Los científicos pueden hacer todo lo posible por descubrir o rastrear su desarrollo, pero ningún mortal esperará entender el misterio de su génesis más allá del hecho de que «Dios dijo…».
En esto, los cristianos tenemos una ventaja: conocemos el destino final de la creación – ser llena de la plenitud de Cristo. También sabemos que este destino cósmico fue planeado y determinado en una edad descrita como «antes de la fundación del mundo». Para el creyente, es la sabiduría, así como el poder y el amor, lo que dio inicio a nuestra emocionante historia.
El rey culto, Salomón, describe en bellas palabras que fue la Sabiduría quien trajo a la existencia la vida y el ambiente humano (Prov. 8:22-31). En el Nuevo Testamento hay una descripción de la fe en acción que afirma que es propio de tal fe aceptar que la Palabra, el Verbo de Dios, produjo el mundo visible (Heb. 11:3). Aquéllos que no tienen ni la fe, ni al Salvador, pueden especular cuanto quieran, pero los que confían en Cristo para perdón y paz con Dios no tienen opción sino creer que él es la explicación responsable del universo material (Col. 1:14-16).
La Sabiduría de Dios y el Verbo de Dios son, por consiguiente, sinónimos con el Hijo de Dios. Nosotros creemos que Jesús es la última expresión de Dios (Ap. 19:13). Nuestro destino eterno depende de la irrevocabilidad de Cristo. Igualmente debemos creer que Él es también la primera expresión de Dios, el Verbo de vida (1 Jn. 1:1), y nuestra confianza es confirmada por su propia declaración de ser el Alfa y la Omega –de la A a la Z– en el alfabeto divino (Ap. 22:14).
Se deduce entonces, que si este Verbo de vida hizo real la creación, Él –y sólo Él–, puede hacer una obra de re-creación que confirma los dichos de Santiago y Pedro de que los cristianos nacen de nuevo por la Palabra –el Verbo– de Dios (Stgo. 1:18 y 1 Ped. 1:23).
Las palabras exactas del mensaje del evangelio, compuestas de tantas letras como hay en el abecedario de todo idioma, pueden instruir o pueden molestar, pero ellas nunca pueden regenerar. Pero cuando, a través de los sonidos y ideas de su idioma, el Espíritu de Dios habla para salvar a un hombre, hay un paralelo espiritual con Génesis 1 y 2, y el Verbo de Dios trae a la existencia un nuevo mundo y una nueva vida. Así, «el Verbo» representa al Creador en toda la plenitud de su amoroso poder y sabiduría.
La consumación de la obra de la creación fue el sábado. La Palabra de Dios es muy eficaz para verificar si el hombre regenerado está perdiéndose esta bendición suprema (Heb. 4:12). El creyente sensible conocerá algo de lo que se describe en este versículo. Cuando Jesús estuvo en tierra, él miraba a los hombres, y conocía lo que había en sus corazones. Había un escrutinio del alma, hecho por el Verbo de vida. Esto es precisamente lo que ocurre a un hombre renacido que expone su ser interior a la Palabra de Dios. Vive, penetra, discierne los pensamientos ocultos y los motivos secretos. Así también, para nosotros, el Verbo de Dios no es algo inanimado sino la Persona «a quien tenemos que dar cuenta» (Heb. 4:13).
Aquéllos que no se apartaron de Jesús comprobaron que él tenía palabras de salud y vida. Así, hoy, el Verbo, la Palabra viva y activa de Dios no sólo nos escruta, sino que –si se lo permitimos– nos conduce a la realidad del reposo de Dios. Y cuando culmine este siglo, cuando la batalla haya cesado y el Cordero reúna a sus santos dichosos en torno a él en la cena de bodas, éste será uno de sus títulos de honor. «Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS» (Ap. 19:13).
De «Toward the Mark», Vol. 2, N° 4, Julio – Agosto 1973.