Ante el fracaso de la Iglesia, surge el remanente como depositario del testimonio de Dios.
El testimonio de Dios es la expresión fiel de su persona, carácter y voluntad aquí en la tierra. Aquello con lo cual él puede identificarse perfectamente, sin posibilidad de distorsión o deformación alguna. En el Antiguo Testamento dicho testimonio estaba asociado con tres elementos principales: la tablas de la ley, el arca del pacto y el tabernáculo. Todos ellos, de acuerdo con la naturaleza simbólica del antiguo pacto, eran elementos de carácter eminentemente físico y prefiguraban las realidades espirituales y eternas del nuevo pacto.
Los elementos del testimonio
Las tablas de la ley constituían el primer elemento de dicho testimonio. En ellas Dios escribió sus mandamientos para Israel. Mandamientos que expresaban fielmente su naturaleza y voluntad divinas. De este modo, si un israelita deseaba conocer a Dios, debía acudir a las tablas de la ley para encontrar el testimonio de Dios acerca de sí mismo.
El segundo elemento era el arca del pacto. El diseño completo de ella fue entregado a Moisés por Dios: una caja de madera de acacia, revestida de oro por dentro y por fuera, cuya tapa era también una cubierta de madera bañada en oro, sobre la cual se encontraban dos querubines de oro puro, que se miraban de frente y cuyas alas se tocaban en el extremo superior. Dicha cubierta fue llamada el propiciatorio, sobre ella se efectuaba la expiación y desde allí hablaba Dios con Moisés. Además, en el interior del arca se guardaron las tablas del testimonio. Así, el arca fue llamada también “el arca del testimonio”, pues sobre ella reposaba la presencia del Dios de Israel, “que mora entre los querubines”. Por tanto, Dios se identificaba a sí mismo con las tablas de la ley y con el arca del pacto que las contenía.
Finalmente, Dios mandó erigir un tabernáculo en cuyo interior fue depositada el arca del testimonio. Ahora bien, cada uno de los detalles del tabernáculo, sus medidas, materiales, adornos y utensilios fue diseñado por Dios y revelado a Moisés en el monte Sinaí, con la solemne advertencia: “Mira que hagas todas las cosas conforme al modelo que te fue mostrado en el monte”. Nada fue dejado a la iniciativa o improvisación humanas. Y, puesto que el arca del testimonio estaba allí, fue llamado también el “tabernáculo o tienda del testimonio”. Dios habitó en él, en medio del pueblo de Israel. Tablas, arca y tabernáculo constituían una sola unidad que representaba el testimonio de Dios sobre la tierra. Por tanto, cualquier hombre que deseaba hallar a Dios, debía dirigirse hacia aquella unidad testimonial.
Ahora bien, todo lo anterior era tan sólo una figura del misterio de Cristo y la Iglesia. Las tablas de la ley y el arca del pacto representaban a Cristo, mientras que el tabernáculo era una figura de la iglesia, el verdadero templo de Dios. Cristo es el verdadero testimonio de Dios, pues en él Dios se ha expresado a sí mismo de manera plena, perfecta y definitiva. Quien ve a Jesucristo ve a Dios. Sin embargo, al igual que en el antiguo pacto, Dios ha establecido que su Hijo sólo puede ser hallado en el interior de su tabernáculo, que es ahora la iglesia. Pues Cristo habita en el corazón de todos los hijos de Dios. Ellos llevan el testimonio dentro de sí mismos (1Jn.5:10), al igual que el tabernáculo de Israel en el desierto llevaba dentro de sí el arca del pacto.
Las condiciones para el testimonio
Sin embargo, existe una profunda e importante lección espiritual en la figura del arca y el tabernáculo, y la relación que existía entre ambos. En estricto rigor, el testimonio de Dios se encontraba ligado incondicionalmente al arca y a las tablas. Por ello, fueron llamadas simplemente “el testimonio”. El tabernáculo, en tanto, representaba el testimonio de Dios de una manera condicional y derivativa, verdad simbolizada en la persistente advertencia divina con respecto a la obra de su edificación: “Mira que hagas todas las cosas conforme al modelo que te fue mostrado en el monte”. En todo ello había una enseñanza fundamental. Pues el tabernáculo o santuario fue destruido y recontruido a lo menos cuatro veces durante la historia de Israel. Y esto fue así debido a que la fidelidad de Dios hacia su santuario dependía de la fidelidad del pueblo hacia Dios, su palabra y su pacto, simbolizados en el arca y las tablas.
De hecho, cuando Israel entró en posesión de la tierra prometida, el tabernáculo fue erigido en una ciudad llamada Silo. Pero, más tarde, debido a la desobediencia de Israel, fue abandonado por Dios: “Pero ellos tentaron y enojaron al Dios Altísimo, y no guardaron sus testimonios… Lo oyó Dios y se enojó y en gran manera aborreció a Israel. Dejó, por tanto, el tabernáculo de Silo, la tienda que habitó entre los hombres” (Sal.78:56-60). Silo fue puesto a un lado y el arca fue llevada a Jerusalén: “Andad ahora a mi lugar en Silo, donde hice morar mi nombre al principio, y ved lo que hice por la maldad de mi pueblo Israel” (Jer.7:12). De este modo, en la historia de Israel hallamos que la relación de Dios con el tabernáculo (que luego sería reemplazado por el templo) tuvo siempre un carácter condicional.
Por otra parte, Dios se encontraba identificado incondicionalmente con el arca del testimonio (que contenía, a su vez, las tablas), y esto se puede ver claramente en el incidente con los filisteos, relatado en el libro de Samuel. Debido a la apostasía, los israelitas fueron derrotados y el arca del pacto tomada cautiva por los filisteos. No obstante, aunque Dios no defendió a los israelitas, con todo, sí prestó su defensa al arca, derribando al ídolo de Dagón y llenando a los filisteos de tumores (1Sm.4-5). Pues él se se identificaba a sí mismo con el arca y quien tocaba su testimonio, lo tocaba a él, cualquiera que fuese el estado espiritual de la nación (vgr. el ejemplo de Uza, en 2Sm. 6:6-7). Por ello, a diferencia del santuario, hubo tan sólo un arca del pacto en la historia de Israel.
Encontramos aquí, como se ha dicho, una profunda lección espiritual sobre la relación entre Cristo y la Iglesia. El testimonio de Dios se encuentra eterna e incondicionalmente unido a su Hijo, Jesucristo, quien es la perfecta expresión de su persona, carácter, palabra y voluntad. O, en palabras de Hebreos: “el resplandor de su gloria y la imagen misma de su sustancia”. Él es el eterno e inconmovible testimonio de Dios. La iglesia, en tanto, está llamada a convertirse en el testimonio de Dios sobre la tierra, pero a condición de mantenerse fiel al modelo celestial, esto es, a Jesucristo.
Dios requiere un testimonio propio en la tierra para expresarse a sí mismo y llevar a cabo sus propósitos. Y dicho testimonio se encuentra allí donde descansa el arca de su testimonio, vale decir en su tabernáculo, templo o santuario de reunión. Y este santuario, que en el antiguo pacto era un lugar físico y material, es el único lugar donde su testimonio puede ser hallado. Mas, este no es un asunto opcional, pues Dios mismo diseñó y estableció el santuario que habría de contener su testimonio.
Sin embargo, los antiguos israelitas cometieron una gran equivocación al respecto. Ellos llegaron a pensar que la sola presencia física del templo era una garantía suficiente del repaldo y la presencia de Dios en medio de ellos. Pues el templo contenía el arca del testimonio y las tablas de la ley. Y a ellos les parecía que la relación entre ambos era incondicional. Pero Dios, por medio de sus profetas se encargó persistentemente de advertirles acerca de su error. Pues, si ellos no se conformaban de corazón a su pacto, el templo no les valdría de nada y Dios retiraría de él su testimonio: “Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: Mejorad vuestros caminos y vuestras obras, y os haré morar en este lugar. No fiéis en palabras de mentira, diciendo: Templo de Jehová, templo de Jehová es éste… Haré también a esta casa sobre la cual es invocado mi nombre y en la que vosotros confiáis… como hice a Silo” (Jer.7:3-4,14). Y así en verdad ocurrió. El rey Nabucodonosor vino y arrasó el templo por completo, pues Dios ya se había apartado de en medio de ellos.
A partir de ese momento, no hubo ya un lugar sobre la tierra donde Dios pudiera ser hallado ni con el cual pudiera ser identificado. El arca desapareció y la Escritura guarda un completo silencio acerca de su paradero, pues el testimonio de Dios había sido retirado de la tierra. Mientras el templo estuviese en ruinas, el arca no tenía un lugar donde reposar.
El tabernáculo, como figura de la iglesia, nos muestra que la condición esencial para que ella pueda ser la expresión de Dios sobre la tierra es su fidelidad y conformidad permanente “al modelo que ha sido mostrado en el monte”. Dios se ha propuesto revelar la plenitud de su gloria y voluntad por medio de la iglesia, pero para ello los santos deben primero conformarse al modelo celestial. Y dicho modelo se encuentra prefigurado en el arca del testimonio, que nos habla de la absoluta centralidad y supremacía de Cristo y sus palabras entre los creyentes.
Este es, en verdad, el asunto esencial para la iglesia. En ella no hay lugar para nada que proceda de la inventiva, creatividad o habilidad meramente humanas. Y tampoco hay lugar para el gobierno, la dirección y las estrategias del hombre. No importa cuán buenas, útiles y eficientes nos puedan parecer. La iglesia es el lugar donde sólo la voz del Espíritu debe ser oída y obedecida. Todo esto lo encontramos, una vez más, en la figura del tabernáculo, pues se nos dice que una vez erigido: “…Una nube cubrió el tabernáculo de reunión, y la gloria de Jehová llenó el tabernáculo. Y cuando la nube se alzaba del tabernáculo, los hijos de Israel se movían en todas sus jornadas; pero si la nube no se alzaba, no se movían hasta el día en que ella se alzaba. Porque la nube de Jehová estaba de día sobre el tabernáculo, y el fuego estaba de noche sobre él, a vista de toda la casa de Israel, en todas sus jornadas” (Ex.40:34-38). Por esa razón, el apóstol Pablo nos enseña que la iglesia es edificada conjuntamente para morada de Dios en el Espíritu.
Esto explica el fracaso de la cristiandad en manifestar al mundo el testimonio de Dios. Pue él no se identifica con nada que sea menos que Cristo. Ni siquiera con “la iglesia” si ésta se aparta de su fidelidad a él. No importa cuánto afirmemos nuestra identidad de “iglesia de Cristo” y nos apoyemos en nuestra historia, enseñanza y conocimientos. Si nuestra experiencia presente no se encuentra arraigada total y absolutamente en Cristo, bajo la dirección exclusiva de su Espíritu, entonces nos encontramos en peligro de perder su testimonio y acabar en la ruina espiritual. Por cierto, podremos seguir adelante con nuestras formas y actividades exteriores (tal como el tabernáculo de Silo), creyendo que aún somos parte del testimonio de Dios, pero todo resultará vano, estéril y vacío.
El testimonio a través de la historia
La relación entre Cristo y la iglesia es íntima y vital. En verdad, como realidad celestial, ella se encuentra totalmente escondida y guardada en Cristo, más allá de toda la ruina y el fracaso. Pero en cuanto a la expresión y manifestación histórica y visible del misterio de Dios, su testimonio ha estado en ruinas la mayor parte de la presente edad. Quizá durante los primeros 150 a 200 años de su historia hubo sobre la tierra iglesias que expresaban fielmente el testimonio de Dios, pero luego, con el advenimiento de Constantino dicho testimonio quedó en ruinas debido a la mezcla de la cristiandad con toda suerte de elementos de naturaleza puramente humana y mundana. Desapareció la sencilla, familiar y cristocéntrica iglesia local, que tenía a Cristo por única cabeza, para dar paso a una compleja, organizada y jerárquica iglesia mundial, controlada por una poderosa y especializada institución clerical.
Sin embargo, las semillas de toda esa deformación comenzaron a sembrarse tempranamente, a fines del siglo primero, cuando las iglesias comenzaron a alejarse de Cristo y su absoluta centralidad y preeminencia. A partir de entonces, el testimonio de Dios fue quedando restringido a un grupo cada vez más pequeño de hombres y mujeres fieles, que procuraron guardar las palabras de Dios y el testimonio de Jesucristo a través de una indecible oposición, adversidad y sufrimiento, aun durante la épocas más oscuras de la historia cristiana. Y a través de ellos, y debido a su constancia y fidelidad, la antorcha nunca se apagó del todo y sobrevivió a menudo ignorada, despreciada y aún perseguida por el resto de la cristiandad institucionalizada.
El remanente del testimonio
Dios siempre se ha reservado un remanente escogido por gracia, para mantener en alto su testimonio, y llevar adelante su propósito eterno sobre la tierra. Así ocurrió a lo largo de toda la historia de Israel y así ha ocurrido también durante la historia de la cristiandad hasta nuestros días. Dicho remanente no está en absoluto constituido por alguna clase especial y selecta de cristianos, sino simplemente por creyentes normales de acuerdo con los patrones del Nuevo Testamento, en tiempos de crónica anormalidad. Ellos simplemente hacen suyo el testimonio y la tarea que otros han abandonado, y buscan vivir de acuerdo con la norma revelada en el Nuevo Testamento para la iglesia, es decir, conforme al modelo celestial.
Pero también, para dicho remanente existen sombríos y formidables peligros, pues la furia del príncipe de este siglo hace de ellos su blanco principal (Ap.12:17). Por todas partes intentará seducirlos, tentarlos y oprimirlos para apartarlos de su testimonio y sincera fidelidad a Cristo. Una y otra vez serán tentados hacia el exclusivismo, el sectarismo y el orgullo espiritual de sentirse superiores y distintos al resto de sus hermanos. Una y otra vez intentará infundirles una secreta autocomplacencia consigo mismos y sus logros espirituales. Y si tiene éxito, muy pronto comenzarán a desligarse de Cristo para centrarse cada vez más en sí mismos, su historia, su mayor comprensión de las verdades espirituales, sus enseñanzas especiales y distintas, sus grandes líderes y sus éxitos del pasado. Entonces el candelero también se apagará para ellos, pues separada de Cristo, “la iglesia” no es nada más que una institución humana, vacía de la vida divina. No importa cuán bíblica parezca en sus enseñanzas y formas exteriores. He aquí la lección que aprendemos mirando la historia del tabernáculo y el templo.
Esta ha sido en verdad la trágica historia de todos aquellos que en el pasado han sido levantados por Dios para mantener en alto la antorcha del testimonio. Y es, por tanto, el desafío en la época presente para todos aquellos que desean volver de todo corazón al testimonio de Dios y reedificar su iglesia “conforme al modelo que fue mostrado en el monte”. Dicho modelo es Cristo; esto es, su persona gloriosa, en toda su centralidad y supremacía.
No podemos, ni debemos, ignorar jamás este hecho. Pues nuestra salvagurda y victoria sobre Satanás se encuentra en mantenernos unidos vitalmente a él, dependiendo de él y siendo enfrentados una y otra vez por el Espíritu con él, para descubrir nuestra medida de conformidad o disconformidad con su persona. Pues la iglesia no es otra cosa que él mismo expresado corporativamente en la tierra. Todo lo que sea menos que Cristo no es parte de la iglesia que él está edificando hasta el fin de los tiempos. Y en nuestra capacidad para comprender u olvidar este hecho decisivo se encuentra la medida de nuestro éxito o fracaso en mantener vivo el testimonio de Dios sobre la tierra.