Cierta vez trajeron al Señor a un sordo y tartamudo. Entonces, el Señor hizo algo inusual: le sacó aparte e hizo una extraña ceremonia: metió los dedos en las orejas del hombre, y luego de escupir, tocó su lengua. Luego oró con un gemido, y dio la orden de sanidad (Mar. 7:32-35).

Este hombre nos representa a todos nosotros en nuestra condición respecto de Dios. El hombre es sordo, no puede oír a Dios; es tartamudo, no puede hablar claramente con Dios. Todo lo que atina a decir son algunas ideas hipotéticas, algunas presuposiciones.

El hombre puede oír muchas voces. Puede decir hermosos discursos, pero ni en unas ni en otros está presente Dios. Jesús vino para esto: para sanar nuestros oídos y poder oír a Dios; para tocar nuestra lengua y poder hablar a Dios. Nuestra impotencia era absoluta; nuestros intentos, vanos; todo era palabrería inútil.

Ahora, en Cristo, por el milagro del nuevo nacimiento, hemos oído a Dios, y hemos sido capacitados para hablar con él. Pero todavía hay una segunda acción de Dios que tiene que operar en nosotros, para que podamos oír lo que él tiene que decir a otros, y para que podamos hablar lo que Dios tiene que decir a otros.

El primer milagro nos capacita para estar delante de Dios, para oírle y para hablarle. Es un milagro que ocurrió una sola vez, y que bendijo nuestra propia vida. Este segundo milagro ocurre permanentemente, y consiste en que Dios despierta nuestro oído cada mañana para oír como los sabios, y luego nos permite hablar como los sabios para hablar palabras al cansado (Isaías 50:4).

Aquí el objetivo que persigue la acción de Dios es bendecir, a través de nosotros, al hombre y a la mujer agobiados. Luego que hemos recibido de Dios la Palabra, podemos ponerla delante de los demás, para que ellos también sean sanados.

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