Laodicea, como Efraín en días del profeta Oseas, presentan similares características.
Laodicea es la iglesia que recibe la última de las cartas del Señor en Apocalipsis. Estas cartas, en su conjunto, suelen ser interpretadas, al menos, de dos maneras: como representativas de sendos períodos de la historia de la iglesia, y también como mensajes a cualquier iglesia (y aun a creyentes individuales) en un determinado momento de su propia historia.
El primer criterio tiene la siguiente variante: que las últimas cuatro iglesias coexisten en este tiempo, y que permanecerán en pie hasta la venida del Señor Jesús. Creemos que ambos criterios de interpretación son válidos y útiles. La Palabra de Dios tiene una aplicación múltiple, según el Espíritu la quiera usar.
Reconociendo, entonces, que es válido el criterio histórico, en esta oportunidad veremos de qué manera el mensaje a Laodicea revela el estado, tanto del creyente individual, como de muchas iglesias.
Si nosotros achacásemos el síndrome de Laodicea a personas o asambleas diferentes a las nuestras, caemos en el mismo síndrome, porque estaremos pensando que otros son Laodicea, que otros son ciegos y pobres, y desventurados, etc., y que nosotros no lo somos. Justamente en eso consiste el mal de Laodicea. De manera que lo más sano para el creyente y para las asambleas locales es confrontar a la luz de Dios su propia condición, para huir de tan perniciosos síntomas.
El síndrome de Laodicea
La condición tan triste de Laodicea presenta una sintomatología muy variada, que constituye todo un síndrome. ¿Cuáles son algunos de sus principales rasgos?
Laodicea presenta una disociación entre lo que ella piensa de sí misma y lo que Dios piensa de ella. Entre lo que cree que es, y lo que verdaderamente es. El ángel de Laodicea dice: «Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad». En cambio, el Señor le dice: «Tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo». ¡Qué contraste! Lo que Laodicea piensa de sí misma le hace andar tibiamente, y la tibieza es insoportable para el Señor.
La causa de la confusión de Laodicea es su ceguera. En efecto, tal vez ese sea su mayor problema. La ceguera impide que el hombre vea. Y si no ve, presume lo que no es. Este desconocimiento de su real condición es algo dramático, y muchas veces trágico.
El presumir que somos ricos cuando en realidad somos pobres; el presumir que somos bienaventurados cuando en realidad somos desventurados; el presumirnos como iluminados cuando en realidad somos tenebrosos; el presumirnos como ataviados cuando en realidad estamos desnudos, constituye la mayor de las desgracias de un creyente y de una iglesia.
La ceguera de Efraín
Los rasgos de Laodicea no son nuevos en la Escritura: En tiempos del profeta Oseas, Efraín, es decir, el reino del Norte, Israel, los mostraba. Israel en tiempos de Oseas era Laodicea de los tiempos novotestamentarios. Oseas dice de Efraín: «Devoraron extraños su fuerza, y él no lo supo; y aun canas le han cubierto, y él no lo supo» (7:9). Hay algo que Efraín no sabe. Efraín presume de muchas cosas, pero no conoce su real condición. El piensa que tiene fuerza, pero extraños lo han devorado; piensa que es joven, pero ya le han salido canas.
¿Cuánto hace que no se detiene a mirar al Señor? Sólo en la luz de Él vemos la luz. Los que dejan de mirarle en la hermosura de su santidad, y con un espíritu contrito, no conocerán su real estado. Como Sansón, que no sabía que ya Dios se había apartado de él y presumía ante los filisteos, para su mal (Jue. 16:20), así también Efraín no sabe que, por haber roto el voto de su nazareato, ahora es un hombre común, que no tiene fuerzas.
Las canas son señal de vejez, de debilitamiento ¿Cómo no darse cuenta de que han comenzado a salir? Es que está como enamorado de sí mismo, y vive en la esfera de su estrecho círculo personal. No se ve a sí mismo de otra manera que como se quiere ver. Es que Efraín hace mucho que no se mira al espejo. Ha olvidado al Señor y su palabra. Como aquél hombre natural que, luego de mirarse al espejo inadvertidamente «olvida cómo era», él tampoco «mira atentamente en la perfecta ley» (Stgo. 1:23-25). El no percibe su real estado.
Cuando G. Campbell Morgan comenta el pasaje de Oseas 7:9b («y aun canas le han cubierto y él no lo supo»), en su libro «El corazón de Dios», habla acerca de la ‘decadencia inconsciente’, que explica así: «Con frecuencia no sabemos descubrir por nosotros mismos las señales de decadencia que están patentes a los ojos de los demás, y seguimos en nuestro camino, inconscientes víctimas de una fuerza que se disipa y que llega a estar moral y espiritualmente debilitada, sin saberlo. Estamos ciegos ante las señales que a los ojos de quienes nos miran son evidentes y bien visibles. No hay condición más peligrosa para nuestro bienestar espiritual, que este tipo de decadencia inconsciente».
Luego cita la desdichada condición del pueblo de Israel tal como se advierte en Malaquías, que a cada argumento de Dios, responde: «¿En qué?». A ellos les han salido canas en la cabeza, y no se han dado cuenta. No son conscientes del deterioro moral, de la lasitud en los niveles de santidad, de la pérdida de los estándares normales de un hijo de Dios.
Las riquezas
Efraín presenta otro extraordinario parecido con Laodicea. Citamos de nuevo a Oseas: «Efraín dijo: Ciertamente he enriquecido, he hallado riquezas para mí; nadie hallará iniquidad en mí, ni pecado en todos mis trabajos» (Oseas 12:8) Aquí se habla de dos asuntos: de las riquezas, y de la justicia propia.
Efraín dice «he enriquecido, he hallado riquezas para mí», en tanto Laodicea dice: «Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad». Ambos hablan en primera persona, de modo que se ha de entender que las riquezas son producto de su inteligencia o artificio. Efraín dice «he hallado», lo cual nos sugiere gratuidad en el logro. Laodicea dice: «me he enriquecido», y nosotros sabemos por las palabras del Señor a continuación que esas riquezas son producto de su esfuerzo.
Por eso el Señor le dice: «Yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego para que seas rico». Las riquezas que valen son: a) de Cristo, y b) se compran por su precio.
¿Hay algún cristiano que se considera rico, y que tal riqueza proceda de sí mismo? Si es así, ¿qué precio tuvo que pagar por ella? ¿Cuánto tuvo que invertir para conseguirla? ¿Dónde la consiguió? ¿Cuánto le costó? Las verdaderas riquezas consisten en oro, pero no cualquier oro, sino el oro refinado en fuego. De donde se deduce claramente que está de por medio la aflicción y el sufrimiento. Está la paciencia en medio de la tribulación.
La justicia propia
Efraín dice: «Nadie hallará iniquidad en mí, ni pecado en todos mis trabajos». A Laodicea se le dice: «Tú eres un desventurado, miserable … ciego y desnudo». Efraín y también Laodicea han asumido una postura de justicia propia, muy contraria a la realidad. Opinan muy bien de sí mismos, pero Dios ve algo muy diferente. ¡Qué tremenda desgracia es para un hijo de Dios pensar bien de sí mismo cuando el Señor está reprobando su actitud y conducta!
La justicia propia no necesariamente es una postura deliberada y consciente. Bien puede haberse introducido furtivamente en el corazón del creyente. En sus comienzos fue pobre, y se sabía pobre. Se humilló delante de Dios y Dios le tuvo lástima y oyó su clamor, y le concedió riquezas. Luego, se vio engalanado con ricos dones, recibió las alabanzas de todos, y, en su necedad, llegó a pensar que tales dones le habían sido otorgados porque era una clase especial de persona. Y así va surgiendo la justicia propia. Así, una justicia imputada, viene a transformarse en una justicia propia.
Este es el tercer rasgo de Laodicea que nos presenta Efraín. No es nuevo el síndrome, ni está circunscrito a un sector determinado de la cristiandad. Ronda constantemente alrededor de todo hijo de Dios, para inducirle a pensar bien de sí y mal de otros.
Que el Señor nos libre de tan venenosa actitud y presunción. Que, por la gracia de Dios, seamos hallados libres de tal enfermedad.