Los nombres de Cristo
Todos los grandes hombres del Antiguo Testamento se sentían orgullosos de ser llamados siervos de Dios. Ninguno de ellos, sin embargo, se ajustó plenamente al carácter del sufrido Siervo de Jehová tan vivamente descrito por Isaías. Este rol profético perteneció exclusivamente al Señor Jesús. Sólo él cumplió a la perfección ese servicio para el cual Israel fue llamado y que el Israel espiritual dentro de la nación realizó en parte. Conforme a las profecías, el gran servicio de Cristo alcanzó su cima cuando dio su vida en la cruz (Isaías 53:11).
Después de la resurrección, los apóstoles llenos del Espíritu definieron a Jesucristo como el Siervo de Dios (1) (Hechos 3:26) y también como su ‘santo siervo’ (2) (Hechos 4:27), empleando la misma sencilla palabra que proporcionó el griego del título de Isaías (Mateo 12:18). Con palabras más domésticas ellos empezaron después a llamarse siervos de Dios, también, pero sólo lo hicieron cuando buscaron humildemente seguir los pasos del gran Siervo (3) (1 Pedro 2:21).
El punto clave de esto es que el Señor Jesús no sólo ostentó el título, sino que siempre fue movido por el espíritu del siervo, como lo demostró su conducta entre sus discípulos (Lucas 22:26). Él sirvió porque él lo quiso así, no motivado por un impulso o perspectiva de premio; de hecho, Juan tiene cuidado en señalar que incluso mientras se inclinaba para lavar los pies de sus discípulos estaba consciente de que la posición más alta en el universo le pertenecía (Juan 13:3).
Vemos que él frecuentemente dio ayuda práctica a otros, pero su acción con la toalla ceñida sería especialmente notada. ¿Por qué lo hizo? En parte, sin duda, para avergonzar la débil y falsa dignidad de ellos, pero más bien para darles a ellos –y a nosotros– un ejemplo de la verdadera dignidad del servicio (Juan 13:17). Aún más, sin embargo, él expresó espontáneamente su verdadera naturaleza cuando, en un pasaje sorprendentemente inesperado, prometió que en su segunda venida se ceñiría de nuevo, esta vez para atender a sus siervos fieles (Lucas 12:37). Un rasgo llamativo de una de sus apariciones después de la resurrección fue que él mismo preparó y sirvió un desayuno a siete de sus apóstoles hambrientos y cansados (Juan 21:13).
La más alta expresión del hacer humano es el servicio humilde a otros. Llama la atención que una frase común en la vida moderna es el ‘autoservicio’. Desde que Satanás se negó arrogantemente a ser un siervo y aspiró a ser un señor, los hombres se han causado problemas a sí mismos y miseria a otros imaginando que hay algo innoble en la idea de ser un siervo. De este modo, el orgullo ha corrompido a nuestra sociedad. No habría habido esperanza en absoluto para la raza humana si Dios no hubiese empezado nuevamente con el Hijo del Hombre, que vino no a ser servido, sino a ser un siervo (Mateo 20:28).
El perfecto amor en sublime humildad ha fundado un nuevo reino en el cual la dignidad más alta es dada al Siervo. La tierra está llena de aspirantes a jefes –de ahí su infelicidad. El cielo otorga la centralidad y supremacía al único que con gozo consintió en ser el Siervo, y por consiguiente esta es la esfera de la verdadera dicha. De hecho, bien puede ser que cuando nos congreguemos en la gloria de la resurrección, descubramos que entre los muchos gloriosos títulos dados a Cristo, el más noble de todos ellos sea El Siervo del Señor.
1 En el original en inglés, se usa la New International Edition, que en su versión española dice: «Cuando Dios resucitó a su siervo, lo envió primero a ustedes…» (Hch. 3:26, NVI).
2 Id. «…se reunieron Herodes y Poncio Pilato… contra tu santo siervo Jesús…» (Hch. 4:27, NVI).
3 Id. La NVI, como también la RV1960, en un versículo anterior –1ª Pedro 2:18– habla de «Criados».
De «Toward the Mark», 1972.