La real inspiración de Cristo en el servicio de todos los creyentes.
Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos … entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo”.
– 1 Ped. 1:10-11; 2 Ped. 1:20-21.
Los profetas del Antiguo Pacto
En sus dos epístolas, el apóstol Pedro reconoce la gracia del Señor en siervos de otro tiempo, los profetas del Antiguo Testamento, hombres de Dios que hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo.
Aquellos eran hombres comunes, sujetos a pasiones semejantes a las nuestras; pero una cosa los hacía especiales: Dios estaba tras ellos. Ellos no hablaban sus propias palabras, ellos emitían juicios, pero no eran sus juicios propios. Su inspiración era una instrucción, un mandato, que venía del cielo.
Sorpresivamente, aquí dice que el Espíritu de Cristo estaba en ellos. Ellos hablaron con autoridad, con firmeza, porque habían recibido una orden divina. A unos se les dijo: «Habla, te oigan o no quieran oírte, porque son pueblo de dura cerviz … Tú vas a hablarles, pero no querrán oírte; pero yo he hecho tu rostro como un pedernal. Porque quieran o no quieran oír, sabrán que hubo un profeta entre ellos» (Ez. 2:4-5; 3:7-9)
Ellos hablaron con pasión y con lágrimas. Y dice la Escritura que el Espíritu de Cristo estaba en ellos, anunciando de antemano los padecimientos del Señor.
Daniel en su libro profético, anuncia cierto tiempo entre una semana y otra, lo cual intriga a los estudiosos. ¿Cuál es la semana de Daniel? Profetizando de los postreros días, del tiempo del fin, él habla de un día en que «se quitará la vida al Mesías» (Daniel 9:26). Eso apunta a los padecimientos del Hijo de Dios, que vino a este mundo y que dio su vida en la cruz por todos los hombres.
Daniel también describe una escena magnífica: «Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre, que vino hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino … su dominio es dominio eterno, que nunca pasará» (Dan. 7:13-14). Entonces, tenemos también en este profeta tanto los padecimientos como las glorias de Cristo.
¡Qué precioso era lo que ellos anunciaban, aun sabiendo que lo que administraban no era para sí mismos! La palabra anunciada, que podía encenderlos a ellos con esperanza, no se quedó detenida allí. Y aunque eso les costó a algunos la vida, la persecución o el dolor, no dejaron de proclamarla, porque era un mensaje que sería de bendición a muchos. Eran hombres de Dios hablándole a toda la humanidad.
¿Cómo se sentirían en medio de la multitud, al ver a la gente apática, endurecida, soberbia, llena de idolatría? Pero tenían aquel mensaje y no podían callarlo. ¡Gracias al Señor por aquellos siervos que agradaron su corazón! Pero si éstos fueron especiales, ¡cuánto más lo fue Cristo mismo presente en la tierra!
El sentir de Cristo
«Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús» (Flp. 2:5). Al decir «vosotros», incluye a todos los creyentes que estamos asociados con Dios en Cristo, que le hemos recibido, sabiendo que no hay otro objetivo en la vida, que todo lo demás es pasajero, excepto Cristo y su gloria.
A nosotros se nos dice: «Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús». ¿Cuál fue el sentir que gobernó al Señor Jesucristo en los días de su carne?
«…el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres» (Flp. 2:6-7). Si él se hubiese aferrado a su condición divina, habría demandado servicio permanente. Él no habría aceptado un humilde asno para entrar en Jerusalén, sino el majestuoso carruaje de un rey. Sin embargo, tomó forma de siervo, «hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (v. 8).
Tomar forma de siervo y ser obediente hasta la muerte – éste es el sentir de Cristo. Está claramente explicado en los evangelios. Siendo Señor, él vino como siervo; siendo Dios, vino como hombre. Y en lugar de reclamar adoración, tomó una toalla y un lebrillo, y lavó los pies polvorientos de sus discípulos.
Esa actitud de Jesús impactó profundamente sus corazones. Ya se habían dado cuenta, aunque no completamente, de cuán grande era el Señor. «¡Cómo tú, Señor, me lavas los pies!». Este es el sentir de Cristo. «Haya, pues, en vosotros, este sentir…». Esta palabra es para la iglesia, para nosotros.
Un error grave
Nosotros podríamos cometer un error muy grave. Podríamos estimar nuestra realidad como una condición muy especial, pensando: «Yo lo tengo todo en Cristo», y quedarnos tranquilos, satisfechos con todo lo que hemos recibido, y seguir recibiendo y recibiendo de la abundante gracia del Señor, pero sin dar, sin entregar. Todo lo que leo o escucho, toda la edificación, es para mí. Y solo quiero llenarme yo.
Sería un error decir: «Soy hijo de Dios; mi nombre está inscrito en los cielos, soy miembro del cuerpo de Cristo y el Señor es mi cabeza». Podemos dar charlas, conocer mucho y deleitarnos en ello; pero sin transmitir la palabra a otros, no dando de gracia lo que de gracia hemos recibido. Entonces, el sentir de Cristo no estaría en nosotros.
Que el Espíritu Santo nos inspire. Si aquellos siervos de antaño fueron fieles a Dios anunciando la palabra, aun cuando esto les costase la vida, cuánto más nosotros, ahora que el Señor ya vino, se levantó en gloriosa resurrección y está sentado a la diestra de la majestad en las alturas.
¡Ay del cristiano religioso que cree que todo es para él! Nosotros tenemos un llamamiento del cielo. Caminamos en la tierra, pero nuestro corazón le pertenece a Aquel que traspasó los cielos. Él debe ser el foco, la única inspiración de nuestra vida. Todo lo demás es añadidura.
Si no estamos viviendo así, estamos fracasando en la carrera. Somos cristianos, pero no tenemos el sentir de Cristo. El creyente real, que tiene en el Señor su foco, tendrá también en sí mismo el sentir de Cristo, para tomar forma de siervo, sentir lo que el Señor siente y amar lo que él ama.
El agrado del cielo
El cielo estaba contento con aquellos siervos como Isaías o Daniel, que hablaron del Cristo de la cruz con tanta delicadeza. Y, como hablaron anunciando las glorias que vendrían tras ellos, el cielo estuvo contento con esos siervos. Y qué decir del Señor Jesús. ¡Cómo se agradó el Padre de su Hijo! «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia».
Entonces, los siervos de este tiempo no podemos quedarnos quietos. Cuando no estamos presentes, sea en la oración corporativa, en el partimiento del pan, en la comunión unos con otros o para oír juntos la palabra, tenemos un sentimiento de pérdida, y eso es porque hay un fuego metido en nosotros, un río que está queriendo fluir.
¡Cuánto más, en este tiempo, el cielo tiene que agradarse de los creyentes! Por eso, el Señor nos insta a que se halle en nosotros este sentir. No somos señores, sino siervos. No buscamos el aplauso ni el halago. Tomamos la cruz, para que la gloria sea del Señor y no nuestra, tomando forma de siervos, con el sentir de Cristo, para servir a los demás.
El ejemplo del Maestro
«Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies» (Mat. 9:35-38).
Imaginemos esa escena. Él había venido del cielo, sabiendo que había salido del Padre. Y estando entre los hombres, miraba a la multitud. Eran cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños. Pudieron ser tal vez diez mil. Y él miraba a esos hombres, pero viendo sus corazones abatidos; sabía reconocer las lágrimas de esas mujeres, y veía a esos jóvenes sin esperanza y a esos niños inocentes.
En otro pasaje, leemos: «Y Jesús, llamando a sus discípulos, dijo: Tengo compasión de la gente, porque ya hace tres días que están conmigo, y no tienen qué comer; y enviarlos en ayunas no quiero, no sea que desmayen en el camino» (Mat. 15:32). ¡Qué amor de Cristo! Vio el hambre de ellos, pero no solo el hambre física, sino el hambre espiritual. Y quiso atenderlos. Simplemente tomó los panes, la poca disponibilidad que había, los bendijo, los multiplicó; todos se saciaron, ¡y sobró!
Cuando el Señor vio la multitud hambrienta, se conmovió su corazón, y suplió su necesidad. Pero, más que eso, él veía la condición de los hombres. Él sanó toda dolencia; vio la enfermedad de los hombres y más que la enfermedad física, las enfermedades del corazón. ¿Cómo ve el Señor al hombre? Lo ve enfermo. ¿Cómo ve las multitudes? Desamparadas.
Nuestro tiempo
Cuando el Señor ve la multitud de hoy, ¿cómo ve, por ejemplo, a nuestros jóvenes? Esclavos de las redes sociales, con amigos virtuales. En realidad, aquéllos son amigos falsos. Un amigo virtual puede ser un depredador, que busca obtener de ti el mayor provecho, y no le importará destruirte.
Esta es la sociedad actual, extremadamente entretenida. Basta apretar un botón y tienes cien canales; enciendes un computador y tienes miles de páginas. Pero eso es engañoso; en realidad, no tienes nada. Eso no es tuyo – hay una mente interesada detrás, que lo único que quiere es capturar tu atención.
Los creadores de dispositivos electrónicos han creado una alerta para avisarle al usuario: «Llevas mucho tiempo, ¡reacciona!». Pareciera que aquéllos son tan bien intencionados, ayudándote a restringir tu tiempo en internet. Pero ellos solo buscan que tú les dures otro poco, para seguir ganando contigo. Es como un drogadicto al cual le prolongan la vida para que continúe comprando droga. Si él se muere, ellos pierden una fuente de ingresos.
¿Cómo ve el Señor hoy día a las multitudes? Los ve dispersos, sin rumbo. Cuando uno conversa con alguien es fácil percibir cuán dispersa es su conversación. Pasa de un tema a otro. Su vida, sus gastos, su descanso, todo, es disperso. Es decir, no está en el camino, no está enfocado – está perdido.
El hombre actual permanece igual. Lo único que ha cambiado es lo material. En aquellos tiempos, de seguro la multitud se vestía pobremente, comía mal, y no tenía comodidades. Hoy día, esa misma multitud llena los centros comerciales y las calles, y tiene muchas comodidades, pero con el mismo desamparo, la misma dispersión, la misma enfermedad y la misma hambre.
El Señor se negó a sí mismo, tomó forma de siervo, y miró a aquella multitud. Que él nos socorra para ver así el mundo, con sus ojos. ¿Cómo el Señor está viendo nuestro vecindario, nuestra parentela? Hay personas a quienes el Señor quiere que tú sirvas. ¡Todos tenemos que servir!
El dolor del Señor
En Ezequiel 34, el Señor dice: «No fortalecisteis las débiles, ni curasteis la enferma; no vendasteis la perni-quebrada, no volvisteis al redil la descarriada, ni buscasteis la perdida, sino que os habéis enseñoreado de ellas con dureza y con violencia. Y andan errantes por falta de pastor, y son presa de todas las fieras del campo, y se han dispersado. Anduvieron perdidas mis ovejas por todos los montes, y en todo collado alto; y en toda la faz de la tierra fueron esparcidas mis ovejas, y no hubo quien las buscase, ni quien preguntase por ellas» (4-6).
Este es un reclamo del Señor; él tiene dolor en su corazón. Oigamos su sentir, recordando la expresión del Espíritu Santo: «Haya, pues, en vosotros, este sentir que hubo también en Cristo Jesús». Nosotros tenemos que sentir lo que sintió el Señor.
«Y andan errantes por falta de pastor». Aquí, la palabra pastor necesita explicación. Dado el concepto tradicional de lo que es un pastor, podríamos errar en el blanco, pensando que este es el deber de un hombre especial que lo hace todo: visitar, consolar y aconsejarlos a todos. Y también podríamos reemplazar, en nuestra mente, a este pastor único por un grupo o equipo pastoral, pero aún con la mentalidad religiosa de que solo ellos deberían hacer toda esta obra.
Que el Señor nos socorra, porque todos nosotros, como iglesia, somos siervos del Señor. No sea que estemos pensando en dejar todo el trabajo en manos de «especialistas», y sentirnos satisfechos con solo oír un sermón dominical. El cielo está esperando encontrar en todos los santos un corazón dispuesto al servicio. Es un grave error sentarse a esperar que otro haga el trabajo que todos estamos llamados a hacer.
En un sentido, todos somos ovejas de aquella multitud que el Señor vio dispersa y llena de necesidades. De allí salimos todos. Pero hay una progresión: las ovejas vienen a ser discípulos, que aprenden de su Maestro. No solo los obreros y ancianos, sino todos, somos llamados a ser siervos del Señor.
Qué engaño ha introducido el maligno en el pueblo de Dios, al crear una casta especial encargada de los asuntos espirituales, mientras el resto es una feligresía pasiva.
Que el Señor nos despierte. Que el fuego de Dios destruya para siempre ese pensamiento religioso. En el cuerpo de Cristo no puede haber miembros pasivos. Porque de haber sido ovejas sin pastor, hemos venido a ser discípulos y siervos suyos. Y el Señor fue más allá: nos llamó «amigos», que sienten lo que él siente, que conocen sus propósitos.
Que la palabra del Señor nos apremie. Todo verdadero creyente sabe que es un miembro del cuerpo de Cristo. Todo miembro del cuerpo, por pequeño que sea, tiene una función. Si hasta aquí hemos sido miembros pasivos, pidamos perdón por haber contristado al Espíritu y no tener el sentir de Cristo.
Buscando las ovejas perdidas
El Señor habla de «ovejas engorda-das» (Ez. 34:16, 20). Y no habla de una condición física, sino de aquellos que reciben y reciben y nunca dan. «Haya, pues, en vosotros este sentir». Él quiere vernos de tal manera conectados con él, que nos interese lo que él piensa. La evangelización no puede ser simplemente un programa porque las almas se están perdiendo. Con todo lo noble que es ese sentimiento, aún está en el plano humano. La inspiración de todo creyente nace de la comunión viva con su Señor.
«…y no hubo quien las buscase, ni quien preguntase por ellas» (Ez. 34:6). Si el Señor está diciendo que alguien no hizo su trabajo, no culpemos a un par de hombres especialistas. No. Es probable que usted mismo no esté haciendo ese trabajo. Esta palabra es para usted. El Señor dice: «No fortalecisteis las débiles». Está pensando en la oveja débil, y él no quiere que siga débil; está pensando en el descarriado que perdió el rumbo, y él no quiere dejarlo allí perdido.
Las ovejas perdidas son todo el resto de la humanidad. El Señor las mira con compasión. ¿Cómo vemos hoy nosotros al resto de las personas, a los compañeros, a los vecinos, a los parientes? ¿Solo hay juicio dentro de nosotros, desde una posición privilegiada, como aferrándonos al llamado que tenemos y a lo que hoy somos? Que nos libre el Señor, pues él nos pedirá cuentas. «Cada uno dará cuenta a Dios de sí».
Oigamos su voz; él quiere que vayamos, que tomemos la actitud de siervos y que colaboremos con él en buscar sus ovejas. «No hubo quien las buscase». Es un reclamo. ¿No será que tú o yo somos quienes no las fuimos a buscar? «…ni quien preguntase por ellas». A veces basta solo con preguntar. Tú no sabes qué problema puede estar sufriendo un hermano, pero, al recibir tu llamada dirá: « Gracias Señor, al menos alguien se acordó de mí».
¿Recuerdas a alguien que estuvo en comunión y ahora no lo está? Habrá que preguntar e ir a buscarlo. No buscamos gloria para nosotros ni ganancia humana en esto.
El Señor está mirando a esa multitud desamparada de la cual él tiene compasión. De estas personas que hoy vemos cautivas, saldrán hombres y mujeres que reinarán con él, gracias a que hubo siervos que tuvieron el sentir de Cristo.
Si vamos a compartirle a alguien, necesitamos ser inspirados por el corazón amoroso del Buen Pastor, más que por el amor humano. Él quiere que esos corazones dispersos y desamparados sientan, o vuelvan a sentir por dentro de sus corazones, el torrente del Espíritu Santo.
El servicio de todos
En el ámbito espiritual, algo grande está pasando en el mundo; debemos estar alertas. No sería extraño que, de aquí a poco andar, se produzca tal hambre y tal necesidad, que se cumplan algunas profecías, como ésta: «He aquí vienen días, dice Jehová el Señor, en los cuales enviaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová. E irán errantes de mar a mar; desde el norte hasta el oriente discurrirán buscando palabra de Jehová, y no la hallarán» (Amós 8:11-12).
Las multitudes tendrán hambre, y el Señor nos dirá lo mismo que les dijo a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer».
Nosotros hemos atesorado, hemos oído tantos mensajes en mucho tiempo. ¿Y cuánto de lo recibido hemos entregado? Entonces tendrá plena aplicación la palabra del Señor que dijo: «No os preocupéis por cómo o qué hablaréis, porque en aquella hora os será dado lo que habéis de hablar» (Mat. 10:19). ¡Y el Señor es fiel!
Y si tú tienes comunión con el Señor, ¿qué puedes decir? «Yo estaba desamparado, pero me encontré con Cristo, y ahora estoy al amparo de su amor». ¡Qué testimonio, qué evangelización! «Yo andaba sin rumbo, mi vida no tenía sentido; muchas veces pensé en suicidarme. Pero el Señor me socorrió».
El que está con Cristo encuentra el sentido de la vida. Porque, si nacimos en este mundo y no conocimos al Señor, un siervo de Dios dijo: «Más hubiese valido no haber nacido». ¿Para qué? ¿Para ser un gran profesional, para atesorar esto o aquello, para recibir el aplauso del mundo? ¡Que el Señor nos libre!
El Hijo de Dios vino a este mundo en carne y sangre. Él hizo milagros en la tierra. Las palabras que él habló, hombre alguno las habló jamás. Y cuando le vieron glorioso, se conmovieron los corazones. «Verdaderamente, tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente». Y se postraron ante él.
Finalmente, el Señor fue a la cruz, y allí, él pudo dar un grito de victoria: «¡Consumado es!». Satanás está vencido, y los hombres pueden salir a libertad. Se ha pagado el precio de una eterna redención, y habrá gloria celestial para todas aquellas almas que estaban perdidas. Ahora hay refugio en Cristo, aquel que hoy reina por los siglos de los siglos y que pronto aparecerá. Él es el Rey que vuelve. ¡Cómo no anhelar su venida!
¡Qué precioso es Cristo! Él es la inspiración de nuestros corazones. Que él despierte el servicio de cada siervo y cada sierva. Hermana, no te conformes solo con ser una persona pasiva en la casa de Dios. ¡Sé una sierva de tu Señor! Hermano, no te sientas feliz solo por formar parte de la congregación. ¡Sé un siervo del Señor! Habrá alguien por quién orar, alguien a quién buscar e invitar. Y así han de surgir otros que amarán al Señor y celebrarán su nombre glorioso. Amén.
Síntesis de un mensaje oral impartido en Temuco (Chile), en septiembre de 2018.