Un testimonio acerca de cómo cultivar una sana y feliz relación con el Señor cada día.
Mientras estaba en Nailsworth, agradó al Señor enseñarme una verdad –con independencia de la mediación humana, hasta donde alcanzo a entender– cuyo beneficio no he perdido, aunque han pasado más de cuarenta años desde entonces.
La cuestión es la siguiente: Vi con mayor claridad que nunca que la tarea principal y mayor a la que debía atender cada día era mantener mi alma feliz en el Señor. La primera cosa por la que preocuparme no era cuánto podía servir al Señor o cómo podía glorificar al Señor, sino cómo podía mantener mi alma en un estado de felicidad y cómo podía alimentar mi hombre interior. Porque podía pretender mostrar la verdad a los inconversos, ser de ayuda para los creyentes, liberar a los afligidos, buscar otras maneras de comportarme como hijo de Dios en este mundo y, no obstante, si no era feliz en el Señor y no me alimentaba y me fortalecía en mi hombre interior día tras día, no estaría ocupándome de todas esas cosas con un espíritu correcto.
Anteriormente, mi costumbre había sido, al menos durante los diez años previos, entregarme a la oración como algo habitual después de vestirme por las mañanas. Ahora vi que lo más importante que tenía que hacer era entregarme a la lectura de la Palabra de Dios y a la meditación de la misma, para que mi corazón fuera consolado, animado, advertido, reprobado, instruido; y así, al meditar, mi corazón podría ser llevado a experimentar la comunión con el Señor. Por tanto, comencé a meditar leyendo en el Nuevo Testamento desde el principio, temprano por la mañana.
Lo primero que hacía después de pedir con pocas palabras la bendición del Señor sobre su preciosa Palabra, era comenzar a meditar en la Palabra de Dios, buscando en cada versículo extraer alguna bendición no para el ministerio público de la Palabra, ni para predicar sobre lo que había meditado, sino para obtener alimento para mi propia alma. El resultado que he encontrado casi siempre es el siguiente: que después de unos minutos mi alma ha sido llevada a la confesión, a la gratitud, a la intercesión o a la súplica; por lo que, aunque no me había propuesto darme a la oración, sino a la meditación, casi inmediatamente me volvía más o menos a la oración.
Cuando había permanecido durante unos instantes confesando, intercediendo, suplicando, o dando gracias, continuaba con las siguientes palabras, o con otro versículo, volviendo a la oración por mí o por otros, según me guiara la Palabra; pero siempre manteniendo ante mí continuamente ese alimento para mi propia alma como el objeto de mi meditación. El resultado de esto es que siempre hay gran parte de confesión, gratitud, súplica o intercesión mezcladas con mi meditación y que mi hombre interior casi invariablemente es aun sensiblemente alimentado y fortalecido. Así, para la hora del desayuno, con raras excepciones, estoy en un estado de paz, cuando no de alegría, en mi corazón. Así también, el Señor se agrada en comunicarme aquello que, poco después, encuentro para alimentar a otros creyentes, aunque la intención al entregarme a la meditación no fuera buscar algo para el ministerio público de la Palabra, sino obtener provecho para mi propio hombre interior.
La diferencia entre lo que hacía anteriormente y lo que hago ahora es la siguiente: Antes, cuando me levantaba, comenzaba a orar lo más pronto posible, y por lo general invertía todo o caso todo mi tiempo hasta la hora del desayuno en oración. Todas las cosas las comenzaba invariablemente con oración … Pero ¿cuál era el resultado? A menudo utilizaba un cuarto de hora, o media hora, o hasta una hora de rodillas antes de ser consciente de recibir consuelo, ánimo, humillación de mi alma, etc., y, a menudo, después de haber sufrido mucho porque mi mente volaba de un sitio a otro durante los diez primeros minutos o un cuarto de hora, o incluso media hora, cuando de verdad comenzaba a orar.
Ahora rara vez me pasa esto. Porque mi corazón se alimenta de la verdad y es llevado a experimentar comunión con Dios. Hablo a mi Padre y a mi Amigo (a pesar de ser yo pecador e indigno de ello) acerca de las cosas que ha puesto delante de mí en su preciosa Palabra.
Ahora me sorprende que no viera esto antes. En ningún libro había leído acerca de ello. Ningún predicador me lo sugirió. Ninguna conversación con algún hermano me animó a hacerlo. Y sin embargo ahora, desde que Dios me enseñó esto, para mí lo más claro es que lo primero que el hijo de Dios tiene que hacer mañana tras mañana es obtener alimento para su hombre interior.
Como el hombre exterior no está capacitado para trabajar durante mucho tiempo a no ser que se alimente, e igual que ésta es una de las primeras cosas que hacemos por la mañana, lo mismo debería ocurrir con el hombre interior. Debemos proporcionarle alimento en la medida en que pueda cada uno. Pero ¿cuál es el alimento para el hombre interior? No la oración, sino la Palabra de Dios; y aquí de nuevo no la simple lectura de la Palabra de Dios, de manera que sólo pase de largo por nuestra mente, como el agua corre por la cañería, sino considerando lo que leemos, meditando en ello y aplicándolo a nuestros corazones …
Insisto en forma especial en esto debido al inmenso provecho espiritual y refrigerio que soy consciente de haber recibido yo mismo, y suplico afectuosa y solemnemente a todos mis compañeros creyentes que tengan esto en cuenta. Por medio de la bendición de Dios, atribuyo a esto la ayuda y fuerza que he recibido de él para pasar con paz por profundas pruebas de diversas formas que nunca antes había experimentado; y después de unos cuarenta años utilizando esta fórmula, puedo recomendarla con mayor conocimiento en el temor de Dios. ¡Qué diferentes son las cosas cuando el alma encuentra refrigerio y felicidad temprano por la mañana, de cuando, sin preparación espiritual, nos adentramos en el servicio, las pruebas y las tentaciones del día!
Tomado de Autobiografía de George Müller.