Existe en un palacio ruso un famoso «salón de belleza», que tiene en sus paredes más de 850 retratos de jóvenes doncellas. Esos cuadros fueron pintados para Catalina II, emperatriz rusa, por el conde de Rotari. Para encontrar sus modelos, el artista hizo un viaje a través de 50 provincias de ese vasto imperio del norte.
Se dice que en los soberbios retratos que cubren las paredes de esa sala, existe un elogio medio oculto y medio revelado a la noble protectora del artista. En cada uno de esos retratos, el observador atento puede percibir detalles que recuerdan de forma velada a la emperatriz para quien fueron pintados los retratos. En uno, se sugiere una característica de Catalina, en otro, alguna actitud, algún gesto, algún adorno o ambiente favorito, alguna joya, modelo, flor, manera de vestir, o modo de vida, algo peculiar o característico de la emperatriz – de modo que las paredes del salón están cubiertos con tributos silenciosos a su belleza o elogios a su buen gusto. Cuán ingenioso e inventivo es el espíritu de adulación humana cuando procura glorificar a un ente humano mortal, quebrando su frasco de pródiga alabanza a los pies de un monarca terreno.
La palabra de Dios es una galería de cuadros adornada con homenajes al bendito Cristo de Dios, el Salvador del ser humano. Aquí, un retrato profético del Mesías; allí, un retrato histórico de Aquel que vino; más allá, un sacrificio tipológico; en otro lugar, el Cordero ensangrentado, a quien todos los sacrificios anunciaban; aquí, un individuo o un episodio que prefiguraba a la mayor de todas las personas y los acontecimientos que son los puntos convergentes de la historia; allí, una parábola, un poema, una lección objetiva y más adelante, una sencilla narración, exposición o explicación, que llena con significado divino los misterios que estuvieron ocultos por siglos, esperando por la clave que los revelaría. Pero cualquiera que fuese la forma o el modelo, el aspecto del hecho o la imagen, profecía o historia, parábola o milagro, tipo o antitipo, alegoría o narración, un ojo atento puede encontrarlo por todas partes – el Mesías señalado por Dios, el Cristo, el Ungido de Dios.
No existe gracia humana que no haya sido una débil predicción o reflejo de Su belleza, en Quien toda la gracia fue conservada y exaltada – no existe virtud que no sea una nueva muestra de su atractivo. Todo lo que es glorioso no pasa de ser un aspecto de Su infinita excelencia, y de este modo toda la verdad y santidad, que se encuentran en la Santa Escritura, son solo un nuevo tributo a Él, que es la Verdad, el Santo de Dios.
Este lenguaje no es ninguna exageración; en tal tema no sólo es imposible la exageración, sino que la máxima expresión de la lengua humana queda infinitamente por debajo de su valor divino, ante cuya gloria indescriptible los querubines y serafines sólo pueden inclinarse, cubriendo sus rostros y sus pies. Cuanto más nos acercamos al trono mismo donde tal majestad se sienta, más somos sobrecogidos hasta el silencio. Cuanto más conocemos de él, menos parecemos saber, porque más infinito e ilimitado parece lo que queda por ser conocido. Nada es tan visible como sello de Dios sobre la palabra escrita, como el hecho de que por todas partes, de Génesis a Apocalipsis, podemos encontrar al Cristo; y nada más pone el sello de Dios sobre la Palabra viva que el hecho de que Él solo explica y revela las Escrituras.
Tomado del libro «In Christ Jesus».