La historia de Samuel Rutherford.
¿Quién fue Samuel Rutherford? ¿Qué importancia puede tener conocer a un personaje tan distante en la historia y en nuestra idiosincrasia? ¿Por qué se dice de él que fue un prisionero? Responder a estas preguntas significa contar una historia conmovedora que trasciende el tiempo y el espacio.
Su vida antes del exilio
Rutherford nació hacia el año 1600 cerca de Nisbet, Escocia. No se sabe mucho de su origen. Uno de sus biógrafos menciona que provenía de padres respetables, y otro, que vino de padres humildes pero honestos. Es probable que su progenitor se dedicara a actividades agrícolas y que tuviese un rango respetable en la sociedad, pues pudo dar a su hijo una educación superior.
En 1627 obtuvo un «Master of Arts» de la Universidad de Edimburgo, donde fue nombrado Profesor de Humanidades. Poco después fue ordenado pastor de la iglesia en Anwoth, una parroquia rural. Como tenía un verdadero corazón de pastor, trabajaba incesantemente por su rebaño. Se dice que Rutherford estaba «siempre orando, siempre predicando, siempre visitando enfermos, siempre enseñando, siempre escribiendo y estudiando». ¡Por supuesto, esto es posible cuando usted se levanta a las 3:00 cada mañana!
Sin embargo, sus primeros años en Anwoth, estuvieron llenos de pruebas y tristezas. A los cinco años de matrimonio, su esposa enfermó y murió un año más tarde. Dos hijos también murieron en este período. No obstante, Dios usó este tiempo de sufrimiento, que preparó a Rutherford para alentar a los afligidos.
La predicación de Rutherford era incomparable. Aunque no era buen orador, sus mensajes causaban gran impacto. Un comerciante inglés dijo de él: «Yo vine a Irvine, y oí a un bien dotado anciano de larga barba (Dickson), que me mostró el estado de mi corazón. Luego fui a St. Andrews, donde oí a un hombre dulce de majestuosa mirada (Blair), que me mostró la majestad de Dios. Después de él oí a un pequeño hombre justo (Rutherford), y él me mostró el encanto de Cristo».
En 1636 Rutherford publicó «Exercitationes Apologeticæ pro Divina Gratia» («Apología de la Gracia Divina»), un libro en defensa de las doctrinas de la gracia contra el arminianismo. Esto lo puso en conflicto con las autoridades de la Iglesia que eran dominadas por el Episcopado inglés. Fue llamado ante la Alta Corte, privado de su oficio ministerial y desterrado a la ciudad de Aberdeen.
Este exilio fue una penosa condena para el querido pastor. Era insufrible para él estar separado de su congregación. Sin embargo, aunque era severa e injusta la sentencia, no lo descorazonó. En una de sus cartas, escrita cuando se dirigía a Aberdeen, dice: «Voy al palacio de mi rey a Aberdeen; ni lengua, ni pluma, ni ingenio, pueden expresar mi gozo». Luego, al llegar a su destino, escribió: «No obstante ser esta ciudad mi prisión, con todo, Cristo hizo de ella mi palacio, un jardín de deleites, un campo y huerto de delicias».
Su vida después del exilio
En 1638, los forcejeos entre el Parlamento y el Rey en Inglaterra, y el Presbiterianismo vs. el Episcopado en Escocia culminaron en eventos importantes para Rutherford. En la confusión de los tiempos, él se aventuró fuera de Aberdeen y volvió a su querido Anwoth, tras 17 meses de confinamiento. Pero no fue por mucho tiempo. La Iglesia de Escocia tuvo una Asamblea General ese año, restaurando totalmente el Presbiterianismo al país. Además, designaron a Rutherford Profesor de Teología de St. Andrews, aunque él exigió que se le permitiera predicar por lo menos una vez a la semana.
La Asamblea de Westminster empezó sus famosas reuniones en 1643, y Rutherford fue uno de los cinco comisionados escoceses invitados a asistir a los procedimientos. Aunque a los escoceses no les fue permitido votar, ellos tuvieron una influencia que excedía lejos su número. Se piensa que Rutherford tuvo una gran influencia en el Catecismo Breve.
Durante este período en Inglaterra, Rutherford escribió su obra «Lex Rex» o «La Ley, el Rey». En este libro abogó por el gobierno limitado, y por las limitaciones sobre la idea general del derecho divino de los reyes.
Cuando la monarquía fue restaurada en 1660, era claro que el autor de «Lex Rex» tendría problemas. Cuando vino la convocatoria en 1661, fue acusado de traición, y se demandó su comparecencia ante el tribunal, pero Rutherford se negó a ir. El Señor le dio otra salida, pues lo llamó a su presencia. Desde su lecho de muerte, contestó a sus acusadores: «Yo debo atender mi primer citatorio; antes de que vuestro día llegue, yo estaré donde pocos reyes y grandes gentes van».
Rutherford murió el 20 de marzo de 1661, a los 61 años de edad. Sus últimas palabras fueron: «Gloria, gloria, mora en la tierra de Emanuel». En 1842 se levantó a su memoria un monumento en piedra, llamado «el monumento de Rutherford», en la granja de Boreland, en la parroquia de Anwoth, a un par de kilómetros de donde él predicaba.
Las cartas desde Aberdeen
Ahora bien, ¿qué de esta vida es lo que llega con más fuerza hasta nosotros 350 años después? No son sus logros académicos, ni su valor en la defensa de la recta doctrina. Lo que nos atrae es aquella brecha que se abrió en su corazón durante su encierro en Aberdeen, que dejó escapar tan grato olor de Cristo. Durante los 17 meses de su encierro, Rutherford tuvo sus labios sellados; no obstante, su corazón desbordó de buenas palabras.
En efecto, una caudalosa corriente de vida fluyó maravillosamente desde su palacio-prisión, a través de cerca de 219 cartas. Más tarde se agregaron otras 143 que fueron seleccionadas por su secretaria después de su muerte. En 1664 fueron publicadas bajo el pintoresco título: «Josué redivivo, o Cartas del Sr. Rutherford, divididas en dos partes». Sus cartas son consideradas hoy como un clásico cristiano, comparable a «El Peregrino», de Juan Bunyan. Desde aquella fecha, durante tres siglos, han sido publicadas en más de 30 ediciones diferentes, algunas de las cuales fueron reeditadas muchas veces.
Rutherford escribió otros libros. Uno de sus escritos teológicos le granjeó el ofrecimiento de la Cátedra de Teología en la Universidad de Utrecht. Pero tanto ésta como otras varias de sus obras han sido casi olvidadas; sin embargo el Señor permitió que Rutherford continuase viviendo hoy en un libro que él ni siquiera se propuso escribir: sus Cartas.
Un erudito cristiano ha dicho que la mayor parte de los libros de Rutherford tienen su recuerdo «solamente en el cementerio de la historia», y agrega: «Del ruido del mercado pasamos a la soledad reclusa e iluminada por las estrellas de aquellas cartas, las cuales la tradición cristiana, desde Baxter hasta Spurgeon, a una voz han proclamado como seráficas y divinas». Richard Baxter, «el principal de los eruditos protestantes ingleses», afirmó respecto de las Cartas de Rutherford: «Con excepción de la Biblia, el mundo nunca ha visto un libro como ese».
Para poder sentir realmente el peso de este comentario, es necesario recordar que Baxter concordaba con la teología arminiana, que fue precisamente el blanco de las críticas de Rutherford, y la causa de su confinamiento en Aberdeen. Richard Cecil, prominente cristiano del siglo XVIII, hizo el siguiente comentario sobre Rutherford: «Él es uno de mis clásicos favoritos; es realmente auténtico».
No podemos dejar de preguntar: ¿Cómo la correspondencia particular de este siervo del Señor fue conservada a través de los años? ¿Por qué motivo su formidable erudición jamás le proporcionó lo que sus cartas realizaron? La respuesta es simple: el Señor quiso preservarlas y no permitió que ellas desaparecieran.
La razón de fondo tiene algo que ver con el modo como nuestro Señor acostumbra tratar con sus siervos. Parece que fue del agrado del Señor usarlas para establecer una gran ilustración de esta verdad de oro: «Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros la vida» (2 Co.4:11-12).
La obra del Señor nunca fue hecha a medias. Si él permite que la muerte opere en otros, ¡ella va siempre acompañada por la «vida en nosotros»! Él planeó la prisión de Pablo en Roma, así como estas hermosas «Epístolas de la Prisión» para nosotros. Él dio a Juan la isla de Patmos, y, al mismo tiempo, nos dio la revelación de Jesucristo a través del último y grandioso libro de la Biblia. Él hizo que George Matheson, otro gran predicador escocés, quedase ciego; sin embargo, nosotros somos enriquecidos por sus bellos himnos. Oigamos las palabras de Matheson: «El calabozo de José es el camino para el trono de José. Tú no puedes alzar la carga de hierro de tu hermano si el hierro no ha penetrado en ti».
De la misma forma, si nuestro Señor no libró a Rutherford de la «muerte» y lo envió a Aberdeen, ¿puede alguien imaginar que el Señor rehusaría la «vida», no dándola a nosotros? A causa de la prisión de Rutherford, es verdad que su predicación de Cristo a ciertas congregaciones fue silenciada por algún tiempo, pero fue sólo para dar lugar a un ministerio de Cristo que viene siendo desde entonces una bendición y aliento para las generaciones del pueblo de Dios. El propio Rutherford, en una carta a su compañero de sufrimiento, Robert Blair, lo expresó certeramente: «El sufrimiento es el otro lado de nuestro ministerio, claramente el más difícil».
Extractos de una gran obra
Por razones de espacio, a continuación publicaremos sólo algunos extractos de sus cartas. Invitamos a nuestros lectores a aproximarse a tan único y espiritual clásico cristiano, a través de una lectura lenta, meditativa y con mucha oración, para ser tocados y atraídos por el mismo Amado que se reveló a aquel pobre prisionero de Cristo. Para que, además, lleguen a estar en condiciones de decir con Rutherford: «¡Oh, si viésemos la belleza de Jesús y presintiésemos la fragancia de su amor, correríamos a través del fuego y del agua para estar con él!».