Una semblanza de Francisco de Asís, el joven rico que por amor a Cristo se hizo pobre.
Francisco nació a fines del siglo XI, año 1083, con el nombre de Juan Bernardone, en la pequeña ciudad italiana de Asís. En su tiempo, la iglesia institucionalizada había escalado hasta la cima del poder y riquezas mundanas nunca antes vista, descuidando gravemente su misión espiritual. Había mucha corrupción y abusos en casi todos los ambientes cristianos. Entre tanto, la gran mayoría de la gente vivía en la ignorancia y la pobreza, soportando los abusos de quienes detentaban el poder político y el poder religioso.
En este desolador contexto surgieron reacciones en busca de una vida cristiana más pura y consagrada. Una de ellas fue encabezada por Pedro de Valdo y los «Pobres de Lyon», quienes vendían sus bienes para vivir de una manera humilde, predicaban el evangelio a los pobres y difundían la Biblia en lengua vernácula. Muy pronto, sin embargo, la iglesia secularizada se los prohibió y fueron perseguidos como herejes. Esto los convirtió en un pueblo separado que, a pesar de su fiel testimonio por Jesucristo, tenían pocas posibilidades de llegar a la gran masa de hombres y mujeres sometidos a ese sistema. Es en este punto donde cobra importancia la figura de Francisco de Asís.
Pobre para Cristo
Francisco, cuyo nombre es en realidad un apodo que significa «pequeño francés», fue hijo de un rico comerciante de la ciudad de Asís. Durante su juventud vivió de manera mundana y disipada, despilfarrando a manos llenas el dinero de su padre. Con ansias de conquistar la gloria caballeresca, se enlistó en el ejército de su ciudad para luchar contra la ciudad rival de Perusa. Sin embargo, su ejército fue derrotado y Francisco acabó encarcelado en Perusa por varios meses. Allí comenzaron a desmoronarse sus sueños de gloria y grandeza. Aunque, una vez libertado, volvió a su antigua vida, un cambio imperceptible comenzaba a operarse en él, pues la gracia de Dios ya lo estaba atrayendo. Fue así como, dos años más tarde, mientras se dirigía otra vez al campo de batalla, repentinamente una voz en sueños le mandó detenerse y volver a su casa. Así lo hizo, y aquella noche, mientras oraba, Francisco se encontró con el Señor y éste cambió su vida para siempre.
Como consecuencia de ese encuentro, todos sus antiguos hábitos y deseos desaparecieron y fueron reemplazados por un ardiente anhelo de conocer e identificarse más y más con Cristo. Y fue este el motivo que gobernó su vida hasta el fin. Todo lo demás, estuvo siempre subordinado a este llamado supremo. Pues, aunque siempre se mantuvo fiel a la iglesia establecida, su jerarquía y sus sacramentos, la vida de Cristo en él logró desbordar y eclipsar todas esas influencias para llevarlo por un camino totalmente diferente. Todo lo demás se volverá externo y transitorio. «Solo Dios salva, y no necesita de la ayuda de ningún hombre para hacerlo; y si necesitara de alguien, sería de siervos pequeñitos e ignorantes», podría decir más adelante.
A partir de su conversión, los hechos se suceden rápidamente. Comienza a visitar a los mendigos y luego a los leprosos. A estos últimos se les llamaba «raza maldita», y les estaba prohibido entrar en las ciudades y beber de los ríos o fuentes por temor al contagio. A Francisco le causaban un horror indescriptible y los evitaba por cualquier medio. No obstante, creía haber escuchado la voz del Señor en oración, diciéndole: «Si quieres conocer mi voluntad, deberás amar todo lo que has despreciado y despreciar todo lo que has amado».
Cierto día, mientras iba en su caballo, divisó un leproso que venía hacia él por el camino. Instintivamente dio la media vuelta y escapó. Pero, en ese instante, recordó la voz del Señor y decidió volver. Bajó del caballo tambaleándose y acercándose al leproso lo abrazó y luego besó sus dos manos llagadas y putrefactas por la lepra. Luego se alejó, y al momento, sintió que el Señor lo envolvía con su presencia de una manera nueva y superior. Desde ese día consideró ese incidente como la prueba de fuego de su conversión. Nunca más temió a los leprosos y a partir de entonces procuró con ahínco limpiar sus heridas y llagas. Al final de su vida pudo confesar: «El Señor me llevó entre los leprosos», recordando que fue gracia del Señor la que lo capacitó para servirlos.
Poco tiempo después, comenzó a distribuir los bienes de su padre entre los pobres de la ciudad. Este último, furioso, lo encerró bajo llave en su casa, decidido a hacer de él un hombre de negocios. Pero su madre, una mujer sensible, lo liberó. No obstante, su padre lo arrastró hasta la puerta de la parroquia de Asís, para que el obispo juzgara su causa. Allí Francisco, en un acto de singular dramatismo, se despojó de sus costosas ropas y, entregándoselas a su padre, declaró ante todo el pueblo: «Amé y fui amado por este hombre a quien siempre llamé padre. Pero Aquel que me soñó y amó desde la eternidad, puso un muro a mi carrera de comerciante y me dijo «ven conmigo». Y yo he decidido irme con él. Ahora tengo otro Padre. Desnudo vine al mundo y desnudo retornaré a los brazos de mi Padre».
Este acto marcó su rompimiento definitivo y radical con la sociedad y sus intereses mundanos. Nunca más volvió a tener posesión alguna, a excepción de una túnica hecha de saco y un cordón para atarla. Tampoco volvió a tocar el dinero. Había abrazado la pobreza, no como un fin en sí mismo, sino como una manera de despojamiento y desprendimiento a fin de poseer a Cristo sin limitaciones.
Su pobreza radical era una forma de completo desasimiento, no sólo del cuerpo sino también del alma, a fin de poseer a Dios plenamente. Y a partir de allí, surgió en él un extraño y nuevo amor por la creación de Dios, los árboles, las montañas, las aves, los insectos y las flores. Pues, descubrió que quien no tiene nada, en realidad lo tiene todo. Mas no como su dueño, sino como beneficiario del infinito amor de Dios, que se revela en toda su creación. «Cuando el corazón –decía– está vacío de Dios, el hombre atraviesa la creación como mudo, sordo, ciego y muerto; inclusive la Palabra de Dios está vacía de Dios. Cuando el corazón se llena de Dios, el mundo entero se puebla de Dios… El Señor sonríe en las flores, murmura en la brisa, pregunta en el viento, responde en la tempestad, canta en los ríos…, todas la criaturas hablan de Dios cuando el corazón está lleno de Dios».
El hermano pobre y desasido de todo –pensaba Francisco– puede ser hermano de todo lo creado, como una criatura más entre todas las criaturas de Dios. Pero además, puede, henchido por el amor de Dios, amar a todos los hombres, sin distinción de clase, riqueza ni color, especialmente aquellos que no son amables, ni atractivos ni deseables. Aquí hallamos la explicación más profunda de la pobreza asumida voluntariamente por Francisco.
Los Hermanos Menores
Francisco fue siempre un hombre de acción más que de palabra. Por ello, su testimonio de Cristo debe buscarse antes en sus actos que en sus enseñanzas o predicaciones. Hablando estrictamente, no fue un hijo de la iglesia organizada. No estudió en un seminario, no fue parte del clero, ni tampoco formó parte de ninguna de las órdenes religiosas ya existentes. Su conocimiento religioso, bastante tosco y popular, no pasaba del de cualquier laico promedio. A pesar de ello, emprendió al principio un camino solitario en el que no buscó ni consultó más que al Señor y su Palabra.
Y fue en ese camino que el Señor le reveló su voluntad por medio de las palabras del evangelio en Mateo 10:5-14: «Id… predicad diciendo: El reino de los cielos se ha acercado… no os proveáis de oro, plata, ni cobre en vuestros cintos…etc». Fue como si un relámpago estallara ante sus ojos. Era la voz del Señor hablándole a él directamente. Desde ese momento en adelante debía dedicar su vida a vivir y predicar el evangelio hasta el fin de sus días. Y él lo interpretó literalmente: sin dinero, sin posesiones, sin reglas humanas, dependiendo exclusivamente de Dios y su misericordia; y dando primero ejemplo del evangelio con su propia vida.
A partir de entonces, poco a poco, en tanto Francisco predicaba a las gentes encendido por el amor de Cristo, un numeroso grupo de compañeros se fue sumando a su aventura. El primero de ellos fue Bernardo de Quintavalle, el hombre más rico y poderoso de Asís. Una tarde convidó a Francisco a cenar a su casa y durante la noche, fingiendo que dormía, lo espió mientras Francisco pasaba la noche orando al Señor. Quedó tan conmovido, que al día siguiente decidió repartir todo lo que tenía entre los pobres y seguir las huellas de Francisco. Esto causó una gran conmoción en la ciudad de Asís. Los nobles y poderosos comenzaron a recelar de la influencia de Francisco, mientras otros tantos jóvenes y jovencitas dejaban todo para seguir su ejemplo, repartiendo sus posesiones entre los pobres para ir en pos de Cristo.
Al principio, la naciente fraternidad tenía por única guía y regla de acción los principios que Francisco tomaba del Evangelio. Vivían sin posesiones en pequeñas chozas de barro, cuidándose mutuamente, trabajando con sus manos para obtener sustento (aunque nunca dinero) y a veces pidiendo limosna. Siempre marchaban de dos en dos por los caminos, predicando y saludando a todos con: «El Señor te dé la paz». La mayoría los miraba extrañados, no pocos se burlaban y algunos los golpeaban y trataban como locos o ladrones. Pero ellos siempre intentaban responder con una sonrisa mientras daban gracias al Señor por los golpes y las burlas. Iban de ciudad en ciudad y de plaza en plaza animando a todos a arrepentirse de sus pecados y volverse al amor del Señor. Estos fueron los mejores años de Francisco y la fraternidad, cuando eran libres para seguir al Señor sin normas ni controles eclesiásticos. Sin embargo, muy pronto todo habría de cambiar.
A medida que fueron siendo más y más conocidos, la fraternidad fue creciendo, y Francisco sintió que era tiempo de solicitar un permiso de la autoridad para continuar con la fraternidad y su misión. Sus biógrafos atestiguan que, en verdad, no pensaba que la autoridad debía refrendar el evangelio que el Señor mismo le había encomendado, sino que más bien, como todo cristiano medieval, pensaba que debía hacerlo por respeto y sumisión. Pocos años antes Pedro de Valdo había expresado el mismo deseo, pero había sido rechazado.
Contrariamente a lo que había sucedido con Valdo, Francisco obtuvo el permiso. La autoridad, tras largas deliberaciones, aceptó la «regla» propuesta, que no era más que una compilación de versículos del Evangelio. La experiencia con Valdo había demostrado que oponerse a esta clase de movimientos era peor. Desde entonces, se buscó convertir el movimiento ‘franciscano’ en un disciplinado ejército sometido a los intereses de la iglesia institucionalizada. Con el tiempo, este hecho llegaría a ser la gran tragedia en la vida de Francisco.
El Camino de la Cruz
Francisco nunca fue un teólogo ni un hombre especulativo. Desconfiaba del conocimiento y la sabiduría puramente intelectual, pues para él conducía al orgullo y la superioridad. Por lo mismo, y honestamente, nunca se preguntó acerca de la validez escritural de la iglesia de su tiempo. Él simplemente deseaba vivir el Evangelio de la forma más humilde, pobre y amable posible, sin despreciar ni herir a nadie. Además, pensaba que había sido llamado a predicar con el ejemplo y no con la palabra. Aunque leía y citaba constantemente la Biblia, siempre se consideró ignorante e incompetente en cuanto a enseñar sobre ella. No obstante, a pesar de todo lo anterior, en su intento de vivir radicalmente a Cristo según lo revelan los evangelios, se halló inevitablemente enfrentado con los intereses y estratagemas del sistema eclesiástico dominante. En este punto, desgarrado entre su anhelo de total fidelidad a Cristo y, por otra parte, su respeto hacia una jerarquía eclesiástica que impedía su completa realización, comenzó la noche oscura para él.
A medida que la fraternidad fue creciendo, muchos hombres preparados en las doctrinas y estatutos de la iglesia profesante entraron en ella. La mayoría fue atraída por un interés y simpatía reales hacia Francisco y los primeros hermanos. Pero su espíritu era muy distinto. Y en ellos, la jerarquía encontró el medio de tomar las riendas del movimiento, nombrándolos rápidamente como rectores del mismo. Estos ‘letrados’ consideraban a Francisco demasiado simple, tosco e inculto para dirigir un movimiento tan grande. Querían atenuar lo que consideraban un ideal demasiado riguroso y organizar la orden de acuerdo a las reglas monásticas preexis-tentes. Deseaban fundar conventos y seguir el camino ya conocido.
La autoridad había nombrado a Hugolino como delegado protector de la orden. Este, influido por los ministros, intentó convencer a Francisco tenazmente para que adoptara alguna regla monástica. Pero Francisco se mantuvo inconmovible. Los hermanos no necesitaban más regla que el Evangelio de Cristo. De hecho, los primeros franciscanos eran cualquier cosa menos monjes. Tenían total libertad para vivir como el Señor los dirigiera: algunos como jornaleros, otros como ermitaños, otros como peregrinos y aún otros, como predicadores itinerantes. No existía ninguna organización más que la necesaria para salvar las situaciones según se presentaban. Eran, ante todo, una familia unida por lazos espirituales.
Así se expresaba entre ellos lo que Francisco había recibido de parte del Señor. Pero ahora se les exigía otra cosa: organización y uniformidad. Para aquéllos era una cuestión de practicidad y realismo; para Francisco, en cambio, estaba en juego la viabilidad misma del Evangelio de Cristo. Él se lo había jugado todo por esa forma de vida que los ministros despreciaban como carente de sentido común. Fue una batalla terrible en la que el alma de Francisco fue arrastrada hacia un abismo de agonía, duda y desesperación. Fueron años largos y oscuros, durante los cuales la fraternidad le fue arrebatada progresivamente, mediante cientos de argucias y engaños.
De hecho, ellos tenían miedo de enfrentar a Francisco, así que le pidieron a Hugolino que interviniera. Un día, éste tomó a Francisco aparte y comenzó nuevamente a hablarle. En respuesta, Francisco tomó a Hugolino de la mano y entró así a la asamblea general de hermanos. Y dijo: «Hermanos míos. El camino en que me metí es el de la humildad y de la sencillez. Si les parece nuevo mi programa, sepan que el Señor mismo me lo reveló y que de ninguna manera seguiré otro. No vengan a hablarme de reglas… ni de ninguna otra forma de vida, fuera de aquella que el Señor misericordio-samente me mostró. Y el Señor me dijo que él quería que yo fuera un nuevo loco en el mundo… En cuanto a ustedes (dirigiéndose a ellos), que Dios los confunda con su sabiduría y su ciencia».
En medio de ese torbellino, Francisco decidió ausentarse e ir a predicar a los musulmanes. En realidad estaba desalentado y no deseaba batallar más, ni apropiarse de nada para sí. Los letrados, aprovecharon el momento, y muy pronto metieron a todo el movimiento en regla. Los primeros hermanos se opusieron, pero fueron perseguidos y encarcelados. Sin embargo, otros partieron a buscar a Francisco. Finalmente lo encontraron y lo trajeron de vuelta. Cuando éste llegó, y comprobó todos los cambios introducidos durante su ausencia, se enfureció: En el lugar mismo donde él había iniciado la fraternidad, los clérigos habían erigido un convento.
Molesto, se subió entonces al techo y comenzó a tirar las tejas. Sin embargo, los letrados no se dieron por vencidos. Ni tampoco Hugolino. Finalmente, Francisco, enfermo y agotado, decidió renunciar por completo a la dirección de la fraternidad, nombrando en su reemplazo a un hermano de su confianza. Reunió a los hermanos y les habló, en tono sombrío y triste: «Hermanos, en adelante estoy muerto para ustedes. He aquí al hermano Pedro Catani a quien todos, ustedes y yo, obedeceremos». Había perdido la batalla por la fraternidad.
De este modo, sin embargo, Francisco había optado por el camino de la cruz y de la completa desapropiación. «Sólo Dios basta», se repetía a sí mismo. Pero, desde ese momento en adelante, Francisco y el movimiento que él había fundado, que hasta hoy lleva su nombre, seguirían caminos cada vez más divergentes. Entre tanto, se retiró con algunos de sus compañeros más antiguos y fieles, y procuró continuar con la misión que el Señor le había mostrado.
Se hallaba cada día más enfermo y una patología contraída en oriente lo estaba dejando paulatinamente ciego. No obstante, volvió a recorrer los caminos y aldeas predicando el evangelio. La gente venía de todas partes a escuchar sus mensajes. En especial los más pobres y desamparados. Y Francisco lloraba cada vez que les hablaba del amor de Cristo y de la Cruz.
En la última etapa de su vida buscó una identificación cada vez más profunda con Cristo crucificado. Estaba tan enfermo, que a veces los dolores superaban su capacidad de resistencia. Los hermanos, desesperados, trataban de ayudarlo y animarlo, pero él les respondía: «No hace falta, conozco a Cristo pobre y crucificado y eso me basta».
Fue durante esa época que ocurrió el extraño episodio de los estigmas. Los cronistas aseguran que recibió las marcas de Cristo mientras oraba solo en una montaña. Sin embargo, Francisco nunca habló de ello con nadie, y jamás permitió que nadie viera aquellas marcas mientras estuvo vivo. Sin embargo, tras su muerte, el director de la orden aseguró haber comprobado su existencia. De todos modos, el episodio de los estigmas, si es que ocurrió, y cualquiera que sea su significado, pertenece a la esfera subjetiva y privada de su fe personal en el Señor, y, por lo mismo, no se le puede conferir ningún significado adicional.
Ahora bien, tras este episodio, sus dolores se incrementaron paulatinamente. En aquel tiempo la medicina era muy rudimentaria y los médicos poco podían hacer para ayudarle. Al final perdió la vista por completo. No obstante, él permanecía espiritualmente alegre y en paz. Nunca se quejaba. De este tiempo final data su famoso «Cántico de las Criaturas», que compuso tras una noche de indescriptible dolor. Mas, cuando el dolor llegó a su clímax, desapareció por completo, y Francisco fue invadido por una paz sobrenatural que lo mantuvo arrobado en Cristo hasta el amanecer. Entonces pidió que escribieran el cántico que el Señor le había dado esa noche. Éste dice, en su penúltima estrofa, agregada un poco después: «Loado seas Señor, por los que perdonan por tu amor y soportan enfermedad y tribulación. Bienaventurados los que sufren en paz, pues por ti, Señor, coronados serán».
Cuando llegó la hora de su muerte, estaban con él todos los compañeros del principio. Se despidió de todos, uno por uno, y luego les rogó que lo pusieran desnudo sobre la tierra para esperar allí a la «hermana muerte corporal, que nos cierra las puertas de esta vida, y nos abre las puertas de la Vida». Hizo un recorrido por toda su vida desde su conversión y dio gracias a Dios por cada episodio. Poco después comenzó a recitar el Salmo, «Con mi voz clamé al Señor…» y quedamente se durmió en el Señor. Tenía sólo 45 años.
Legado de Francisco de Asís
En todo tiempo, aun aquellos de mayor apostasía y oscuridad Dios se ha reservado siempre un testimonio. Durante la Edad Media, mientras la cristiandad crecía en organización y poder mundanos, muchos creyentes reaccionaron contra ese estado de muerte y ruina espiritual, saliendo de la iglesia organizada, y escogiendo así el sangriento camino de los mártires. Otros queridos santos, sin embargo, permanecieron dentro de ella, y desde allí alumbraron esa oscuridad, no sin pagar también un enorme precio de sufrimiento y dolor.
Francisco de Asís ocupa un lugar destacado entre todos ellos. Pocos creyentes, antes y después de él, han alcanzado un carácter tan transformado y santificado por la vida de Cristo. Precisamente, por ello, a través de él, y sus seguidores, esa vida pudo desbordarse para tocar y alumbrar a cientos de miles que vivían en la pobreza y la desolación, tanto material como espiritual. La gracia de Dios pasó por encima de todas las barreras y limitaciones de aquella edad oscura y brilló a través del pequeño e insignificante «pobre de Asís», en lo que por sí mismo constituye un juicio hacia una cristiandad apóstata. De este modo Europa no se perdió para Cristo. Y allí, donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.
En una época de violencia y persecución, él y los suyos eligieron el camino de la paz, la paciencia y el amor de Dios, y de una vida vivida radicalmente según el Evangelio y sus enseñanzas. Y aunque hoy con dificultad podríamos refrendar como escriturales algunas de sus creencias; con todo, su genuina fe y conducta, arraigadas radicalmente en el evangelio de Cristo, y, a partir de allí, su voluntaria elección de la pobreza, son todavía un conmovedor llamado hacia una vida cristiana de despojamien-to y renuncia por amor a Cristo. Más aún en nuestros días, de tantas comodidades y amor desenfrenado al dinero entre muchos de los creyentes.
En sus últimos años, Francisco recordaba con alegría que cuando la jerarquía de la iglesia lo había convocado a enrolarse en su cruzada contra los albigenses, él había rehusado, porqué a los «herejes» se les debía persuadir únicamente con el ejemplo y el amor, pues «la verdad se defiende por sí misma». Demostrando así que el supuesto «espíritu de los tiempos» no puede justificar aquellas crueles persecuciones.
Por esta y otras razones, la iglesia se vio obligada a reescribir la historia de Francisco. Tras su muerte, sus seguidores más íntimos fueron perseguidos y acallados, hasta convertirse, con el tiempo, en un pueblo marginado, conocido como «Los Espirituales» o «Fraticellis», muchos de los cuales fueron martirizados. Entre tanto, la jerarquía mandó quemar todas las biografías escritas por sus primeros seguidores, y encargó al superior de la orden, que escribiera una biografía oficial, conocida como «La Leyenda Mayor» (1263). En ella se eliminaron todos los elementos conflictivos de la vida de Francisco (la primera regla y las intrigas y manipulaciones en contra de la orden) y se le presentó, curiosamente, como un monje fundador de conventos. Esa fue la imagen que persistió de él, hasta que, a principios del siglo veinte, algunos investigadores dieron con algunas de las biografías anteriores que no pudieron ser destruidas. Entonces su verdadera historia y figura reapareció.
Quizá el mejor comentario sobre su vida la haya hecho él mismo: «Aquel altísimo Señor, cuya sustancia es amor y misericordia, tiene mil ojos con los que penetra las concavidades del alma humana… Pues bien, esos altísimos ojos han mirado a la redondez de la tierra y no han encontrado criatura más incapaz, inútil, ignorante y ridícula que yo. Por eso justamente me escogió a mí, para que se patentizara ante la faz del mundo que el único magnífico es el Señor… Para confundir… Para que se sepa, para que quede evidente y estridente a la vista del mundo entero que no salvan la sabiduría, la preparación y los carismas personales, y que el único que salva, redime y resucita es Dios mismo. Para que se sepa que no hay otro Todopoderoso; no hay otro Dios sino el Señor».
R.A.B.