Acán entre nosotros (y en nosotros) debe ser descubierto y juzgado.
La palabra y su demanda
Dios habla a su pueblo dándole a conocer un deseo de su corazón. Dios quiere que éste adhiera a ese deseo espontáneamente, en un acto de obediencia gozosa. Él quiere que los bienes de Jericó –la primera ciudad tomada– le sean dedicados enteramente. Ellos tal vez no entiendan (no todos, al menos) los principios espirituales implicados, pero Dios exige obediencia.
Dios suele hacerlo así. Demanda obediencia al hombre para probar su corazón, sin dar muchas explicaciones acerca de por qué debe obedecer. Dios dijo a Adán que moriría si comía del árbol del conocimiento del bien y del mal; pero como Adán no conocía la muerte, su obediencia debía ser un acto de fe. Dios le dijo a Noé que preparara un arca porque enviaría un diluvio para destruir todo ser viviente sobre la tierra. Como Noé no sabía lo que era un diluvio (y tal vez ni siquiera sabía lo que era la lluvia), debería obedecer por fe.
La palabra de Dios era tan enigmática para Adán como para Noé, porque las consecuencias de la posible infracción no tenían un referente en la experiencia de ellos. Noé obedeció, pero Adán no, y sus efectos nos son conocidos, lo cual nos muestra que la palabra de Dios es imperativa para los hijos de Dios, y que no admite argumentos.
Dios demanda de Israel que le consagre la plata, el oro, y los utensilios de bronce y de hierro que sean tomados de Jericó. ¿Era ésta una demanda inusual? No; no lo era. Dios había exigido para sí el hijo que abría la matriz, el primogénito de sus animales y las primicias de sus cosechas. ¿Qué podría extrañarles que Dios quisiera el botín de la primera ciudad capturada en Canaán? Después vendrían otras muchas, cuyos tesoros podrían tomar libremente, pero esta era para Dios.
Había otro hecho más, que facilitaba el cumplimiento de la exigencia: ésta vino en un momento adecuado, el momento ideal para la obediencia. Hacía poco habían sido circuncidados y habían celebrado la Pascua. La aridez del desierto había quedado atrás. Ellos se habían despojado del castigo de cuarenta años errabundos. Por su parte, la Pascua era un canto de victoria por la liberación de Egipto y por la salvación de sus primogénitos. Atrás había quedado la esclavitud. El poderoso enemigo que otrora les había esquilmado era sólo un triste recuerdo.
Habían comenzado a disfrutar de la Buena Tierra, comiendo los primeros frutos de aquello que no habían plantado ni sembrado. Como para olvidarse del maná, ese alimento de sabor suave pero rutinario, que tanto les fastidiaba.
Tenían, además, a su haber, las victorias de Moisés más allá del Jordán, contra Sehón, rey amorreo, y Og, rey de Basán. Ahora toda la tierra estaba por delante, para ser tomada, todos los enemigos temblaban. La promesa de Dios para con ellos era firme. Así que Israel estaba en el mejor pie para obedecer la demanda de Dios. Ellos debían obedecer.
¿Qué ocurre con el pueblo de Dios hoy? Dios habla todavía y sus demandas expresan el deseo de su corazón. Porque Él quiere ocupar el primer lugar en la vida de sus hijos. Pero cuando las demandas vienen ¿qué hacemos con ellas? Tal vez las recibamos permanentemente, pero tal vez permanentemente las desechemos. El corazón está ocupado con infinidad de pensamientos extraños. Los afectos del alma se han disparado en pos de vanidades.
Dios habla hoy, y su pueblo está todavía en un mejor pie para obedecer. La luz de la revelación ha aumentado, los principios espirituales para una vida victoriosa han sido sembrados suficientemente en el corazón de casi cada cristiano, los recursos del cielo están a su disposición, los medios de gracia abundan, la literatura cristiana está al alcance, los medios audiovisuales llevan la Palabra por doquier. Sin embargo, ¿está siendo Dios oído? ¿Está siendo atendido?
La transgresión
Como escondido entre las muchedumbres de Israel hay un hombre distinto a los demás. Su corazón no late al mismo paso que los otros. Su imaginación no se conforma a los pensamientos de Dios. Él sueña con grandezas que parecen imposibles de alcanzar en buena lid. Es un Judas anticipado, un antecedente de Ananías, el que habría de manchar los ágapes de la primera iglesia. Su nombre es Acán: es una tierra espinosa en quien la palabra de Dios ha sido ahogada por “el afán de este siglo y el engaño de las riquezas” (Mateo 13:22); es un apóstata en medio del pueblo santo.
¿Su pecado? La codicia. La misma que derrotó a Eva en el huerto (Génesis 3:6), al pueblo de Israel en el desierto (1ª Cor.10:6), y que rebrotó más tarde en la iglesia en Jerusalén (Hechos 5).
Tres cosas atraparon el corazón de Acán y lo derribaron en tierra: la fastuosidad de un manto babilónico “muy bueno”, el atractivo de doscientos siclos de plata, y el deslumbramiento producido por un macizo lingote de oro. El corazón de Acán (el mismo viejo corazón de Adán) fue seducido también, lo mismo que aquél, por “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida” (1ª Juan 2:16). La falta de Acán se agravó porque tomó lo que no era suyo, sino del Señor.
En medio del pueblo de Dios todavía hay Acanes. Sus figuras se disimulan entre los justos, se camuflan entre los santos. Sus corazones laten por los deleites y se enloquecen por las vanidades de la vida. Su mayor arte consiste en infiltrarse sin ser notados. Muchas veces lo consiguen. Cuando lo logran causan estragos, porque acarrean derrota tras derrota para el pueblo de Dios. La más veces son hermanos comunes, pero a veces se ocultan tras los púlpitos. Su palabra suele ser conmovedora, su aspecto parece perfectamente piadoso, pero hay un pecado escondido a los ojos de los hermanos. En los grandes eventos lucen orgullosos sus mantos babilónicos; la plata y el oro enjoyan su mano. La fastuosidad les rodea. ¿No se ven imponentes? Ellos amenazan con entrar en las bodas del Cordero sin estar vestidos de bodas. Su astucia es tal, que a lo mejor lo logran.
La ira de Dios y la turbación del pueblo
Por el pecado de Acán “la ira de Jehová se encendió contra los hijos de Israel” (Jos.7:1). Pero Israel, ignorante de todo, sube confiadamente en guerra contra Hai. Ellos piensan que no necesitarán más de tres mil hombres para vencerlos. “Ellos –dicen– son pocos”. Pero contrariamente a lo que presumen, son derrotados vergonzosamente. Entonces Josué y el pueblo se desconciertan. Su corazón desfalleció “y vino a ser como agua.”
Su primera reacción es culpar a Dios (“¿Por qué hiciste pasar a este pueblo el Jordán para entregarnos en las manos de los amorreos para que nos destruyan?”), luego lamentan su suerte (“borrarán nuestro nombre de sobre la tierra”). Pero el Señor pone las cosas en su lugar (“Levántate; ¿por qué te postras así sobre tu rostro? Israel ha pecado…”). La falta no está en Dios, sino en su pueblo.
Ellos han cometido una falta múltiple: “Han quebrantado mi pacto que yo les mandé; y también han tomado del anatema, y hasta han hurtado, han mentido, y aun lo han guardado entre sus enseres.” El castigo no es sólo la derrota pasada ante Hai: las derrotas podrían seguir: “Por esto los hijos de Israel no podrán hacer frente a sus enemigos, sino que delante de sus enemigos volverán la espalda, por cuanto han venido a ser anatema; ni estaré más con vosotros, si no destruyereis el anatema.”
El pecado de Acán, a diferencia del pecado de Coré (Números 16), no es considerado el pecado de un solo hombre, sino el de todo el pueblo. Así que Dios exige que todo el pueblo se santifique, y que sea quitado el anatema de en medio de ellos, si es que han de seguir avanzando en la voluntad de Dios.
El pecado del pueblo siempre acarrea ira de parte de Dios, y también turbación. “Escondiste tu rostro, fui turbado” –exclama el salmista (30:7). ¿Cómo podría haber sido de otra manera, si Dios es Santo, si halló necedad en los ángeles, y ni aun las estrellas son limpias delante de sus ojos?
El favor de Dios se detiene, su mano ya no se extiende para salvar, el enemigo del alma se levanta con furia para destruir. Entonces nos derrota y nos avergüenza; transforma nuestro gozo en llanto, y nuestro vestido de salvación en cilicio de luto. Atravesamos los valles de la sombra y de la muerte sin el aliento de la “vara y el cayado” del Pastor. Dios se nos ha escondido, no vemos nada al final del túnel; sólo oscuridad y silencio.
Ante esto, hay dos caminos: sacudirnos superficialmente del pecado y seguir avanzando a contrapelo, echando mano a los recursos de la carne, “adornando nuestro camino para hallar amor” (Jer. 2:33), como si Dios nunca hubiese mostrado su desagrado; o bien detenernos, humillarnos, arrepentirnos y santificarle.
Lo primero es propio de la gente avasalladora, acostumbrada a solucionarlo todo astutamente, o por la fuerza, de modo que nada impida el avance de su obra, que nadie empañe su gloria.
Lo segundo es propio de los que le aman, y que están dispuestos a arrostrar la vergüenza pública, el escarnio y la maledicencia, en un ‘mea culpa’ profundo, paralizante y desestabilizador. Aceptan el juicio a su carne y a su engañoso corazón; en definitiva, justifican a Dios. Esto no se puede sufrir sin estar dispuesto a morir, sin aceptar la propia corrupción, para que Dios sea santificado.
El juicio al transgresor
El pecado de Acán, terrible ya de por sí, se agrava, porque no ha confesado su pecado. Al no haber confesión espontánea, se hace preciso descubrirle. Recién entonces, Acán confiesa. Pero ya es tarde. El reconocimiento no lo libra del castigo: debe morir él y toda su casa. La turbación que ha traído sobre Israel debe caer sobre quien la ha causado. Su pecado llega a ser célebre –tristemente célebre– porque da nombre a un valle: el valle de Acor, de la turbación.
Israel tuvo su Acán. Su castigo habría de servir de escarmiento para la posteridad. El pecado no puede quedar impune. Unas veces se descubre en seguida, otras se descubre después (1ª Tim.5:24), pero sea cual sea el caso, Dios lo juzgará.
En el pueblo de Dios andan muchos Acanes sueltos, con una amplia sonrisa en el rostro. Al igual que aquél Agag, rey de Amalec, ellos dicen alegremente: “Ciertamente ya pasó la amargura de la muerte” (1 Samuel 15:32); sin embargo, aunque demore un poco, la espada de Samuel caerá sobre ellos inexorablemente. Otros se esconden en el aparataje administrativo de las grandes organizaciones religiosas. Allí el pecado pasa inadvertido, las tinieblas se esconden tras los papeles y el ‘show business’.
Pero Acán está también dentro de cada uno de nosotros. Suele agazaparse entre las motivaciones puras y esconderse entre las acciones nobles de los hijos de Dios. Su mirada furtiva tiende a la opulencia y al lujo. Su propósito es la gloria humana y la grandeza. Sin embargo, la sentencia para él es una sola, y definitiva: la muerte. La cruz es su lugar, la muerte es su destino. Su engañoso corazón debe ser desnudado y su pecado exhibido. Acán no tiene salvación.
Si no aceptamos la sentencia, llevaremos al pueblo de Dios a la derrota. Aceptemos el juicio de Dios sobre nuestro Acán, levantemos un túmulo sobre sus despojos. ¡Gocémonos en su muerte!
Recuperación del favor de Dios
El juicio ha sido rápido; y el castigo, ejemplar. Entonces “Jehová se volvió del ardor de su ira.” (7:26). La justicia de Dios ha sido satisfecha y Su Nombre ha sido santificado. El valle de Acor luce solemne y terrible, pero de allí mismo se abrirá una puerta de esperanza para el pueblo de Dios. (Oseas 3:15). Tras la turbación viene la esperanza. Tras el juicio vindicador, viene otra vez la gracia a raudales. Hai caerá delante de Israel en el próximo enfrentamiento. Las cosas vuelven a la normalidad. Israel arrasa con sus enemigos. ¿Quién podrá resistirse el caminar del pueblo santo?
¡Qué complacido luce el rostro de Dios mirando a su pueblo! Sus hijos han obedecido con premura, la afrenta a Su nombre ha sido limpiada. Ahora siente que ellos le aman, que tiemblan a su palabra y que corren para la obediencia. El enemigo no podrá atemorizarles. Delante de ellos, todos serán turbados, empequeñecidos, devastados.
Las obras de Acán, el turbulento, han sido juzgadas, y Acán mismo ha muerto. ¡Dios ha sido santificado! El pueblo de Dios, como un cuerpo sano, vigoroso y fuerte, podrá avanzar y nadie le detendrá.