Pablo introduce por primera vez esta expresión en Romanos capítulo 7, en contraposición al «régimen viejo de la letra». El viejo régimen de la letra se refiere a la ley, a los mandamientos escritos en tablas de piedra; en cambio el nuevo régimen del Espíritu corresponde al Nuevo Pacto, en que la ley está escrita en el corazón y en la conciencia del hombre, por el Espíritu Santo.
La letra aquí, lo mismo que en 2 Corintios 3, no se refiere al conocimiento humano, las letras humanas –como a veces se interpreta– sino a la letra de la ley de Moisés. O, lo que es lo mismo, a toda forma de religión que tiene toda su normativa fuera del hombre, y que se impone a él.
Es que el régimen de ambos pactos, el Antiguo y el Nuevo, difiere sustancialmente en esto. Obedecer la letra es atender la enorme cantidad de mandamientos escritos. Andar en el Espíritu, en cambio, es seguir la conducción que desde adentro, del corazón, hace el Espíritu Santo.
La fe cristiana es un asunto de Espíritu y no de letra. Consiste en vivir la vida de Dios, guiados por la Unción que «nos enseña todas las cosas» (1 Juan 2:27), y no un asunto de obedecer una lista de mandamientos. El imperativo de este régimen actúa desde dentro hacia afuera; el otro, desde afuera hacia adentro. El régimen nuevo echa mano a la vida de Dios que está en el corazón; el otro, obtiene sus recursos absolutamente en la voluntad del hombre, porque no hay Espíritu adentro.
El cristianismo es una realidad viva, no una doctrina que se impone. El Antiguo Pacto descansa en leyes, porque no tiene espíritu. El Nuevo descansa en el Espíritu, así que no hay leyes, excepto la ley de Cristo (1 Cor. 9:21; Gál. 6:2), que es la ley del amor (Rom. 13:10), y de la libertad (Stgo. 2:12).
Cristo, viviendo por el Espíritu en el creyente, vive una vida de tal calidad, que no requiere ley alguna. No peca de modo alguno, y es capaz de vencer todo pecado. Es la ley del amor, porque el amor no hace mal al prójimo, y el que ama «todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta». Es la ley de la libertad, porque la vida de Cristo no requiere restricciones.
Aquello que a algunos pueda parecerle leyes, son en realidad sugerencias, ruegos, demandas, hechas por el Espíritu, no al hombre, sino a la vida divina que está en el corazón del creyente. En el Nuevo Pacto no es el hombre que obedece leyes –ya quedó demostrado que es incapaz de hacerlo– sino que es el poder de la gracia actuando en el cristiano.
Un creyente obediente al Espíritu para el amor y la libertad no requiere de ley alguna. Todo lo que haga será la expresión de la vida nueva que tiene adentro. Una vida celestial, dulce y generosa; potente y delicada – la vida eterna de Dios en Cristo.
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