El Señor Jesús ama a su iglesia con amor eterno, y los creyentes son desposados con él para que lleven fruto para Dios.
Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne».
– Gén. 2:23.
Nuestra Biblia es un verdadero paraíso de hermosas flores y dulces frutos. Pero el creyente se encuentra más a gusto, sobre todo, en aquellos parajes escogidos poblados de señales de la ternura del Salvador. Nuestra felicidad se eleva hasta el cielo cuando, apoyados en la Escritura y bajo la luz del Espíritu Santo, el alma discierne que Jesús ama con amor eterno.
Tierno lenguaje
No podemos andar mucho por las páginas de la Palabra sin que pronto escuchemos la voz que nos dice: «Presten atención, quiero hablarles de mi amor». Con este propósito, cada imagen de ternura habla en su turno. ¿Ama un padre con la fortaleza del amor varonil? Jesús es nuestro Padre Eterno. ¿Es una madre amorosa en sus dulces caricias? El Señor es más constante todavía, pues aunque padre y madre te olvidaran, «yo no te olvidaré nunca». ¿Es generoso el afecto del hermano? Cristo es el primogénito entre muchos hermanos. ¿Es la unión de las hermanas tan tierna como las fibras del corazón? La iglesia es su hermana, su esposa. ¿Es noble la simpatía de un amigo? Leemos: «Ya no os llamaré siervos… pero os he llamado amigos».
¿No bastan estos paralelos? No, si no se les añade otro. Así como para formar la luz más pura se precisa la combinación de todos los colores, así todos los matices deben juntarse para darnos el retrato completo de un amante Salvador. Falta el cariño perfecto que fluye de un corazón a otro corazón en el enlace nupcial. Pero, ¿llamará también Jesús a su pueblo con el calificativo de «novia»? Sí, así lo hace. Y ello constituye la delicia del Espíritu. Encontramos este trato en el jardín del Edén. Camina a nuestro lado a lo largo de todos los verdes pastos de la Palabra. Nos deleita hasta el final del Apocalipsis. «El Espíritu y la Esposa dicen: Ven». Un eco responde a otro eco: «Como el gozo del esposo con la esposa, así se gozará contigo el Dios tuyo (Isaías 62:5) … Te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia, juicio, benignidad y misericordia» (Oseas 2:19).
Siguiendo esta dirección santa, vivamos en busca de Jesús con aquellos sentimientos puros que inocentemente se albergaron en el corazón de Adán antes de que el pecado entrase y lo profanase. La narración es simple: «Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre» (Gén. 2:21-22). Pero el misterio de esta porción es profundo.
Mayor que Adán
Uno mayor que Adán, el primer esposo, se encuentra en esta historia de unión sin pecado. A la fe se le ha enseñado, y lo ha aprendido rápidamente, que el novio espiritual y la esposa mística se hallan en esta narración. Los primeros esposos terrenos no son más que una sombra del amor celestial. El segundo Adán duerme un sueño, el sueño de la muerte, sobre el duro altar de su ignominiosa cruz. Su costado es atravesado. Y de allí fluyen los medios para constituir la iglesia. Hay sangre para expiar cada pecado y agua para lavar cada mancha. El Padre presenta la esposa a Adán. El mismo Padre entrega a Cristo su favorecida esposa. Adán la recibe como parte de sí mismo. La palabra de Cristo otorga la misma bienvenida: «…porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos» (Ef. 5:30).
Nos sentimos animados a trazar las semejanzas con reverencia. Los matrimonios entre personas de muy distinta posición social resultan difíciles de realizar. Aquí se trata de una novia muy baja en cuanto a sus orígenes. Está formada de barro. En cambio Jesús mora en el brillante palacio del cielo, glorioso, con todos los atributos de su deidad. ¿Cómo podrá efectuarse semejante unión? Él deja su alta morada. Un velo cubre su poner omnipotente. Y desciende a nuestra choza. No se mofa de nuestros harapos. Nace como hombre en Belén. Vive en naturaleza humana el Hijo del Hombre.
¡Oh, alma mía! ¿Se ha detenido el Señor en tu camino para hacerte suyo para siempre? La distancia es infinita, pero él vino con la velocidad de la luz sobre alas de amor y no paró hasta que posó en nuestro hogar lejano.
Envía cartas
El novio tiene por pocos todos los esfuerzos para ganarse una mirada de la novia. ¿Es posible que Jesús luche para ganar nuestras desagradables almas? Sí, Jesús batalla por ello. Él vive cuando nosotros amamos. Apenas parece reinar si no le presentamos el corazón para que haga de él su trono. Ahí, en las Escrituras, envía carta tras carta solicitando y ardiendo en la pura llama de la ternura divina. Nos sigue con el clamor constante: «Vuelve a mí, ven a mí, quédate conmigo». Por esto envía a sus fieles ministros, los amigos del novio, para pleitear su causa, para suplicar en su lugar, para buscar en Su nombre, para presentar sus inmaculados encantos, para mostrar que su amor es fuerte como la muerte y puro como la luz, tan infinito como la eternidad.
Ese ministerio es tanto más fiel a Cristo, más rico en frutos eternos, cuanto más vívidamente presenta a Cristo. Pero aún hay más. El Espíritu Santo es enviado por el Padre y el Hijo, y revela al Señor en todas las bellezas de su persona, todas las maravillas de su gracia, todas las glorias de su obra. Derriba todos los prejuicios, tuerce la corriente de la voluntad opuesta y enciende una flameante antorcha en los oscuros rincones de nuestra alma. Así es consumada la unión. El alma fiel olvida a su propio pueblo y la casa de sus padres. Echa lejos los antiguos pretendientes que cautivaron sus pensamientos. Sale afuera y se separa del mundo que antes tanto amaba. Lo deja todo y se une a Cristo.
Los lazos nupciales anulan los antiguos documentos en cuanto al estado y, a veces, el domicilio. Un nuevo apellido y una nueva dirección muestran que la novia ya no es independiente, que ya no se pertenece a ella sola. Lo mismo ocurre en la unión espiritual. La persona de Cristo proclama su divinidad, y esta es la diadema de la iglesia. ¿No está escrito así en Jeremías 23:6 y 33:16? Se nos dice primeramente que «El Señor, justicia nuestra», es su nombre. Y la misma porción es para la esposa, porque añade que: «El Señor, justicia nuestra» es el nombre de ella también.
Íntima comunión
El novio busca la comunión íntima. Igual ocurre con Jesús. Por su palabra, y por medio de sus mensajeros, lleva a su pueblo a su lado. Abre delante de él los propósitos de su gracia y los secretos de su Reino. Le anima a que le cuente sus necesidades, temores, deseos y esperanzas. Invita tiernamente: «Hazme oír tu voz…». ¿Quién puede describir el cariño de un novio? Y, sin embargo, es como una gota de agua comparada al océano de una caricia del Salvador. «No tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades» (Heb. 4:15). «Quien os toca, toca la misma niña de sus ojos» (…). «Él es afligido en todas nuestras aflicciones» (…). Aún no han dañado a uno de sus miembros sufrientes y ya la Cabeza llora en los cielos: «¿Por qué me persigues?», pregunta a un enemigo de su esposa, la iglesia.
Querido lector, tú has escuchado quizá a menudo estas verdades. ¿Han vibrado en ti de manera que han hallado una respuesta en tu corazón? Si no es así, no tienes el espíritu de la novia.
El novio trae su dote. ¿Y no nos enriquece Cristo con toda suerte de dones? Los mismos ángeles pueden maravillarse y sorprenderse al contemplar las riquezas de la iglesia. Cristo no le esconde nada a ella. Todos sus atributos son su gran herencia. Su sabiduría está lista para su dirección. Su poder para su socorro. Su amor para consolar. Su fidelidad y Su verdad son su cayado. Su Espíritu Santo es vertido sobre ella sin medida, para enseñarle, enlazarla y bendecirla. Suya es la justicia de Cristo, para ataviarse con ella en las moradas celestes. Sus cielos son los cielos de la esposa mística. Su trono es el suyo también. Y Su gloria y Su corona. La misma eternidad es para ella, para que pueda gozarse siempre. ¡Feliz el alma que responde a esta invitación amorosa!
Sin descanso
El novio no rehúye fatigas para poder traer sostén y abundancia a su amada. Así Cristo vive una vida de trabajo vigilante. No descansa de día ni de noche. Sus manos horadadas están siempre intercediendo y derramando suministros de gracia desde el cielo, para que, cada vez que surjan necesidades, él pueda satisfacerlas.
Las uniones terrenas conocen a menudo la pena de la separación. La severa voz del deber puede ordenar a veces: «Vete». La necesidad puede obligar a partir lejos. Pero nada en el cielo ni en la tierra, ni en el infierno, puede romper el abrazo que se ciñe en torno al Novio divino. En cada momento se halla más cerca que la misma sombra del que la proyecta. La vida se apoya en sus manos. La muerte sueña en su pecho. Ningún lazo puede fallar en el mundo de seguridad celestial: «No te desampararé, ni te dejaré» (Heb. 13:5).
En este frío mundo, los afectos suelen enfriarse. El día que amaneció con amor puede terminar con odio. Los gustos cambian y producen cambios. Los temperamentos discordes no concuerdan. Pero muy distinto es el matrimonio celestial. Siempre es verdad aquel texto: «El que se une al Señor, un espíritu es con él» (1ª Cor. 6:17). Cuando el Señor llama con amor, nos cambia por su Espíritu. Imparte una nueva naturaleza, cuyas pulsaciones van al unísono con las del Esposo. Es la misma armonía del cielo cuando Cristo es el todo.
Aquí, en este mundo, un hogar tiene que llorar a veces por causa de la impiedad que brota de allí mismo. Muchos han tenido que lamentar: «¡Oh, Absalón, hijo mío!». Pero de la unión celestial no surge más que simiente celestial. Los creyentes son desposados con Cristo para que lleven fruto a Dios (Rom. 6:22). Aparte de Cristo, el corazón es un nido de maldad; unido a él, es el progenitor santo de cada gracia santa.
Con los ojos de la fe
Pero, al presente, la iglesia ve a su Novio solo con los ojos de la fe. El velo de la carne impide la visión clara. Pero aún un poco y el día de la gran boda llegará. Un mundo sorprendido oirá la llamada: «¡He aquí, viene el Novio!». Se escucharán las voces de una gran multitud, como voz de muchas aguas y como voz de trueno que prorrumpirá en exclamaciones: «¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina! Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado» (Apoc 19:6-7).
Entonces Cristo brillará y será admirado en sus santos y glorificado en todos los que creen. La novia será traída delante del Rey, con alegría y gozo entrará en el palacio. El cántico nupcial será un incesante Aleluya. ¡Feliz el alma que responde a esta invitación amorosa!
Advertencia
Lector, ¿es tu feliz privilegio el conocer esta unión, que dura siempre, que cimenta tu corazón en Cristo y a Cristo en ti? Recuerda, pues, que esta bendita relación exige tu fidelidad. El Señor es celoso del amor de su pueblo. No debes alejarte de él ni un solo momento, ni en un solo pensamiento. Hay que ir con cuidado, porque ya han llegado los días cuando vienen extraños profesando ser los amigos del Novio. Incluso se levantan en púlpitos y hablan en Su nombre. Pero es posible conocerlos por esta señal: Exaltan más a la novia que al Señor, enaltecen más sus ordenanzas que a Él mismo, la incitan a contemplarse a sí misma, a apoyarse en sí misma, a confiar en sí misma y a decorarse a sí misma con los disfraces de la falsa humildad y la superstición. Andemos con cuidado, el terreno es resbaladizo. Puede parecer agradable a nuestra naturaleza egoísta, pero ello desliza hacia el anticristo.
Si algún alma mundana, cuya vida está ligada a otros afectos, lee estas líneas, ¿no querrá volverse atrás y romper sus lazos? Las promesas del príncipe de este mundo son mentiras; su porción es angustia, su abrazo la muerte, su morada la oscuridad, su lecho las llamas del fuego, su unión un grito angustiado de agonía. Hombres y mujeres sumidos en la mundanalidad, ¿pueden ustedes amar a semejante consorte?