El ministerio de la Palabra es como manzanas de oro en bandeja de plata.
«Manzana de oro con figuras de plata es la palabra dicha como conviene» (Prov. 25:11).
En mi opinión, una de las mejores traducciones de este versículo es la siguiente: «Las palabras habladas adecuadamente son como manzanas de oro en una bandeja de plata». Nuestra carga en los siguientes mensajes es el ministerio de la Palabra – la manera adecuada de predicar y hablar la Palabra de Dios. La Biblia dice que cuando hablamos adecuadamente una palabra del Señor es como una manzana de oro en una bandeja de plata.
Este mensaje es para todos, no sólo para aquellos que tienen el don para predicar o para aquellos que son ministros de la Palabra de Dios. Es para cada uno de nosotros, porque todos somos mensajeros de Dios.
Poseemos un mensaje para este mundo y un mensaje de los unos para los otros. Debemos declararlo de manera muy precisa y adecuada. Una palabra que decimos de parte del Señor debe ser anunciada adecuadamente. Cuando hablamos por nosotros mismos podemos hablar millares de palabras de manera descuidada, pero al hablar por el Señor debemos solamente declarar las palabras correctas y hacerlo de manera adecuada.
Manzanas de oro en bandeja de plata
Deseamos saber cómo hablar por el Señor, porque cuando eso ocurra será como manzanas de oro en bandeja de plata. Las manzanas de oro significan la Palabra de Dios, pues el oro habla de su naturaleza divina. La Palabra de Dios es como esas manzanas de oro.
Las manzanas de oro deben ser colocadas en una bandeja de plata o, en otras palabras, en un arreglo de plata. Somos esa bandeja de plata. La plata en la Biblia siempre simboliza la redención. Debemos ser redimidos para tornarnos un arreglo de plata. ¡Quien aún no ha creído en el Señor no puede hablar de parte de él! ¡Eso es imposible! Las manzanas de oro nunca serán colocadas en otro arreglo que no sea una bandeja de plata.
Gracias al Señor, no sólo somos redimidos para ir al cielo o para tener nuestros pecados perdonados, ni siquiera para vivir una vida santa. Fuimos redimidos para tornarnos un arreglo de plata. Las manzanas de oro, cuando son colocadas en ese arreglo de plata, simbolizan las palabras habladas adecuadamente. Por lo tanto, nuestra carga es considerar delante del Señor cómo podemos hablar de parte de él la Palabra de manera adecuada, o sea, cómo hablar la Palabra en el lugar y momento correctos, con la actitud, el contenido y el espíritu correctos.
Las escuelas bíblicas enseñan metodologías para predicar un mensaje. De acuerdo con sus métodos, Pablo no sería bien calificado porque uno de sus sermones fue tan largo que un joven cayó de la ventana. Según los métodos que conocemos hoy, no se predica un sermón muy largo. Las personas dicen: «Veinte minutos bastan». Además de eso, se enseña que quien desea ser un buen predicador, deberá ser capaz de cautivar la atención de la platea en los primeros cinco minutos. Si alcanza ese objetivo, entonces le irá bien en el resto del sermón.
No solamente la introducción es importante, también lo son el desarrollo y la conclusión; por eso también debemos prestar atención esos aspectos del mensaje. Es así como se aprende en una escuela bíblica. Al estudiar la Palabra de Dios vemos que los sermones de Esteban, de Pedro y de muchos otros no tienen esas tres partes.
Habiendo sido redimidos por él ¿cómo podemos presentarnos como arreglos de plata para ser usados por el Señor? Las manzanas de oro colocadas en ese arreglo nos hacen recordar no sólo que la palabra debe ser la adecuada, sino que esa palabra debe ser hablada adecuadamente.
El ministerio de la Palabra
Debemos tener un concepto correcto de lo que es el Ministerio de la Palabra. En la Iglesia tenemos el Ministerio de la Palabra. Esa expresión se encuentra en el libro de Hechos: «…Y nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra» (6:4).
El pronombre nosotros se refiere a los doce apóstoles. En aquella época, los apóstoles se dedicaban a la oración y al ministerio de la Palabra. Dedicaban sus vidas y todo su tiempo a la oración y al ministerio de la Palabra, exactamente como en la época cuando nuestro Señor estaba sobre la tierra.
En el milagro de la multiplicación, cuando el Señor alimentó cinco mil hombres, además de las mujeres y los niños, él sirvió una mesa y dio un banquete en el desierto. Las familias judías ricas, cuando ofrecían un banquete al convidado, dejaban que los siervos recogiesen lo que sobraba y lo llevasen para sus casas.
El Señor hizo muchos milagros, y, en la mayor parte de ellos, los discípulos sólo fueron observadores. Sin embargo, en la multiplicación de los panes y peces a los cinco mil, los discípulos participaron. Cuando distribuyeron los alimentos, cinco mil personas fueron saciadas. Lo que tenían en sus manos eran sólo cinco panes y dos pececitos; y lo que hicieron fue, simplemente, pasar la comida a los demás. El Señor hizo el milagro, pero ellos fueron participantes.
La responsabilidad de ellos era sólo pasar la comida a los otros. No conseguían explicarlo, pero el milagro sucedió. Ellos fueron exactamente como los siervos en el día del banquete. De acuerdo con la costumbre, los siervos debían recoger lo sobrante. La Biblia dice que recogieron doce cestas llenas. Tales cestas no son como la pequeña cesta que llevamos al supermercado. Cuando los judíos viajaban tenían bastante cuidado, porque no querían tener contacto con cosas impuras. Ellos mismos cuidaban de todos los detalles relativos al dormir. En aquellas cestas no sólo colocaban comida, sino también paja.
La Biblia dice que fueron doce cestas llenas. Al principio eran sólo cinco panes y dos peces, pero después de la bendición del Señor más de cinco mil fueron alimentados.
¿Será que cuanto más demos, más trabajemos, más distribuimos, más hambre tendremos? No. Al contrario, tendremos una cesta llena. Cuanto más ministramos, cuanto más compartimos el alimento, más seremos alimentados.
Así es la matemática espiritual: todo incremento resulta en una disminución. La multiplicación siempre nace de una división. Cuando ellos repartieron, muchas personas fueron alimentadas y cada uno de ellos llevó una cesta llena.
Esos doce discípulos fueron ministros y siervos al distribuir la comida. La iglesia en Jerusalén quería que Pedro y los apóstoles continuasen haciendo lo mismo, ya que ellos habían servido aquella mesa en el desierto. (Hechos 6:2,4).
La misión de los doce apóstoles era alimentar multitudes. Era como si estuviesen alimentando cinco mil personas, pero no con la comida material. Se habían entregado al ministerio de la Palabra. Esa Palabra es la Palabra de Dios y está en la mano del Señor, que la bendijo y la dio a esos ministros para que la distribuyesen. Eso es el ministerio de la Palabra.
Todo ministerio de la Palabra comienza con el mismo milagro. Quien desea hoy hablar por el Señor y se entrega al ministerio de la Palabra, será traído al mismo punto de partida. Ese es el milagro de alimentar cinco mil. Somos apenas los ministros, los siervos de la Palabra.
Cuando nos entregamos al ministerio de la Palabra, la iglesia es multiplicada y enriquecida. La pobreza de la iglesia hoy está exactamente en la falta del ministerio de la Palabra. Todo lo que aprendimos fue en la escuela y fueron sólo técnicas. Pero toda vez que entregamos la Palabra de Dios, lo que sucede es la repetición del milagro de alimentar a cinco mil. No sólo nuestros hermanos serán alimentados, sino que nosotros también nos sentiremos satisfechos, pues al recoger la cesta llena diremos: «No somos nosotros. Es un milagro del Señor; es su obra». Ese es el resultado del ministerio de la Palabra.
Dos ministerios
En la iglesia en Jerusalén había dos tipos de judíos: los judíos hebreos (que hablaban hebreo) y los judíos griegos. Las viudas de los judíos griegos habían sido olvidadas; había reclamos y los apóstoles tenían que resolver ese problema. Ellos dijeron: «No es justo que nosotros dejemos la Palabra de Dios, para servir a las mesas. Buscad, pues, hermanos, de entre vosotros a siete varones de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a quienes encarguemos de este trabajo» (Hch. 6:2-3). Ellos eran ministros de la Palabra y tuvieron que escoger a otros para servir a las mesas.
Para servir a las mesas no debemos solamente ser buenos en administración. Pedro dice que para que alguien sirva a las mesas primero debería tener buena reputación y ser lleno del Espíritu Santo.
Para servir a las mesas necesitamos ser llenos del Espíritu Santo y fue precisamente lo que sucedió. Felipe y Esteban fueron escogidos, junto a otros cinco judíos griegos. Por lo tanto, en ese texto se encuentran los apóstoles, ministros de la Palabra de Dios, y los siete diáconos, que debían servir a las mesas.
No todos son ministros de la Palabra. Esteban era lleno del Espíritu Santo y de sabiduría, pero, estrictamente hablando, estaba sirviendo a las mesas y no ministrando la Palabra.
En la iglesia encontraremos hermanos que se entregan al ministerio de la Palabra, que son ministros. Sin embargo, no todos son ministros de la Palabra. Aunque seamos tan buenos como Esteban y tan espirituales como Felipe, es posible que sirvamos a las mesas y que no seamos ministros de la Palabra. Percibir esto es muy importante y lo menciono para mantener un cuadro bien equilibrado. Algunas personas se van a los extremos. Mientras algunos piensan que pocos tienen algo que ver con el ministerio de la Palabra, otros piensan que todos pueden manipular la Palabra de Dios. Debemos tener bastante cuidado.
En la Palabra de Dios encontramos el ministerio de la Palabra. El Señor levantó algunos ministros que se entregaron al ministerio de la Palabra, tales como Tozer, Austin-Sparks, Darby, Wesley y la hermana Penn-Lewis, para citar algunos.
Hay personas que son ministros de la Palabra, pero también hay personas como Esteban y Felipe que son diáconos y están ocupados en servir a las mesas. Ellos también están sirviendo al Señor. ¡No hay diferencia! Estos sirven al Señor con la Palabra y aquellos sirven a las mesas. Toso eso forma parte del servicio en la iglesia.
De acuerdo a lo que es revelado en esta porción de la Palabra, el Señor puede hacer algo muy interesante. Ni Esteban ni Felipe eran ministros de la Palabra. Pero los que reciben la Palabra de Dios deben saber predicarla, aunque no sea en la misma medida de un ministro de la Palabra como Spurgeon o Wesley.
Si fuéremos como Esteban o como Felipe, fieles en las pequeñas cosas, él nos dará grandes cosas. El problema es que cuando somos escogidos para servir a las mesas, pensamos que es una cosa pequeña y la despreciamos, porque todo lo que queremos es predicar la Palabra.
Eso hoy es un problema porque muchos piensan que ser ministros de la Palabra es la mayor gloria. ¡Están equivocados! Si servimos a las mesas como si estuviésemos sirviendo al Señor, descubriremos que seremos colocados en una posición de honra, tanto como un ministro de la Palabra.
Frecuentemente el Señor nos coloca a propósito en tal posición, pues desea probarnos. Si somos fieles en las pequeñas cosas, él nos concederá grandes cosas. Muchos luchan y pelean por tener este ministerio. Somos miembros del cuerpo de Cristo, pero no todos los miembros son boca. Tal vez seamos nariz u ojo, pero muchas personas son ojos y quieren ser boca. Ese es el problema. Todos saben que los ministros de la Palabra son boca para el Señor.
Lo importante es no quedarnos diciendo: «¿Por qué los demás no permiten que yo hable?». Porque después de tantos años, ellas le conocen bien y saben que no es boca. Tal vez seamos buenos como mano, como ojo o como oído. Por ejemplo, podemos ver alguna cosa que los otros no pueden. Pero si insistimos y decimos: «Quiero ser boca, porque ser un ojo es muy poco. Quiero hablar para que los demás aplaudan», estaremos buscando la gloria de los hombres.
Aunque no seamos boca, pero si estuviéremos deseosos de obedecer al Señor, diremos: «Señor, te agradezco porque después de tantos años descubrí que no soy boca». Por otro lado, si fuéramos boca, las personas lo sabrán y conocerán nuestro corazón y el Señor podrá usarnos para ministrar su Palabra. Es por eso que el cuerpo de Cristo es tan importante, porque no nos conocemos.
Las personas podrán hasta invitarnos para hablar, pero si no somos ministros de la Palabra, sólo lo harán una vez. Debemos conocernos a nosotros mismos y no esperar que las personas se impacienten con nosotros. Algunas veces, por educación, dicen: «Oh, qué mensaje maravilloso», pero no nos invitan más. Cuando eso sucede descubrimos que tenemos mucho que aprender. Es así como crecemos.
Recuerde que en la iglesia están los ministros de la Palabra. Si, como Esteban y Felipe, fuéremos fieles en las pequeñas cosas, sirviendo a las mesas, el Señor nos sorprenderá haciendo una obra maravillosa con cada uno de nosotros.
Traducido y condensado desde el portugués.