El matrimonio es una metáfora o una alegoría del misterio de Cristo y la iglesia.
Los cristianos gozamos de una posición celestial gloriosa, que nos fue dada en Cristo antes de los tiempos de los siglos. Esta posición celestial y eterna tiene una manifestación en las cosas terrenas y temporales, en lo cotidiano. La gloria de Dios consiste en que esas cosas celestiales se expresen de manera multiforme en los variados actos de nuestra vida cotidiana. Así, por ejemplo, en Efesios capítulos 1, 2 y 3 se nos habla de lo que nosotros somos en los lugares celestiales; en cambio, en los capítulos 4, 5 y 6 se nos habla de lo que somos en la tierra, aquí y ahora, en virtud de lo que somos arriba.
El matrimonio y la familia son dos de las principales áreas en las que se expresan aquí abajo las cosas eternas de Dios. Por eso Dios les asigna un lugar tan principal, y por eso el enemigo de Dios, que es enemigo nuestro y de toda justicia, los ataca tan fuertemente.
La metáfora de un misterio
Lo primero que hemos de ver respecto del asunto que nos ocupa, es que el matrimonio es la metáfora de un misterio. «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia» (Ef. 5:32). Este misterio -Cristo y la iglesia- no se dio a conocer a los profetas del Antiguo Testamento, si bien su metáfora -el matrimonio- ya se había establecido en Génesis 2:24: «Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.»
El matrimonio es una metáfora o una alegoría del misterio de Cristo y la iglesia, y no la revelación plena del mismo, porque muestra la unión de Cristo y la iglesia en forma velada, no abiertamente. El día que veamos a Cristo unido para siempre con su iglesia, en los lugares celestiales, celebrando las bodas del Cordero, ese día será una manifestación completa. Entonces ya no veremos oscuramente, sino que veremos las cosas tal como son. Hoy vemos el misterio revelado sólo a medias, a través de un delicado velo que lo cubre, y descubierto para unos pocos. El matrimonio es, de este modo, una metáfora que revela y, a la vez, esconde el misterio de la unión eterna de Cristo y la iglesia.
Para conocer el verdadero significado del matrimonio, hemos de conocer a Cristo y a la iglesia. El Señor aceptó cierta distorsión en cuanto al matrimonio bajo el Antiguo Pacto, pero no la puede aceptar bajo el Nuevo. Porque en el matrimonio, el marido representa a Cristo, y la esposa a la iglesia, lo cual no se conocía bajo el Antiguo Pacto.
Cuando los fariseos se acercaron al Señor para preguntarle acerca del matrimonio, ellos tenían en mente las enseñanzas de Moisés dadas en Deuteronomio capítulo 24. Sin embargo, Él les llevó más atrás, a Génesis capítulo 2. «Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue así» (Mt.19:8). «Al principio no fue así». Es el parámetro con que ha de medirse. Lo que está en el principio muestra el modelo original de Dios, y que expresa el deseo de su corazón. Lo posterior es el resultado de la incapacidad e irresponsabilidad del hombre para sostener aquel modelo. De manera que hemos de ver atentamente cómo fueron las cosas al principio, para así conocer el misterio que encierra el matrimonio.
Cuando Dios creó a Adán tuvo en mente a su Hijo, y cuando Dios creó a Eva, como compañera de Adán, tuvo en mente a la iglesia. Lo primero es Cristo y la iglesia. No Adán y Eva. No el matrimonio de Adán y Eva, sino Cristo y la iglesia. El matrimonio es una réplica en el tiempo de aquella unión maravillosa y eterna de Cristo y la iglesia.
El misterio de Cristo y la iglesia -como todos los que Dios ha revelado en su evangelio-, no es develado a todos los hombres, sino sólo a los que son de la fe: «El respondiendo les dijo: Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les es dado» (Mat.13:11); «Porque no quiero, hermanos, que ignoréis este misterio …» (Rom.11:25); «Así pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios» (1ª Cor.4:1); «He aquí os digo un misterio … (1ª Cor.15:51); «Que guarden el misterio de la fe con limpia conciencia» (1ª Tim.3:9); «E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad» (1ª Tim.3:16). Estos misterios no son entendidos por carne y sangre, sino que son entendidos espiritualmente, por revelación del Espíritu Santo.
Doctrina no es revelación
Sin embargo, ocurre que el matrimonio, tal como lo enseñó Cristo, ha sido adoptado (al menos formalmente) por la llamada «sociedad occidental cristiana», incorporando, incluso, las palabras inspiradas del Señor en el ritual con que se celebra. Pero hemos de ver nosotros que el Señor nunca pretendió que sus enseñanzas abarcaran a toda una sociedad como tampoco crear una sociedad cristiana. Siempre vemos en sus palabras, y en las de los apóstoles, que los cristianos forman un residuo, un remanente en un ambiente que no es el suyo, porque «el mundo entero está bajo el maligno» (1ª Juan 5:19). En su oración de Juan 17, el Señor hace una clara diferencia entre los suyos (que están en el mundo) y los demás (que son del mundo). El matrimonio como institución y como doctrina puede ser conocido por todos los hombres, pero el matrimonio como metáfora y réplica de un misterio espiritual sólo pueden conocerlo los hijos de Dios.
Pondremos un ejemplo. Sabemos que los primeros cuatro siglos del cristianismo el mundo occidental estuvo bajo el dominio del Imperio Romano. Pues bien, mientras eso fue así, las formas de vida de toda Europa estuvieron marcadas por las formas de vida de los romanos. Y como esto era así, podía notarse claramente la diferencia entre un matrimonio romano y uno cristiano, porque ellos tenían una fuerte tradición, que centraba el matrimonio y la familia en el ‘pater familias’, el cual tenía poderes casi absolutos sobre los miembros de su familia, pues eran su posesión. Los rituales, la legislación y las costumbres – todo lo relacionado con la familia – no eran, por tanto, producto de una enseñanza inspirada. Pero tal cosa permitía separar, al menos, lo que era terreno de aquello que procedía del cielo.
Pero luego, cuando Constantino hizo del cristianismo la religión oficial del Imperio, el misterio de Cristo y los demás misterios del evangelio, se hicieron comunes para toda la sociedad, no por una revelación de ese misterio, sino por la legalización de la doctrina asociada a ese misterio. Así se impusieron en la sociedad romana, por decreto, formas de vida que son espirituales, y que modificaban su propia concepción. De ahí pasaron luego al resto de la sociedad ya «cristianizada», en las diversas épocas y lugares, hasta nuestros días. Así fue cómo las verdades espirituales se hicieron vanas en las mentes de los hombres, convirtiéndose en mera información doctrinal. Por eso el matrimonio cristiano, cuando es sólo una doctrina en la mente y no una realidad espiritual, resulta ser, además, una camisa de fuerza para una naturaleza humana incapaz de sobrellevarlo.
Los discípulos entendieron muy bien las dificultades que traería el modelo de matrimonio que el Señor estaba anunciando, cuando dijeron al Señor: «Si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse» (Mt.19:10). El Señor acababa de establecer la prohibición del repudio, lo cual resultaría muy difícil de cumplir para un judío que hacía uso y abuso de ese recurso, y que servía de escape a una relación fracasada, como también a su propia concupiscencia.
Es eso lo que ocurre con el matrimonio cristiano cuando es impuesto a incrédulos que cargan con una naturaleza caída, y que tienen los ojos cerrados para ver el misterio que encierra.
La figura de Adán y Eva
Así pues, la comprensión real de lo que es el matrimonio para Dios requiere de una revelación previa, revelación que tiene que ver con Cristo y la iglesia. Si tenemos esta revelación, entonces valoraremos el matrimonio y lo defenderemos. No lo menospreciaremos ni seremos irresponsables en su cuidado.
Efesios 5:31 dice: «Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne.» Y el 5:32 dice: «Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia.» Si podemos ver que el hombre del 5:31 es Cristo del 5:32; y que la mujer de Efesios 5:31 es la iglesia del 5:32, entonces nos daremos cuenta de que el matrimonio -cada uno en particular- es una expresión terrena y cotidiana de la relación de Cristo y la iglesia.
Esta relación está prefigurada claramente con la primera pareja antes de su caída. En el pasaje de Génesis 2:15-25 tenemos a Adán en su soledad, primero, y luego, en su perfecta complementación con Eva, la cual fue tomada de su mismo cuerpo. Primero está Adán solo, señoreando sobre toda la creación, pero incompleto. Magnífico en su perfección, en su poder y en su perfecta individualidad, pero incompleto. Estaba solo, sin que se hubiese encontrado ayuda idónea para él. Pero Dios, que ya tenía en su corazón a Cristo y la iglesia, creó a Eva, que vino a ser el complemento y la perfección suma de Adán. Ahora Adán estaba completo.
Eva fue tomada de Adán para prefigurar que la iglesia es tomada de Cristo. Eva es una prolongación de Adán, y prefigura que la iglesia lo es también de Cristo. Como Eva fue tomada de Adán, ambos llegaron a ser una sola carne (v. 2:24), y así tiene cumplimiento lo que Dios diseñó en el principio para el matrimonio (y que se confirma en las palabras del Señor en Mateo 19:5-6).
¿Podemos ver que la iglesia es Cristo en otra forma? ¿Podemos ver que la iglesia es santa y sin mancha, porque fue tomada de Cristo? ¿Podemos ver que nuestra esposa -que es figura de aquélla- fue tomada de nuestro propio cuerpo, y que es una prolongación de nosotros mismos? ¿Podemos ver que es por eso que somos «una sola carne»? Un hermano ha dicho muy bien: «El varón no está completo en sí mismo. La mujer es su complemento para que supla las deficiencias de él. Ella es fuerte donde él es débil, y débil donde él es fuerte, y juntos forman un todo completo, una carne».
Por eso el repudio -amparado bajo la ley mosaica- no podía expresar a Cristo y a la iglesia, porque Cristo es fiel a su única iglesia, como Adán lo fue a Eva. Y por eso la poligamia y el adulterio no tienen cabida en el matrimonio cristiano, por mucho que se le busquen resquicios para justificarlos. A nosotros debe interesarnos lo que se diseñó en el principio, no la distorsión posterior. No podemos intentar doblarle la mano al Señor, obligándole a que, por la dureza de nuestro corazón, Él rebaje entre nosotros sus demandas para el matrimonio. Si Él lo hizo antes fue por causa de la caída del hombre, y por la impotencia de quienes estaban bajo la ley. Pero con nosotros el problema de la caída y de la impotencia para agradar a Dios son asuntos ya solucionados. La salvación de Dios nos levantó de la caída, y la omnipotencia de su gracia nos ha dado fuerzas para agradarle.