– Mateo 17:1-13.

Seis días después de la experiencia de Cesarea de Filipo, el Señor lleva a sus discípulos al monte, y allí se transfigura delante de ellos. La gloria del Señor les produce un gran asombro. Pedro, impulsivamente, sugiere construir unas enramadas para Jesús, para Moisés y Elías, y establecerse allí. Sin embargo, el Padre lo interrumpe desde los cielos diciendo: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia, a él oíd». Al oír esa voz, los discípulos caen a tierra y se llenan de temor. A través de esta experiencia, los discípulos debían aprender al menos dos cosas:

a) Que después de la cruz viene la gloria. La experiencia anterior de Pedro –la fuerte reprensión del Señor por su intervención emotiva– seguramente había dejado en él y en los demás discípulos un dejo de tristeza. ¿La cruz era lo que les esperaba siguiendo a Jesús? ¿Un panorama tan desolador y oscuro? Entonces el Señor se encarga de abrirles un poco el cielo para que ellos pudieran ver lo que hay después de la cruz. No solo está la tumba y los tres días de silencio. Hay un nuevo amanecer, un día de gloria, donde toda pequeñez deja su asiento, donde toda lágrima es enjugada, donde todo refulge con luz pura. ¡Qué consuelo para el alma afligida momentáneamente por los azotes y los clavos! El fin de la carrera cristiana es brillante. Después de la cruz viene la corona.

b) Que Cristo ocupa un lugar privilegiado en el corazón de Dios. Aunque los discípulos habían visto las maravillas de Dios, y oído el testimonio del Padre acerca del Señor Jesús, ellos todavía no entendían cuán importante es Cristo para Dios. Aquí reciben nueva luz al respecto. Los afectos del Padre por su Hijo no datan de ayer ni hoy. Antes de que los mundos fuesen hechos, antes de que hubiera trazado el círculo de la tierra y la vida hubiese aleteado en ella, el Hijo de Dios era el deleite del Padre, en quien él tenía perfecto contentamiento.

Los discípulos no podían entenderlo – como tampoco nosotros, cabalmente. Ellos recién ahora se asomaban a la vida espiritual, para formar parte de esa familia eterna, y en su necedad ponen a la criatura al lado del Creador, al esclavo a la altura de su Amo. ¿Cómo podría Dios aceptarlo? Ellos no lo entendieron entonces, pues, al bajar del monte, hablan al Señor acerca de Elías, que habría de venir. Ya olvidaron la lección del Padre. Su pensamiento no es todavía el pensamiento de Dios.

¿Sucederá algo así con nosotros? ¿Tenemos otros nombres junto al Nombre admirable? ¿Nuestra vida y nuestra doctrina son alguna cosa, y no Cristo? ¡Ay, es tan fácil dejarse llevar por los sentidos y encandilarse con los Moisés y Elías del tiempo presente, rodeados de luces y colores! Pero nosotros, los seguidores de Jesucristo, somos llamados a amar a Aquel a quien no hemos visto, y a alegrarnos en él con gozo inefable y glorioso (1 Ped. 1:8).

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