La asombrosa historia de Charles T. Studd, el hombre que lo dejó todo por Cristo.
Nacido en el seno de una familia inglesa acomodada, en 1860, Charles T. Studd, llegó a ser en su juventud un famoso jugador de críquet. Pero su carrera deportiva se vio interrumpida cuando conoció al Señor y se consagró, a los 25 años de edad, como misionero a China, en la Misión fundada por Hudson Taylor algunos años antes. En China contrajo matrimonio con Priscilla Livingstone, una misionera irlandesa, con quien tuvo cinco hijas. Tras 10 años de ministerio muy fecundo, regresó a Inglaterra, desde donde partió para India seis años más tarde. En la India sirvió al Señor otros seis años, y regresó a Inglaterra en 1906.
El desafío mayor
Cierto día del año 1908, mientras se hallaba en Liverpool, Studd vio un aviso muy curioso que llamó en seguida su atención: «Caníbales quieren misioneros». Studd entró al lugar para ver de qué se trataba.
Era un extranjero, Kart Kumm, quien disertaba sobre África. Decía que al centro del continente habían ido exploradores, cazadores, árabes y mercaderes, pero que ningún cristiano jamás había entrado a hablar de Jesús. «La vergüenza penetró profundamente en mi alma», diría Studd más tarde. Oyó una voz que le dijo: «¿Por qué no vas tú?». «Los médicos no lo permitirán», contestó. Vino la respuesta: «¿No soy yo el Buen Médico? ¿No puedo llevarte allí? ¿No puedo mantenerte allí?». Como no había excusas, Studd sintió que tenía que ir.
Preparativos para la gran misión
De alguna manera, Studd sintió que hasta ese momento la vida había sido una preparación para los próximos años. Studd realizó un viaje exploratorio de varios meses, a lomo de mula y a pie, por regiones infestadas de paludismo y otras enfermedades, donde pudo comprobar la extrema necesidad de los pueblos paganos de África. Supo que más allá de las fronteras de Sudán, en el Congo Belga, existían gentes tan depravadas y desamparadas que nunca habían oído de Cristo.
Regresó inflamado de amor por África, y lanzó un desafío a todo el pueblo de Dios de Inglaterra. Escribió una serie de folletos, con los cuales incendió de fuego santo muchos corazones. Él sentía que era una nueva Cruzada. «Debemos ir en Cruzada por Cristo. Tenemos los hombres, los medios y las comunicaciones, el vapor, la electricidad y el hierro han nivelado las tierras y atravesado los mares. Las puertas del mundo nos han sido abiertas por nuestro Dios … En junio pasado mil cateadores, negociantes, comerciantes y buscadores de oro esperaban en la desembocadura del Congo para arrojarse en esas regiones, pues según rumores existía allí abundancia de oro. Si tales hombres oyen tan fuertemente el llamado del oro y lo obedecen, ¿puede ser que los oídos de los soldados de Cristo estén sordos al llamado de Dios y al clamor de las almas moribundas? ¿Son tantos los jugadores por el oro y tan pocos los jugadores por Dios?».
Sin embargo, su partida no fue fácil, pues hasta última hora no había recursos, y Priscilla, su esposa, no lograba obtener fuerzas para apoyar la empresa – además que estaba delicada de salud. Al dejar Liverpool, sintió que Dios le habló de una manera muy extraña: «Este viaje no es solamente para el Sudán, es para todo el mundo no evangelizado». En ese momento parecía verdaderamente muy extraño, pero el tiempo demostraría que era verdadero.
La víspera de la separación, un joven le preguntó a Charles: «¿Es cierto que usted a la edad de cincuenta y dos años, se propone dejar su país, su hogar, su esposa, y sus hijas?». «¿Qué?», dijo Studd. «¿No ha estado hablando usted esta noche del sacrificio del Señor Jesucristo? Si Jesucristo es Dios y murió por mí, entonces ningún sacrificio podrá ser demasiado grande para que yo lo haga por él». Cuando estaba sobre el andén, para tomar el tren, escribió en un papel dos líneas de poesía improvisada, que dio a un amigo: «Que mi vida entera sea / una cruz oculta que a Ti revela».
Poco antes de la partida de Studd, Priscilla tuvo una experiencia que trajo alivio a su corazón. El Señor le habló una noche a través del Salmo 34, y de Daniel 3:29. «Sentí que todo temor se había desvanecido, todas mis preocupaciones, todo lo que «dejada sola» iba a significar, todo el temor de paludismo y flechas envenenadas de los salvajes, y fui a la cama regocijándome. Esa noche me reí con la «risa de fe». Esa misma noche le escribió su experiencia a su esposo.
El viaje y los movimientos estratégicos
El único acompañante que tuvo Studd en esta empresa fue el joven Alfred B. Buxton, hijo de un viejo amigo de los días de Cambridge. Se acababa de graduar en la Universidad, pero renunció a completar su curso de medicina para ir con él. «Muchas fueron las dificultades y los obstáculos en nuestro camino: no habíamos pasado por allí antes, no conocíamos el idioma de los indígenas, mientras que el francés –el idioma de los funcionarios belgas– yo no sabía sino un poco de francés «de perro», y Buxton un poco de francés «de gato» – lo poco que recordábamos del colegio. Pero siempre entrevistamos a los funcionarios juntos, y era notable cuán a menudo si el perro no atinaba a ladrar, el gato pudo emitir un maullido».
En el viaje, Buxton se enfermó de gravedad, sufrieron el incendio de una tienda de campaña, y los familiares del joven intentaron disuadirle por carta de seguir avanzando. Una vez se perdieron en la selva, estuvieron detenidos de avanzar por meses. Cayeron en manos de caníbales, pero «como los dos éramos delgados y duros, no fueron tentados más de lo que pudieron soportar».
Un día Studd se enfermó gravemente. De pronto vino a su mente la palabra: «¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor» (Stgo. 5:14). El problema es que no había ningún anciano –el que había no pasaba los veinte– ni tampoco había aceite, lo único que había era kerosene. Pues, no se podía ser estrecho de mente en tal severa ocasión. Así que Buxton mojó el dedo en kerosene, ungió la frente y luego se arrodilló y oró. «Cómo lo hizo Dios, no sé, ni me importa, pero esto sé, que a la mañana siguiente, habiendo estado enfermo a la muerte, me desperté sano. Podemos confiar en él de menos, pero no podemos confiar en Dios demasiado».
Tras nueve meses, llegaron a Niangara, el corazón de África, en octubre de 1913. Después de un par de intentos fallidos, el Señor los guió hasta Nala, donde establecieron su centro de operaciones. Las tribus de las inmediaciones, hace poco hostiles, ahora eran amables y colaboraban con los misioneros. Desde Nala se extendieron hasta Poko y Bambioi, con lo cual tuvieron cuatro centros estratégicos cubriendo cientos de kilómetros y alcanzando unas ocho tribus. Ahora había llegado el momento de ocupar los centros y evangelizar.
Los primeros frutos. Regreso a Inglaterra
Unos dos años después, tuvieron los primeros bautismos en Niangara y en Nala. Alfred Buxton escribía: «Cada uno de los bautismos de Nala haría un título atrayente para el «Grito de Guerra»1: «Ex caníbales, borrachos, ladrones, asesinos, adúlteros y blasfemos entran al Reino de Dios». En las reuniones para confesión de pecado, hubo algunos testimonios notables: «No hay lugar en mi pecho para todos los pecados que he cometido», «Mi padre mató a un hombre, y yo ayudé a comerlo», «Cuando yo tenía tres años, recuerdo que mi padre mató a un hombre porque él había muerto a mi hermano, yo también comí del guiso». Cierta vez, un recién convertido amedrentó a unos aborígenes hostiles con estas palabras: «¡Recuerden que en mi tiempo he comido hombres mejores que ustedes!».
A fines de 1914, Studd viajó a Inglaterra a reclutar nuevos obreros. Para ese tiempo, su esposa, que había estado muy mal de salud, estaba dedicada de lleno a apoyar la obra de su marido en el África. Aún muy delicada de salud, formó círculos de oración, editó folletos mensuales por millares, escribió veinte o treinta cartas por día, y editó los primeros números de la «Revista de la H.A.M.» («Misión del corazón de África», por su nombre en inglés). Así la encontró Studd cuando llegó a Inglaterra. Así, en dos años el corazón de África había sido explorado por un viejo físicamente arruinado, mientras que la sede de Inglaterra había sido establecida por una inválida desde su diván.
Por última vez en su vida, Studd recorrió Inglaterra, instando y rogando al pueblo de Dios para que se levantara y se sacrificara por África. Pocas veces ha abogado alguno en la causa de los paganos como él abogó. En la revista publicó mensajes electrizantes: «Hay más del doble de oficiales cristianos uniformados acá, entre los cuarenta millones de habitantes pacíficos y evangelizados de Gran Bretaña, que el total de las fuerzas de Cristo luchando al frente entre mil doscientos millones de paganos. ¡Y sin embargo, los tales se llaman soldados de Cristo! … El llamado de Cristo es dar de comer al hambriento, no al que está satisfecho; a salvar a los perdidos, no a los de dura cerviz; no a edificar cómodas capillas, templos y catedrales en Inglaterra, en los cuales adormecer a los cristianos profesantes con hábiles ensayos, oraciones formales y programas artísticos, sino a levantar iglesias vivientes entre los desamparados … Pero esto tan sólo puede realizarse por una religión del Espíritu Santo candente, no convencional y sin trabas, donde no se rinde culto ni a la Iglesia, ni al estado, ni al hombre, ni a las tradiciones, sino solamente a Cristo y a él crucificado».
En julio de 1916 todo estaba listo para su regreso al África. Un grupo de ocho fue equipado. Incluían a su hija Edith, que iba a casarse con Alfred Buxton. Ni él ni Priscilla tuvieron la más remota idea de que ésta sería su despedida de Inglaterra para siempre, y casi su despedida de ella sobre la tierra, pues en los trece años siguientes se verían solamente por una escasa quincena.
Los primeros misioneros nativos
En Nala, la recepción fue maravillosa. Lo que Studd dejó a su partida para Inglaterra era una concesión no ocupada, pero ahora había allí decenas de nativos cristianos, atentos en las reuniones, y agradecidos de Dios. Studd distribuyó su equipo de obreros en cada uno de los puntos estratégicos, ocupando de esa manera un territorio de más o menos la mitad de Inglaterra. En abril de 1917 había alrededor de cien convertidos bautizados. Muchos caciques levantaron escuelas y casas para centros de instrucción y evangelización. Uno de ellos dio testimonio de que una vez había perdido por completo el conocimiento y había muerto. Sus amigos cavaron una tumba y lo estaban colocando allí, cuando se levantó y dijo que había visto a Dios mismo, quien le dijo que no pasaría mucho tiempo antes que vinieran los ingleses y les enseñarían acerca del Dios verdadero. El cacique contó esa historia a muchos, y por esa razón solían referirse a Dios con el nombre de ‘inglés’.
En el mes de enero, unos quince o veinte convertidos salieron voluntariamente a predicar por tres meses en las regiones «de alrededor y más allá». A su regreso, más de cincuenta querían ir. Studd explicaba así la ventaja de usar misioneros autóctonos para evangelizar a los aborígenes, en vez que misioneros foráneos: «Nosotros, los evangelistas blancos, tenemos cinco porteadores cada uno para llevar nuestros efectos. Ellos se llevaron cada cual los suyos. Cada hombre o mujer llevaba una cama, pero ésta consiste solamente en una estera de paja; por toda ropa de cama lleva una frazada delgada, si es que lleva una. El único canasto con alimentos que posee está siempre fuera de vista y detrás del cinturón, del cual cuelga un cuchillo de monte y una taza enlozada; un sombrero de paja, fabricado por él mismo y un taparrabo, y ahí tenéis al misionero del corazón de África completo».
Cuando despidió a su nuevo contingente de misioneros, los arengó con estas palabras, muy a la «manera Studd»:
«Si no quieren encontrarse con el diablo durante el día, encuéntrense con Jesús antes del amanecer.
«Si no quieren que el diablo les dé un golpe, golpéenlo primero, y golpéenlo con todas sus fuerzas, de manera que esté demasiado estropeado para responder. «Predicad la Palabra» es la vara que el diablo teme y odia.
«Si no quieren caer, caminen: ¡y caminen derecho y ligero!
«Tres de los perros con los cuales el diablo nos da caza, son: orgullo, pereza y codicia». Después de la oración de despedida, se fueron cantando. A su vuelta, uno de ellos dijo: «No hubo nada afuera que haya podido quitar el gozo adentro».
Como consecuencia de la evangelización, muchos convertidos se agregaban y tenían bautismos casi semanalmente. Con gozo alababan a Dios, con himnos muy sencillos, pero directos. Un día, después de una reunión, un cacique se paró y dijo: «Yo y mi gente y mi cacique hermano y su gente queremos decirle que creemos estas cosas acerca de Dios y Jesús, y todos queremos seguir el mismo camino que usted, el camino al cielo».
Otros de los convertidos fue el gran cacique de Abiengama, que fue un caníbal que recientemente había capturado y comido a catorce indígenas. Pero cuando su esposa principal oyó por primera vez del Dios grande y amante, exclamó: «Siempre pensé que debía haber un Dios así».
Studd llegó a ser un hombre muy humilde. Cuando debió separarse de su yerno Baxter, por causa de la obra, éste le pidió públicamente que le impusiera las manos. Sin embargo, Studd le pidió que se subiera a una silla ¡y ungió sus pies!. Al bajarse, Baxter le dijo: «Bwana («Cacique Blanco», como le decían los indígenas), me ha hecho una treta hoy, pero fue una treta de amor». Studd tuvo palabras muy elogiosas para él: «Nadie sino Dios podrá jamás saber la profunda fraternidad, gozo y afecto de nuestra cotidiana comunión social y espiritual, pues no hay palabras que la puedan describir».
Reveses y satisfacciones
En los años siguientes, la obra habría de experimentar duros reveses, a causa de que muchos de los cristianos más destacados cayeron en pecado. Ello sumió a Studd en una gran enfermedad. Pero eso no era todo: «Me parece que las desilusiones constituyen el mayor sufrimiento», decía. Ante esto, sólo cabía redoblar las oraciones. Todas las mañanas, antes de que saliera el sol, se agrupaba una multitud de convertidos para cantar y orar. «¡Oh, las plegarias que oran! Nada baladí, sino tiros ardientes de sus mismos corazones». Muchas veces intercedían por él de manera muy graciosa: «Y ahí está Bwana, Señor. Es un hombre muy anciano (tenía sesenta años), su fuerza no vale nada. Dale la tuya, Señor, y el Espíritu Santo también». Otro oró una vez: «Oh, Señor, en verdad has sido bueno al hacer que Bwana viva diez años sobre la tierra, ahora haz que viva dos años más».
La ayuda llegó en la primavera de 1920. Primero fue un grupo, luego dos y tres, de hombres desmovilizados de la guerra, y desde entonces hubo una corriente continua de reclutas, de modo que en tres años los obreros aumentaron de seis hasta casi cuarenta.
Mientras tanto, las regiones de más allá estaban llamando urgentemente. En 1921, cuando Alfred Buxton volvió para hacerse cargo de la obra en Nala, Studd pudo llegar hasta Ituri, cuatro días al sur. Al año siguiente movió su cuartel general a Ibambi.
Para entonces, era famoso en muchos kilómetros alrededor: la figura delgada con la barba espesa, nariz aguileña, palabras ardientes, pero risa alegre. Lo llamaban sencillamente «Bwana Mukubwa» (Gran Cacique Blanco). Muchos eran llamados Bwana (Cacique Blanco), pero nadie sino él era Bwana Mukubwa.
A Ibambi llegaron por centenares para ser enseñados y bautizados. Venían de distancias lejanas, de ocho y diez horas, para oír la Palabra de Dios. «Hallé unos mil quinientos negros, todo apiñados como sardinas, de cuclillas en el suelo a los rayos abrasadores del sol africano del mediodía. No tenían ningún templo, ni siquiera un estrado. Están cantando himnos a Dios con corazón y lengua y voz; es un gran coro sin adiestramiento y sin paga, produciendo mejores melodías para Dios y para nosotros que un coro de mil Carusos. Uno observa sus rostros anhelantes mientras están allí absorbiendo cada palabra del predicador. Están ávidos del Evangelio».
Cierta vez uno de los colaboradores de Studd mostró una moneda para explicar el don de la salvación, y dijo: «El primero que venga, la recibirá». La respuesta que recibió, le dio la mayor sorpresa de su vida: «Pero señor, no hemos venido por dinero, sino para oír las palabras de Dios». Otro predicador había hablado ya bastante, así que dijo que iba a terminar. Vino la voz de un viejo en medio de la muchedumbre negra: «¡No se calle, señor, no se calle! Algunos de nosotros somos muy viejos y nunca hemos oído estas palabras antes, y tenemos poco tiempo para oír en el futuro».
En muchos otros lugares era lo mismo. Muchas veces se le dijo a Studd que volviese a Inglaterra, pero había empezado a segar una mies madura y no quiso ser persuadido, ni entonces ni después. Siempre dio la misma respuesta: Dios le había dicho que viniera cuando todos se le opusieron, y tan sólo Dios podía decirle cuando debía regresar. «Si hubiese hecho caso a los comentarios de la gente, nunca hubiera sido misionero y nunca habría habido una H.A.M.».
La obra se extiende
Entre tanto, en Inglaterra, Priscilla, la esposa de Studd se convertía en un ciclón, sirviendo a la causa de su esposo en África. Dios la llevó a Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelandia, Tasmania y Sudáfrica, alentando a los cristianos a comprometerse con la causa. No había mejor conferenciante misionero en el país. Hablaba como si ella misma hubiera vivido todas las experiencias de su esposo en África. Nadie conoció la cruz cotidiana que llevaba, la distancia que los separaba, la imposibilidad de estar con él y cuidarle. Studd y su esposa habían colocado desde temprano su carrera y su fortuna en el altar; ahora, la salud, el hogar y la vida familiar siguieron también. Studd dijo cierta vez: «He buscado en mi vida y no sé de algo más que me queda que pueda sacrificar para el Señor Jesús».
La llegada de Gilbert Barclay, el esposo de una de las hijas, en 1919, para ocuparse de la obra en Inglaterra, dio inicio a una nueva era en la Cruzada, pues se le dio a ésta un alcance mundial, con el propósito de que se avanzara a otras tierras a medida que Dios guiara y capacitara. Se adoptó el título de «Cruzada de Evangelización Mundial» (W.E.C. por su nombre en inglés), teniendo cada diferente campo su propio subtítulo.
Por medio de publicaciones en revistas y reuniones de propaganda se llamó la atención a las necesidades de otras tierras, con el resultado de que en 1922 tres jóvenes emprendieron el segundo avance de la Cruzada, la Misión al Interior del Amazonas. Un tercer avance fue al Asia Central, un cuarto a Arabia, un quinto, a África occidental, y posteriormente, se entró en Uruguay y Venezuela.
En cuanto a los recursos, Dios había sido fiel. La Cruzada no había contraído deudas. Hasta la fecha del fallecimiento de Studd, Dios había enviado nada menos que la suma de 146.746 libras esterlinas. Tan sólo en veinte años Dios devolvió a Studd casi cinco veces la cantidad que él le dio desde China. Con todo, ni Studd ni su esposa tocaron un céntimo del dinero de la misión para uso personal. Dios tocó el corazón de amigos anónimos para enviarle una y otra vez donaciones para su uso personal en el campo misionero.
La rutina de un misionero en África
Studd vivía en una choza circular, con paredes hechas de cañas partidas, techo de paja y piso de barro agrietado y remendado. En un rincón había una cama indígena, regalada por un cacique. A un lado había una sencilla mesa de noche y al otro, un estante con Biblias muy usadas. Le gustaba tener una Biblia nueva cada año para no emplear nunca notas y comentarios viejos, sino ir directamente a las Escrituras. Tal era el hogar de Studd, dormitorio, comedor y sala de estar, todo en uno.
Cerca del pie de la cama había un fogón abierto sobre el piso de barro. Allí se acostaba sobre una cama nativa, su ‘muchacho’, que le servía como criado. Su día comenzaba hacia las cuatro de la mañana, cuando el muchacho le servía una taza de té, y comenzaba su hora devocional. Allí él recibía la palabra que luego compartiría en las reuniones públicas. No necesitaba más preparación. Cierta vez dijo: «No vayas al estudio para preparar un sermón. Eso es pura tontería. Entra a tu estudio para ir a Dios y volverte tan ardiente que tu lengua sea como un carbón encendido que te obliga a hablar».
Durante el día realizaba muchas tareas, desde atender las construcciones hasta escribir su mucha correspondencia cada sábado por medio. Empezaba por la mañana y terminaba al anochecer. Luego, empacaba sus cosas y salía, acompañado de sus fieles colaboradores indígenas, rumbo a alguna de las estaciones de avanzada para compartir el día domingo. Viajaba casi toda la noche, y al amanecer ya estaba en su destino. La gente, convocados por los tambores a través de la selva, acudía desde todos los alrededores, preparados con algo de comida y esteras, para estar varios días, si era necesario.
Por la mañana, se reunía con los misioneros, y por la tarde con todos los fieles. Casi siempre se reunían entre mil y dos mil personas. La reunión comenzaba con una hora entera de canto, que ellos aman, siendo acompañados por Bwana al banjo. Casi todos los himnos habían sido escritos por él mismo. Cuando el canto llegaba a su clímax, Studd se ponía en pie para dirigir un coro vigoroso con voces de aleluya final.
Seguía un tiempo de oración, quizá por cuarenta minutos. Uno tras otro se paraba para orar, levantando la mano hacia el cielo al hacerlo. Mientras uno ora, otro se pone de pie, listo para empezar cuando el otro acabe (si no existiera esta regla, cuatro o cinco estarían orando a la vez). Al final de cada oración dicen: «Ku jina ya Yesu» (en el nombre de Jesús), que es repetido por toda la congregación. Luego de otros cantos, Bwana comparte la palabra. Primero hace una lectura de las Escrituras, y luego habla. Apaciblemente al principio, adaptando el lenguaje de las Escrituras al hablar de ellos. Luego pone todo su corazón al exponerles sus propias y las consecuencias del pecado; habla del amor de Jesús, y les insta a arrepentirse y creer, seguirle y pelear por él. Hablaría quizá una hora o más. Un himno para terminar, un tiempo de oración cuando se hace el llamado a nuevos convertidos para que se adelanten a tomar su decisión. Finalmente se saludan para despedirse, diciendo: «Dios es. Jesús viene pronto. ¡Aleluya!».
Por la noche, se pasará unas dos horas meditando la palabra y en oración con los blancos, o una segunda reunión con los indígenas alrededor de un fogón. A veces el ‘fin de semana’ se extiende hasta el lunes y el martes con algunas reuniones con cristianos consagrados.
Una mayor necesidad del Espíritu
Una necesidad muy profunda se hizo notoria a medida que avanzaba la obra en África: la consolidación de una vida recta y santa por parte de los nuevos convertidos. Años atrás, estando en China, Booth Tucker había escrito a Studd: «Recuerde que la mera salvación de almas es trabajo relativamente fácil y ni cerca de lo importante que es hacer de los salvados Santos, Soldados y Salvadores». Con este desafío se enfrentaba Studd ahora en el corazón de África. A su juicio, esta carencia era debida a que no había habido un derramamiento del Espíritu Santo. Así que se propuso no dar tregua a Dios ni al pueblo hasta que el Espíritu Santo fuera derramado sobre ellos. «Cristo vino a salvarnos por su Sangre y por su Espíritu: Sangre para lavar nuestros pecados pasados, Espíritu para cambiar nuestros corazones y capacitarnos para vivir rectamente».
Con este criterio Studd midió a los miles de cristianos en las misiones en África: «Todos estamos gloriosamente descontentos con la condición de la iglesia nativa. Está bien cantar himnos y concurrir a los cultos, pero lo que tenemos que ver son los frutos del Espíritu y una vida y un corazón realmente cambiados, un odio al pecado y una pasión por la justicia». Diversos pecados se habían manifestado con toda su fuerza entre los creyentes: la murmuración, la pereza, el desamor.
A esto se sumó el descontento en las propias filas misioneras. Muchos rechazaban el supremo sacrificio que imponía el régimen de Studd: vivir en casas sencillas, con comidas frugales, nada de vacaciones y completa dedicación a la obra. Tal fue la oposición, que Studd tuvo que despedir a dos obreros, por lo cual otros varios renunciaron. Studd juzgaba que el problema de fondo era el desconocimiento de la obra de la cruz y el deseo de agradarse a sí mismos.
Aún de Inglaterra surgieron voces contrarias. Atribuían esta postura de Studd como consecuencia de la fiebre y el cansancio. En verdad, estos fueron los años de crisis de la misión. «A veces siento que mi cruz es pesada, más de lo que puedo soportar, y temo que a menudo siento como si fuera a desmayar bajo ella, pero espero seguir. Mi corazón parece gastado y molido sin remedio, y en mi profunda soledad a menudo deseo irme, pero Dios sabe qué es lo mejor, y quiero hacer hasta el último poquito de trabajo que él desea que haga».
El cambio vino en 1925. Una noche Bwana vino al culto familiar en Ibambi. Su corazón estaba muy cargado y tenso. Se habían reunido unos ocho misioneros con él. Leyeron juntos su capítulo favorito de Hebreos capítulo 11, sobre los héroes de la fe. «¿Será posible que personas como nosotros marchemos por la Calle de Oro con los tales? ¡Será para los que son hallados dignos! ¿Cuál fue el Espíritu que causó que estos mortales triunfaran y murieran de esta manera? El Espíritu Santo de Dios, una de cuyas características principales es una osadía, un valor, un ansia de sacrificio para Dios y un gozo en ello que crucifica toda debilidad humana y los deseos naturales de la carne. ¡Esta es nuestra necesidad esta noche! ¿Nos dará Dios a nosotros como les dio a ellos? ¡Sí! ¿Cuáles son las condiciones? ¡Son siempre las mismas: ‘Vende todo’! El precio de Dios es uno. No tiene descuento. El da todo a los que dan todo. ¡Todo! ¡Todo! Muerte a todo el mundo, toda la carne, al diablo y al que quizá es el peor enemigo de todos: tú mismo.
Algunos misioneros, ex combatientes de la Guerra, compararon el servicio al Señor con la entrega de los soldados a su causa. «Al ‘Tommy’ británico no le importa un bledo lo que le pueda suceder, con tal que cumpla su deber para con su rey, su patria, su regimiento y para consigo mismo». Estas palabras fueron justamente la chispa que se necesitaba para encender la mecha. Studd se pudo en pie, levantó el brazo y dijo: «¡Esto es lo que necesitamos y esto es lo que quiero! Oh Señor, desde ahora no me importa lo que me pueda suceder, vida o muerte, sí, o el infierno, con tal que mi Señor Jesucristo sea glorificado». Uno tras otro los presentes se pudieron de pie e hicieron el mismo voto.
Esa noche fue una nueva compañía de obreros la que salió de la choza. Había risa en sus caras y brillo en sus ojos, gozo y amor inefables. Una resolución nueva. La bendición se extendió hasta la estación más remota. Desde entonces, el amor, el gozo en el sacrificio, el celo por las almas de la gente, ha sido la tónica de la obra. Increíbles páginas de heroísmo y victoria se han escrito desde entonces en la misión.
El temor de Dios se posesionó de la gente. Se evidenció un nuevo resplandor en sus rostros, nueva vida en las oraciones, un odio al pecado, al engaño y la impureza. «La obra está alcanzando un fundamento sólido por fin», escribía Studd. Se comenzó a ver, como él deseaba, una iglesia santa y llena del Espíritu.
Priscilla en África
Una sola vez Priscilla, su esposa, fue a África a estar con su esposo, y esto, sólo por quince días. Fue en el año 1929, dos años antes de la muerte de Studd. Unos mil cristianos indígenas se reunieron para verla. Siempre se les había dicho que la esposa de su Bwana no podía venir, porque estaba en Inglaterra, ocupada en conseguir hombres y mujeres blancos que viniesen a decirles de Jesús. Cuando la vieron, se dieron cuenta que realmente existía tal persona como «Mama Bwana», y cuán grande era el precio que ellos habían pagado para traerles la salvación. Ella parecía muy joven al lado de él, que algunos pensaban que era una hija. Les habló varias veces a través de un intérprete, y así cumplió la visión profética que había tenido después de su conversión: «China, India y África».
La separación fue terriblemente dura. Priscilla no quería irse, pero la estación del calor estaba por empezar y la obra la necesitaba urgentemente en Inglaterra. Se despidieron en su casa de bambú, sabiendo que era la última vez que se verían en la tierra. Salieron juntos de la casa y bajaron la senda hasta el auto que les esperaba. No se dijeron una palabra más. Ella parecía ignorar completamente el grupo de misioneros parados alrededor del auto para despedirse. Entró con el rostro rígido y la vista fija directamente ante ella, y se fue.
Declinación y partida
Los últimos dos años de Studd fueron muy difíciles a causa de su estado de salud, su extrema debilidad, las náuseas, los ataques del corazón, pero sobre todo, por los terribles ataques de ahogo y violentos escalofríos, cuando se ponía de un color oscuro y su corazón casi dejaba de latir. La causa de esto no fue descubierta hasta que estuvo en el lecho de muerte, cuando un médico le diagnosticó cálculos a la vesícula. Con todo, el gozo sobrepujó en mucho los sufrimientos, pues Dios le permitió ver cumplidos los dos grandes deseos de su corazón: unidad entre los misioneros y evidencias manifiestas del Espíritu Santo obrando entre los indígenas.
Una compañía de unos cuarenta misioneros le rodeaban y le eran como hijos e hijas. Ellos le atendían con tanta devoción como si fuera su propia sangre y carne. Es imposible describir el lazo de afecto entre Bwana y los misioneros, la bienvenida que le daban cuando visitaba una estación, la afluencia constante de cartas, la lealtad en tiempos de crisis, el espíritu fraternal cuando se reunían todos en los días de Conferencia en Ibambi.
Uno de los misioneros presentes en estas conferencias para obreros, Norman P. Grubb, yerno de Studd, escribe: «La más grande de todas las lecciones que aprendimos allí fue que si obreros cristianos quieren continuo poder y bendición, tienen que tomar tiempo para reunirse juntos diariamente, no para una reunión corta y formal, sino lo bastante para que Dios pueda hablar a través de su Palabra, para afrontar juntos los desafíos de la obra, para tratar cualquier cosa que estorbe la unidad, y luego ir a Dios en oración y fe. Tan solo este es el secreto de lucha victoriosa y espiritual. Ninguna cantidad de trabajo tenaz o predicación ferviente puede tomar su lugar».
De todos los indígenas cristianos, no había ninguno a quien Studd amara más que al caníbal convertido, Adzangwe, y su amor era retribuido plenamente. Una de las últimas visitas de Studd fue a la iglesia de Adzangwe. Éste se estaba muriendo, pero cuando supo que su amado Bwana había venido, nada pudo retenerle. Pidió ayuda y fue trasladado a la casa de los misioneros, donde Bwana estaba sentado. Bwana salió para recibirlo, y lo invitó a sentarse frente con él. Pero antes de sentarse él mismo, tomó los almohadones de su silla y los arregló alrededor del cuerpo del caníbal convertido. Era un cuadro en miniatura de Aquél que, aunque fue rico, por nosotros se hizo pobre, y que no vino para ser servido, sino para servir. Esta fue la última vez que se vieron.
En 1930 Charles T. Studd fue hecho «Caballero de la Real Orden del León» por el rey de los belgas, por sus servicios en el Congo. El jueves 16 de julio de 1931, C. T. Studd fue llamado por el Señor. Su última palabra, tanto escrita como dicha en su lecho de muerte, fue: «¡Aleluya!». En su sepultación estuvieron presentes indígenas y blancos. Aquéllos lo llevaron a la sepultura, y éstos lo bajaron a la fosa.
Ese día viernes los indígenas no quisieron marcharse. Hubo una espléndida reunión, con oraciones que nunca antes se habían oído. Todos parecían tener el mismo pensamiento en sus mentes, el de consagrarse de nuevo a Dios, y de decir que, aunque Bwana había sido llevado de ellos, seguirían más ardientes que nunca para Jesús.