Una revisión de la Personalidad humana más atractiva.
En mi infancia recibí un libro de regalo, titulado «El Hombre que tú Debes Conocer». Me lo obsequió mi abuelo, que era pastor. En su interior se registraba la vida de Jesús en los evangelios.
El título era una invitación a conocer a Jesucristo. Hoy, después de muchos años, aún no termino de conocerle y admirarle, pues Jesús es el Hombre perfecto. Y conocerle es un desafío para toda la vida.
Los evangelios tienen como propósito mostrarnos su vida; son cuatro distintas miradas a una misma Persona. Una relectura de ellos nos permite observar detalles de la persona de Jesús que son verdaderamente sorprendentes. El estudio de sus palabras, conducta y hechos, nos posibilita acercarnos a conocer al hombre según Dios, el prototipo perfecto de la creación. Simultáneamente, el Espíritu Santo se encargará de revelar a nuestro espíritu su preciosa Persona.
Jesús es el mismo ayer, hoy y por los siglos, y el desafío de conocerle está aún latente. Muchas personas rechazan a Jesús sin siquiera conocer un poco de su verdadera historia. Me pregunto, ¿es justo hacer un juicio de alguien sin primero haberle conocido? Conocer a Jesús es una decisión que cada ser humano debe tomar en serio.
Desde niños dedicamos tiempo a tantas cosas, dejando lo trascendental. Llenamos nuestras mentes de personajes históricos y grandes pensadores, a quienes admiramos y veneramos; pero no hemos dedicado tiempo de verdad a conocer al Autor de la vida.
Quisiera, a través de este breve artículo, dar una ligera mirada a la vida de Jesús. Cómo el Hijo de Dios se esconde en el Hijo del Hombre, y cómo el Hijo del Hombre muestra al Hijo de Dios a sus más íntimos amigos. Jesús fue y será el personaje más grande de toda la historia.
Un comienzo en el anonimato
En el principio, Jesús aparece a los hombres en medio de un establo. Él, siendo Dios, se vistió de células en el útero humano; hizo del vientre materno su casa. Voluntariamente se limitó a las paredes del endometrio y al desarrollo embrionario durante nueve meses.
Al nacer, creció bajo la disciplina de una sencilla familia judía; nuevamente se limitó a la formación de padres humanos, y para subsistir, adoptó el ofició de su padre José, un carpintero, oficio en el cual escondió su gloria por mucho días hasta el tiempo señalado por Dios.
A partir de allí, él comenzó a manifestarse. Permaneció mucho tiempo en el anonimato; vivió escondido treinta años de su vida. Él, siendo el resplandor de la gloria de Dios, voluntariamente se ‘camufló’ entre los hombres.
Nosotros, por el contrario, queremos ser conocidos, y desde niños luchamos por el primer lugar en todo lo que la vida nos depara. Se nos educa para ser los mejores, se nos premia mientras más destacamos. Se nos impulsa a una vida centrada en nuestras necesidades. Hay en el corazón humano un fuerte deseo por ser admirado y reconocido. Nos basta una pequeña mirada a nuestra historia para olfatear cuánta vanidad y orgullo llenan nuestras páginas. No nos importa perjudicar a otros con el fin de cumplir nuestros propósitos. Y una vez alcanzados, rediseñamos nuevos planes a fin de saciar nuestro apetito.
En cambio Jesús, con una firme decisión, se despojó de su gloria, se humilló a sí mismo haciéndose hombre, y en esa condición nos sirvió, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
Jesús tuvo como misión revelarnos al Padre. Escogió un puñado de hombres con quienes compartió largas horas; a quienes, al cabo de un tiempo, llamó amigos, y es en ese contexto en que Jesús desnudó su alma.
La presión del Getsemaní
En una ocasión, poco antes de morir, Jesucristo vivió la presión psíquica y espiritual más grande que hombre alguno puede resistir. En el monte de los Olivos, el huerto llamado Getsemaní, que significa prensa de aceite, fue macerado psíquicamente. Todas las fuerzas del averno estaban contra él, y, por otro lado, todo el eterno propósito de Dios descansaba sobre sus hombros.
Jesús oraba a su padre en una aflicción inimaginable. Su alma estaba tan triste que se acercaba a los límites de la muerte. Lucas, como médico, señala que su estado era una agonía, en la cual ocurrió un síntoma físico poca veces visto en la medicina, que a partir de la presión psíquica y espiritual que experimentaba, sus vasos sanguíneos reventaron y su sudor era como grandes gotas de sangre. En medio de este panorama, decide confiar a tres discípulos su más frágil humanidad, diciéndoles: «Mi alma está muy triste, hasta la muerte, quedaos aquí y velad conmigo» (Mateo 26:38).
¿Será posible que Jesús, quien sustentaba todo poder, fuera conmovido por semejante emoción? Por otro lado, ¿necesitaba Jesús compartir su tristeza con sus discípulos? Jesús no escondió sus sentimientos más íntimos; al contrario, necesitó compartir su carga. En el momento más trascendente de su vida, antes de la cruz, Jesús no quiso estar solo, escogió a tres hombres a quienes poco antes tiernamente llamó amigos. «Ya no os llamaré siervos… pero os he llamado amigos» (Juan 15:15).
Rodeado de amigos
La palabra hebrea traducida en el Antiguo Testamento por amigo, significa ‘un asociado’ y viene de la raíz ‘pastar’. En el griego del Nuevo Testamento procede de ‘amante’ 1. Es decir, un amigo es uno del rebaño que apacienta contigo. Uno que ama. Jesús, el buen pastor, que amó intensamente a sus amigos.
¡Qué ejemplo más precioso se esconde en el Hombre Jesús! Las disciplinas que estudian la conducta deberían poner su atención en él y así descubrir cuánta riqueza se encuentra contenida en su Persona.
Hoy nos encontramos con un tipo de hombre tan distinto, solitario, independiente, individualista. Se promueve un liderazgo capaz de sobrepasar todo escollo, mantener un dominio estoico de sus emociones, no mostrar ni una pizca de dependencia. Proliferan seminarios de liderazgo en los cuales se resalta la figura plenipotenciaria de un hombre autosuficiente, seguro, sin signos de debilidad. La perfección se ha asociado a la no-necesidad de otro. Pero muy internamente sabemos que la vida del ermitaño es anormal. Nuestra naturaleza nos obliga: El hombre no ha sido creado para estar solo. Fuimos hechos para otros y para sí. El mismo Señor se rodeó de amigos en el sentido más puro de la palabra.
Necesitando de los demás
Por esta razón es que todo creyente, al igual que Jesús, necesita de otros en quienes descansar. G. Campbell Morgan escribe al respecto y dice: «Hace algunos años un amigo me dio una cita que he compilado en mis notas privadas. Era de Mrs. Craik, en su obra ‘Vida por la vida’, y la repito aquí por ser una hermosa expresión de este pensamiento: «Oh, qué consuelo, qué inefable consuelo el sentimiento de sentirse seguro con una persona, no teniendo que sopesar los pensamientos o medir las palabras, sino el verterlas tal como son, paja y grano junto, sabiendo que una mano fiel va a separarlos, guardando lo valioso, y con un aliento de bondad aventará el resto». 2
Cuánto hemos perdido al cerrar el corazón a la generosidad de otros. Un alma encapsulada es un duro trabajo a la intervención divina: «…Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo…» (Juan 12:24).
La noche que el Señor fue entregado fue la más angustiante de su vida. Los discípulos compungidos por la escena que se presentaba ante sus ojos, no pudieron soportar el dolor y se inundaron de tristeza al punto de quedarse dormidos. Nuevamente Lucas, con su tinte médico, lo registra de la siguiente manera: «Cuando se levantó de la oración, vino a sus discípulos y los halló durmiendo a causa de la tristeza» (Luc. 22:45).
El hermano Augusto Jorge Cury, psiquiatra, explica así este fenómeno que ocurrió en los discípulos: «El sueño de los discípulos era una gran defensa inconsciente. Una defensa que tenía como objeto evitar vislumbrar la agonía del maestro y, al mismo tiempo, reponer la energía cerebral consumida en exceso por el proceso de hiperaceleración de pensamientos y tensión».3
Es decir, en pocas palabras, la tensión de los discípulos era casi tan igual a la de su maestro. En ellos se activó un proceso psicosomático inconsciente de supervivencia emocional, que gastaría todas sus energías dejándoles sin fuerzas para acompañar a Jesús. Su sueño no era más que una defensa para superar el momento.
¿Podemos confiar en quienes nos van a fallar?
Ahora pensemos un momento en esta escena: El ambiente era de tanta tensión, que los discípulos somnolientos y perturbados a causa de la tristeza, escuchaban a lo lejos la oración del Maestro. Y se quedaron dormidos. Pero Jesús, compungido, oraba, sabiendo que todo el devenir del universo dependía de su decisión. Sin embargo, oró con sus amigos, aún cuando sabía que no soportarían velar una hora junto a él. Más tarde, el Maestro, con un tono afable y misericordioso, los despierta tiernamente e instruye a sus amigos.
Qué gesto más sublime. Otra vez Jesús nos da un golpe magistral. ¿Podemos confiar en alguien aún sabiendo que en algún momento nos va a fallar? Nadie quiere correr ese riesgo. Quien se conoce a sí mismo sabe de la fragilidad humana – de allí que nos cueste tanto confiar en los demás. Qué ejemplo más sorprendente vemos en Jesús. Él, sabiendo que sus amigos no podrían llegar a acompañarle ni siquiera una hora, aún así confió y se rodeó de ellos.
Jesús no tuvo temor a la desilusión; bebió el vaso de la decepción y no se apartó de sus amigos. Con un ánimo heroico se aferró a su condición de hombre, no negándola en aquellos que le rodearon. Así, los amó hasta el fin. Sin lugar a dudas, Jesús es la persona más llena de virtud que haya pisado esta tierra. Sus palabras y hechos son dignos de ser contemplados y estudiados.
Juan, el apóstol, lo contempló más que ninguno otro de los discípulos. Con profunda admiración vio con sus propios ojos la gloria del Hijo de Dios en el Hijo del Hombre, y escribe lo que también hoy es el testimonio de aquellos que le conocen: «Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aún en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir. Amén» (Juan 21:25).