La obra de los vencedores en el tiempo del fin. Su significado, sus armas y su victoria en la consumación de esta edad.
Se llama testigo a quien (o quienes) entrega el testimonio. El vaso por cuyo intermedio el testimonio de Dios es traído y mantenido en la tierra. En el capítulo 12 de Apocalipsis hallamos a este testigo en la figura del hijo varón que es dado a luz por la mujer. ¿Quién es este hijo varón? La figura del Apocalipsis nos conduce, de inmediato, a la escena del huerto, cuando Dios le dijo a la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer y entre tu simiente y la simiente de ella. Esta te herirá en la cabeza y tú la herirás en el calcañar”. La mujer es, a lo largo de toda la Biblia, una figura de la iglesia, retratada en sus distintos aspectos. Y aquí, en el capítulo 12, representa a la iglesia, primero en su naturaleza y posición celestial, después en su encarnación, y finalmente en su peregrinaje a lo largo de esta dispensación hasta su victoria plena sobre Satanás. El hijo varón es la simiente o descendencia de la mujer. Y esto último, en dos sentidos: primero Cristo, y, luego, los testigos que tienen la vida y el testimonio de Cristo. Estos últimos son, asimismo, los que han vencido juntamente con Cristo (vgr. los vencedores).
La posición celestial y eterna de la iglesia está descrita en el versículo uno: “Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas”. Aquí la iglesia se encuentra descrita según el eterno misterio de la voluntad de Dios, como la perfecta expresión de Cristo (vestida del sol), su palabra revelada (la luna debajo de sus pies) y la plenitud de los designios divinos para su pueblo (la corona de doce estrellas).
A continuación se nos muestra el terrible y mortal conflicto que significa la encarnación del misterio de Dios en la tierra, pues frente a ella se levanta el dragón, la serpiente antigua, como un despiadado adversario, empeñado en impedir su manifestación en el mundo. ¿No podemos ver descrita aquí, primeramente, en los angustiosos dolores de parto de la mujer, toda la trágica, amarga y desdichada historia del Israel terrenal y su fracaso; pero, también su persistente esperanza, mantenida en alto por un remanente fiel a través de toda la oscura noche de su apostasía y desobediencia? ¡Cuánto dolor acumulado y cuánta esperanza reunida existe en dicha historia!
Pues aquella esperanza alcanzó finalmente aquello que aguardaba: El Cristo fue dado a luz al final de su historia, cuando tan sólo unos pocos fieles todavía esperaban. Largos fueron aquellos dolores de parto que presagiaban la venida del Cristo. Pero, cuando finalmente él llegó, el propósito de Israel se cumplió, y una nueva dispensación tuvo comienzo. Todos los símbolos, tipos, figuras, profecías y promesas del Antiguo Pacto fueron reunidos, consumados y trascendidos en la persona de Cristo. La sombra dio paso a la realidad; lo visible a lo invisible; y lo material a lo espiritual (1). Y no resulta exagerado decir que la venida de Cristo fue pavimentada y propiciada por esa tan grande nube de testigos de la cual nos habla Hebreos capítulo 11. Los dolores de parto de la mujer encinta nos muestran que el cumplimiento de la voluntad de Dios en este mundo se encuentra atado a la fe y al testimonio de su pueblo, y a la tremenda oposición, adversidad y sufrimiento que este hecho implica para ellos.
Pero el Israel terrenal, una vez que Cristo fue dado a luz, dio paso a la realidad celestial y espiritual que tipificaba, esto es, a la iglesia.
Cristo y los vencedores
El hijo varón, ante la mirada impotente del dragón, fue arrebatado para Dios y para su trono. El antecedente de esto es que Cristo, el primero de los vencedores, ascendió a los cielos para recibir del Padre la autoridad total y absoluta sobre todo lo creado y tomar en sus manos la ejecución del designio completo de su voluntad. Él llevó también consigo a la iglesia en su ascensión y exaltación. Luego, en el orden físico y temporal, Cristo vino de la mujer (Israel), pero en el orden espiritual y eterno, la mujer (la Iglesia) nació de Cristo.
Lo que encontramos aquí es el descenso de lo celestial y eterno hasta la esfera de lo terrenal por medio del hijo varón. Con la llegada de Cristo, a través de la larga y sufrida esperanza de Israel, todos los tipos y figuras de la antigua dispensa-ción, dieron paso a la Iglesia, y la mujer celestial apareció sobre la tierra. Entonces el cuadro cambió. Satanás fue herido de muerte en sus pretensiones de dominio y autoridad sobre la cruz, no sin antes haber golpeado a Cristo en su calcañar (la muerte física del Señor). Por ello, el dragón y sus ángeles aparecen siendo arrojados a la tierra.
Pero, en este punto, necesitamos volver una vez más sobre el íntimo e indisoluble lazo que une a Cristo con su Iglesia en el misterio de la voluntad de Dios.
En el capítulo 2 de Hebreos, siguiendo la línea del Salmo 8, se afirma que el propósito divino involucra la obtención de un hombre bajo cuyos pies Dios pueda sujetar todas las cosas. Sin embargo, agrega, “al presente no vemos que todas las cosas le sean sujetas (al hombre)”. Sin embargo, “vemos a Aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra”, puesto que todo lo que el hombre no pudo realizar debido a su caída, Cristo lo ha consumado en su lugar. Sin embargo, la manifestación visible y temporal de su victoria eterna sobre Satanás, el pecado y la muerte, son la tarea de su Iglesia durante la presente edad.
Por ello, la voz que viene del cielo enfatiza el hecho de que el hijo varón no representa solamente a Cristo, sino a una compañía corporativa que se encuentra ligada vitalmente a él en su testimonio y victoria sobre Satanás: “Ellos le han vencido”. El énfasis está puesto en un sujeto plural por cuyo intermedio el reino y la autoridad de Cristo se establecen definitivamente en la tierra.
Dicho sujeto (o compañía corporativa) es equivalente en función y propósito a aquella gran nube de testigos del pasado anterior a Cristo. ¿Quiénes fueron ellos? Si leemos con atención el capítulo 11 de Hebreos, encontramos que se trata de aquellos hombres y mujeres que a lo largo de los siglos perseveraron en mantener fielmente un testimonio para Dios sobre la tierra. Ellos se pararon de su lado, en medio de la oscuridad, la apostasía, la incredulidad y la indiferencia que los rodeaba, para defender los derechos de Dios sobre esta tierra y sobre su pueblo, con la mirada puesta en la esperanza venidera. Allí está Noé, pregonero de justicia; Abraham, Isaac y Jacob, extranjeros y peregrinos sobre la tierra, en espera de la ciudad que tiene fundamentos; Moisés, enfrentando a Faraón (un tipo de Satanás) y sosteniéndose como viendo al Invisible; y tantos otros que (Ver Hebreos 11:33-38). Estos testigos abrieron un camino para Cristo a través de su fe y su paciente testimonio (un testigo es aquel que entrega un testimonio) a favor de Dios y su palabra.
Del mismo modo, los testigos de la presente dispensación son aquellos que en el día de la ruina, el fracaso y la apostasía del pueblo de Dios (la cristiandad), se mantienen en pie a favor de Dios y su eterno propósito sobre la tierra. Quienes, habiendo visto el modelo celestial (el Arca en medio del Templo), no se avienen a nada que sea menos que ello y procuran conformarse en todo a la visión celestial. Su testimonio se encuentra vitalmente ligado al testimonio de Jesucristo, quien en los días de su encarnación se convirtió en el testigo fiel y verdadero de Dios en medio de los hombres y en contra de todas las huestes espirituales de maldad, pues participan tanto de sus padecimientos como de su autoridad para tratar con Satanás.
Una compañía representativa
Su victoria en el mundo contra Satanás tiene un triple fundamento: La sangre del Cordero, que nos habla de un total desasimiento de cualquier clase de justicia u obra propia delante de Dios y una completa confianza en la justicia y la obra de Cristo. La palabra de su testimonio, que nos habla de su completa fidelidad a la revelación de Jesucristo y el propósito eterno de Dios en él, tanto en lo relativo a la meta final, como a los medios divinamente establecidos para alcanzarla. Pues, aquí no hay lugar para nada que proceda del hombre. Y, esto último, ligado con el menosprecio de sus “almas” hasta la muerte, lo cual nos habla de un completo quebrantamiento y desplazamiento de la vida, la fuerza y la actividad del yo u hombre natural por medio de la disciplina del Espíritu y de los sufrimientos que el mismo adversario de Dios provoca en su intento por destruirlos.
Ellos no son, en consecuencia, la totalidad de los salvados a lo largo de la presente dispensa-ción, así como no todo Israel estaba incluido en la gran nube de testigos de Hebreos 11. Más bien, constituyen una compañía representativa de la Iglesia, un contingente de avanzada, y una punta de lanza de Dios para el cumplimiento pleno de su voluntad durante la presente dispensación. Ellos se han adentrado profundamente en la conocimiento experimental (no mental o conceptual) de todos los valores de la cruz aplicados sobre el pecado, la carne y el hombre natural; así como también en la vida de resurrección y el andar en el Espíritu, todo ello experimentado en el seno de una vida corporativa de relacionamiento, mutualidad, interdependencia y amor. Por cierto, el propósito de Dios sobrepasa largamente sus operaciones a lo largo de la presente edad, pues su Iglesia es algo que está siendo formado y preparado para la eternidad.
No obstante, es preciso recalcar que, durante la presente dispensación, y debido al fracaso de la cristiandad en general, Dios hace uso de un contingente corporativo de testigos fieles para alcanzar plenamente sus objetivos. Ellos, a lo largo de los siglos, han ido expandiendo y completando la medida de Cristo en la iglesia, para traerla al centro de la voluntad de Dios que es Cristo. No se trata de cristianos especiales y distintos, sino de creyentes normales en días donde todo se ha vuelto anormal y decadente. Todo lo que ellos obtienen de Dios y quitan a Satanás es endosado a la totalidad de la iglesia. Pues el cuerpo de Cristo es uno. Y cuando un miembro recibe honra, todos los miembros se gozan con él, pues todos participan del consiguiente aumento de vida divina. Por tanto, el hijo varón forma parte de la iglesia y no es, en ningún sentido, una entidad distinta de ella.
La batalla del tiempo del fin
¿Cómo consiguen los vencedores derrotar a Satanás? Hemos visto la triple obra que Dios lleva a cabo en ellos. Ahora, debemos considerar su significado más amplio.
La obra específica de Satanás en la iglesia se lleva a cabo por medio del alma humana. Pablo nos dice que, en el colmo del misterio de la iniquidad, el inicuo u hombre de pecado se sienta en el templo de Dios y se hace pasar por Dios. Aquí el templo de Dios es la iglesia (del griego “naos”; como en Ef.2:21). Lo cual significa la usurpación del lugar de Cristo por el hombre. El alma humana o yo natural gobernando y rigiendo la iglesia en lugar de Cristo. Esta es la esencia del “misterio de la iniquidad”.
La obra de los vencedores consiste en quitar al hombre natural, el alma humana, de en medio, y traer a Cristo al lugar de centralidad y supremacía en la Iglesia o casa de Dios, conforme al modelo celestial. Y esto lo consiguen por medio de la aceptación voluntaria de la obra de la cruz sobre la totalidad de su vida y actividad natural. Pues, cuando el alma, vencida y conquistada, se subordina completamente a la vida interior del Espíritu, entonces la autoridad de Cristo puede fluir por su intermedio para tratar, primero con su casa, y luego, por medio de ella, con Satanás para desalojarlo de su posición de dominio e influencia en los lugares celestiales. Por ello, Pedro nos dice que es necesario que el juicio comience primero por la casa de Dios.
Por esta razón, lo vencedores son los precursores, que, al igual que Juan el Bautista, preparan la venida del Señor a su casa (Mal.3:1-3). Por este camino el Arca regresará al Israel de Dios y sus enemigos serán derrotados. Pues el Arca es por sí misma suficiente para acabar con todos ellos. La victoria subsiguiente del derrotado pueblo de Israel no surgió de ellos mismos, sus capacidades o recursos, sino únicamente del Arca del Testimonio.
De este modo, la obra de los vencedores desencadena la batalla decisiva contra Satanás. “Cuando el dragón vio que había sido arrojado a la tierra, persiguió a la mujer que había dado a luz al hijo varón”. Satanás, despojado de su posición en los lugares celestiales, se aboca por completo a la tarea de acabar con la iglesia sobre la tierra, pues sabe que su ruina final está próxima. La escena de Apocalipsis no nos muestra tanto un orden cronológico de acontecimientos preestablecidos, como los principios que gobiernan la obra de Dios en la tierra. Esto es, que Dios se propone acabar con la autoridad de Satanás por medio de la Iglesia, ya que la victoria de la Iglesia no es sino la plena manifestación de la victoria que Cristo ya obtuvo en la cruz; que, ante el fracaso de la cristiandad en general, especialmente hacia el tiempo del fin, Dios llama a una compañía representativa de testigos para reestablecer y llevar adelante su testimonio; y que, finalmente, dicha compañía devuelve a la iglesia al centro de la voluntad de Dios, para que, en el tiempo del fin, ella se levante para completar su tarea en la presente dispensación.
A lo largo de los últimos dos mil años, Dios se ha procurado un testimonio y una antorcha que nunca se ha apagado del todo. A menudo perseguidos y despreciados, los testigos de Dios han perseverado en mantener los derechos divinos sobre la tierra. Por ello, la furia del príncipe de este siglo los ha hecho su blanco principal: “Entonces, el dragón se llenó de ira contra la mujer; y se fue a hacer guerra contra el resto de la descendencia de ella, los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo”. Pero, por medio de ellos, el Espíritu Santo ha venido devolviendo a los santos la totalidad de la experiencia extraviada en el principio. Pues la vida que ellos han obtenido en su caminar con Cristo y las victorias alcanzadas por medio de sus padecimientos se han ido acumulando en la iglesia como un legado indeleble e indestructible: “Oí una gran voz del cielo que me decía: Escribe: Bienaventurados… los muertos que mueren en el Señor… si dice el Espíritu… porque sus obras con ellos siguen”. En esto consiste la paciencia y la fe de los santos testigos (mártires) de Jesucristo.
Esta es la buena batalla de la fe. A medida que nos aproximemos al fin de esta dispensación, el cual está, como se ha visto, íntimamente conectado con la obra de los vencedores, veremos surgir una compañía cada vez más vasta y gloriosa de creyentes que regresarán al testimonio del principio. Y esto ocurrirá de muchos modos, en medio de una adversidad y oposición crecientes, mientras, por otra parte, el mundo se oscurece convulsionado por intensos y desgarradores conflictos y sufrimientos. Pero, aquello que será causa de dolor para el mundo, será, al mismo tiempo, causa de purificación y liberación para la iglesia, que despertará, por intermedio de los vencedores, para librar la última batalla que pondrá fin a los reinos de este mundo y su derrotado príncipe.
(1) T.Austin-Sparks desarrolla esto muy bien en su artículo “La obra de Dios en el tiempo del fin”.