¿Cómo podrá esta generación sostener la fe hasta el regreso del Señor?
Lecturas: 2 Timoteo 1:1-2; 1:14; 2:3, 8; 3:1, 14; 4:1, 5.
En la segunda epístola a Timoteo, Pablo deja una especie de testamento, escrito no desde la relativa comodidad del arresto domiciliario, sino en una oscura y maloliente mazmorra en Roma. Él sabía que estaba cerca la hora de su partida, de manera que esta carta nos muestra la profundidad de su corazón en relación al ministerio que Dios le había encomendado. Es su legado final a una generación nueva, las palabras de alguien que fue testigo de una visión particular de Jesucristo resucitado.
Aquí podemos discernir, en primer lugar, el sentido de una tarea cumplida. «Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida» (2 Tim. 4:6-8).
Pablo no está sufriendo por el hecho de su pronta partida, sino más bien tiene el anhelo de vivir la experiencia de participar aun de los padecimientos de Cristo, siendo semejante a él en su muerte.
El legado de Pablo
Hay un segundo sentido profundo de transmitir el testimonio de Dios a una nueva generación. No es casualidad que Pablo inicie la carta llamando a Timoteo «amado hijo». El nombre Timoteo significa «el que honra a Dios». Pablo está impregnado de esa paternidad espiritual. Él sabía que Dios había apartado a Timoteo para ser depositario de las riquezas del evangelio, y anhelaba que aquella gloria fuese testificada en la vida del joven.
Hoy, es como si el Espíritu Santo nos hablara directamente diciéndonos: «Amados hijos», porque somos herederos del legado de una suma de generaciones a lo largo de la historia de la iglesia. Hoy día hay una gran expectativa sobre nosotros. Somos una generación privilegiada, que está en pie creyendo en el Señor Jesucristo, recibiendo las riquezas del evangelio en los últimos días.
Podemos discernir la expectativa de las generaciones pasadas, y de alguna manera, desde los cielos, el Señor mismo espera que seamos diligentes en tomar la gloria del evangelio, disfrutar de las riquezas insondables de Cristo y testificar de él, preparando el camino a su regreso.
Amenazas internas y externas
¿Qué otro sentido tendría vivir en este escenario? ¿Vivir para esperar la muerte? Nuestra esperanza en Cristo no está solo aquí. Conocemos el tiempo en que estamos viviendo, vemos cómo se levanta la apostasía y vemos a un mundo en un estado de absoluta corrupción y decadencia moral y espiritual, dándole las espaldas a Dios. ¿Habrá una generación capaz de emitir la potencia del evangelio tal como fue en el primer siglo o, aún más, de allanar el camino para el regreso del Señor?
«También debes saber esto: que en los postreros días vendrán tiempo peligrosos» (3:1). Estos tiempos peligrosos pueden ser definidos por amenazas internas y externas. En el contexto de la carta se discierne amenazas internas en el propio corazón de Timoteo. «Por lo cual te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos» (1:6). Si Timoteo no respondía a esta exhortación, corría el riesgo de que el testimonio de Dios se extinguiera.
«Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio» (1:7). Si él no avivaba el fuego, aquel espíritu no tendría libertad de expresión, y Timoteo, un joven tímido, sería dominado por la cobardía.
Nosotros somos la generación que recibe todo el legado de fe en la historia, y con todo, parecemos ser una generación tímida. Satanás intenta convencer al mundo que los cristianos son ignorantes, carentes del fundamento de lo que hoy es el «dios de la ciencia», y que no tienen una razón de su fe. Mas la Escritura dice que «agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor. 1:21), y he aquí la sabiduría de Dios: Cristo y su cruz. Este evangelio trasmite el contenido más consistente, la luz más grande a través de la cual podemos discernir el universo entero.
Nosotros tenemos una relación vital con el Dios vivo. Por medio de la manifestación divina a través de Jesucristo hemos conocido el propósito de esta vida. Hemos visto cosas que el hombre no logra ver, expresiones de amor, de perdón, de comunión, en otro tiempo desconocidas, pero que Él infundió en nuestros corazones. Entonces, ¿por qué acobardarnos, si nuestro testimonio tiene el respaldo de aquel que venció a Satanás? Debemos apropiarnos del poder del evangelio.
También había amenazas en el seno de la iglesia. «Me abandonaron todos los que están en Asia» (1:15). El libro de los Hechos relata que Pablo logró evangelizar a los habitantes de Asia, de manera que muchos vinieron a la fe del Señor, particularmente los que estaban en Éfeso. Pablo está denunciando que muchos de aquellos que un día caminaron con él, cuando le vieron en prisión, lo abandonaron. Es la tragedia de una apostasía generalizada.
Y las amenazas del mundo. «También debes saber esto: que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos» (3:1). Hay una descripción del carácter de los hombres de este último tiempo. Destacamos toda esta situación contextual porque tenemos la convicción de que esto es un reflejo fiel de nuestros días. Al ver la cristiandad del tiempo presente, descubrimos las mismas amenazas internas y externas.
Pablo exhorta a Timoteo
Entonces, ¿cómo podrá esta generación sostener el evangelio hasta el regreso del Señor? ¿Cuál es la encomienda actual de Dios? En este mensaje queremos abordar dos de las cuatro grandes exhortaciones contenidas en esta carta. Esta es la comisión del Espíritu Santo a la generación que será protagonista en los postreros días: Guarda el evangelio, sufre el evangelio, persiste en el evangelio y predica el evangelio.
Primera exhortación: «Guarda el buen depósito por el Espíritu Santo que mora en nosotros» (2 Tim. 1:14). Segunda: «Tú, pues, sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo» (2:3). Tercera: «Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido» (3:14). Cuarta: «Que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo» (4:2).
Guardando el buen depósito
Veamos la primera de ellas. «Guarda el buen depósito por el Espíritu Santo que mora en nosotros» (2 Tim. 1:14). La expresión «guardar», en el original, significa proteger algo para que no sufra pérdida; habla de una dedicación o de un cuidado diligente. Luego dice «el buen depósito», y la expresión original «bueno» es superlativa. Significa excelente, insuperable, precioso, admirable. No es apenas bueno, sino algo que asombra a quien lo recibe. Como dice Pablo, es una «palabra fiel y digna de ser recibida por todos».
La palabra depósito indica una cosa valiosa que es traspasada a la custodia de otra persona a quien se estima confiable. ¿Cuál es el contenido de este depósito? ¿Y quién es digno de confianza para recibir este depósito? Este contenido puede ser expresado así, según Efesios 3:8: «el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo».
Esas riquezas insondables han sido confiadas por el Señor Jesús poco antes de ir a la cruz. En su oración, él dice: «Padre, la hora ha llegado … La gloria que me diste, yo les he dado» (Juan 17:1, 22).
¿Quiénes son los destinatarios que reciben este depósito de gran valor? ¿Quiénes son los dignos de confianza que reciben la gloria de Dios mismo? Jesús dice: «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria» (Juan 17:24).
Esto expresa que Dios confía la gloria de su Hijo a aquellos que Él dio en las manos de su Hijo. Es decir, Dios nos confía las riquezas de Cristo, pero nosotros somos confiados en las manos del propio Señor Jesús. Porque él dice: «aquellos que me has dado», y luego: «La gloria que me diste, yo les he dado».
En seis ocasiones en este capítulo él utiliza la expresión «los que me diste» o «los que me has dado», es decir, Jesús está reconociendo que el Padre le ha dado un regalo de amor.
El contenido de este don de amor somos nosotros, que éramos hombres muertos en delitos y pecados. Hoy somos lavados por Su sangre, hechos aptos para participar de la herencia de los santos en luz; somos contenedores del Espíritu de Dios, y ahora presentados como una joya de la gracia de Dios. Este es el poder del evangelio, por eso no nos avergonzamos de él.
¿Cuál es el propósito y la belleza del evangelio? Que el evangelio nos conduce a la propia gloria de Dios, comienza en ella y termina en ella. El hombre es un objeto de misericordia para que Dios revele su gloria de manera más magnífica de lo que había sido antes de la redención, mediante la ofrenda de Cristo. La muerte de Jesús hace brillar la gloria de Dios de una forma mucho mayor, y su resurrección hace brillar la gloria y la justicia de Dios de una forma que el universo visible e invisible no conocía antes. «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo».
Recuperando lo perdido
¿Hay razón para nuestra timidez o para nuestro desánimo? ¿Hemos perdido la capacidad de asombro y de adoración? ¿Cuándo fue la última vez que nos conmovimos ante el Señor y su obra? ¡Cuán duro está nuestro corazón! El relámpago de luz está irradiando desde los cielos, pero nosotros hemos levantado las barreras de la comodidad o del entretenimiento y hemos perdido esa devoción por la gloria de Cristo.
Necesitamos recuperar la devoción por la gloria del Señor. El evangelio no tiene otro propósito sino conducir a hombres sencillos a la gloria de Cristo, confiada al corazón de la iglesia. Pareciera que nosotros, la última generación en este tiempo peligroso, hemos sido negligentes con nuestra más alta vocación de rendirnos y contemplar Su gloria. Que él despierte nuestros anhelos por él, que él sea el objeto de nuestra meditación de día y de noche.
John Owen, un hermano del siglo XVII, es autor de La Gloria de Cristo, un maravilloso libro de meditaciones respecto a la persona y a la obra de Jesús. Él dice algo que llama profundamente la atención: que la medida de disfrute de nuestra relación con la gloria del Señor en el día de su regreso está condicionada por lo habituados que estemos hoy a vivir en su gloria mediante la fe.
Jesús oró al Padre diciendo: «…para que vean mi gloria». Pablo dice que la gloria de Dios resplandeció en nuestro corazón. Juan dirá: «No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hech. 4:20). Es decir, ellos tenían un encuentro particular con la gloria del Señor.
Todo aquel que ha tenido una experiencia con el evangelio, ha tenido un destello de la gloria de Cristo en su corazón. El punto es hasta qué nivel lo hemos cultivado en la presencia del Señor. ¿En qué ocupamos nuestra mente a diario? ¿Son las distracciones del mundo las que nos desvían la atención y perdemos el único y gran foco por el cual hemos de vivir, pensar y decidir?
Incluso viviendo en la atmósfera del evangelio, fácilmente nos distraemos con otras cosas que no son el Señor Jesucristo mismo. Aun los servicios cristianos resultan en una distracción. Pablo decía: «Una cosa hago» (Flp. 3:13). Volver a la simplicidad de una devoción plena por Cristo, levantarnos de mañana y venir a sus pies, abrir las Escrituras y pedir al Espíritu Santo que nos muestre el rostro del Señor.
¿Cómo podemos ser luminares en el mundo en esta generación maligna y perversa, sino reflejando la gloria del Señor? Cuando su gloria es revelada, en todas las Escrituras vemos un efecto común en quienes la experimentan: Daniel cae postrado ante la visión del Varón vestido de lino. Isaías declara: «Vi yo al Señor», y luego dice: «¡Ay de mí! que soy muerto» (Is. 6:1, 5). Pedro, en aquella pesca milagrosa, dice: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador» (Luc. 5:8). Y también Saulo camino a Damasco. Cristo mismo aparece en una visión celestial y el perseguidor es derribado. Y Juan en Apocalipsis: «Cuando le vi, caí como muerto a sus pies» (1:17).
Cada experiencia con la gloria del Señor nos muestra cuán diferente es él de nosotros, cuán santo, cuán hermoso es él. Con todo, al reconocer nuestra condición, lo único que podemos decir es: «¡Ay, apártate de mí!». Pero hay algo que nos sorprende en estos relatos: al estar ellos derramados delante del Señor, él extiende su mano y les dice: «No temas», porque Dios está interesado en revelar Su gloria.
Necesitamos orar que el Espíritu Santo abra camino en nuestro corazón para derramarnos delante del Amado. Él está llamando a nuestra puerta para tener comunión con nosotros. Dios lo hizo todo para que disfrutemos de su gloria y nosotros permanecemos impávidos, habiendo perdido la vocación más grande que no es predicar, sino disfrutar este evangelio. Entonces el testimonio saldrá de nuestros labios con poder y convicción, respaldado por el Espíritu Santo.
Sufriendo por el evangelio
«Tú, pues, sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo» (2 Tim. 2:3). Es la segunda exhortación a Timoteo. El hecho de hablar de sufrimiento puede ser chocante para nuestra conciencia, porque el gran paradigma de la sociedad actual es la búsqueda de la felicidad, la comodidad, el lujo, la satisfacción. ¿Cómo es posible que el evangelio nos invite a sufrir? Son palabras contrarias a la lógica humana.
«Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas» (Sal. 126:6). Eso debe cumplirse en nuestra generación. Es un llamado a sufrir por el evangelio. Si somos sinceros y analizamos cuál es el objeto de nuestros sufrimientos, si permitimos que el Señor examine nuestro corazón, descubriremos que gran parte de ellos son por causa de nuestros pecados, por causa de nuestras malas decisiones o incluso de situaciones que ni siquiera deberían hacernos sufrir.
He aquí un motivo digno por el cual somos llamados a sufrir y del que conocemos poco. Es diferente a sufrir por causa de las circunstancias que Dios prepara para trabajar las marcas de la cruz en nosotros Puede envolver esas circunstancias, pero este dolor está relacionado con el sufrir cuando damos testimonio. En este sentido, podemos recordar muchas experiencias a lo largo de la historia de la iglesia.
Hubo una hermana del tercer siglo llamada Perpetua, perteneciente a una familia adinerada de Cartago, que siendo recién convertida fue condenada a prisión. Su padre no era cristiano, y movió sus influencias a fin de que ella pudiese retractarse de su fe y salir en libertad. Ella era madre de un bebé lactante, que quedaría huérfano. Su padre le dijo: «Renuncia por amor de tu hijo, y por misericordia a mí y mis canas». Ella respondió: «Yo no puedo negar aquello que soy».
El Señor tuvo tiernos cuidados con ella, pues cuando le quitaron su bebé, éste naturalmente dejó de mamar. El hijo volvió a los cuidados de la familia y la joven fue llevada para ser devorada por las fieras. Cantando himnos al Señor, su testimonio convirtió incluso al verdugo. Perpetua tuvo la convicción de que, aun en su muerte, ella participaría de lo que Cristo padeció.
En medio del avivamiento moravo, conocemos el relato de unos hermanos que, por ir a predicar el evangelio a una isla donde eran llevados los esclavos, deciden dejar a sus familias y venderse como esclavos para irse a aquel lugar y conquistar almas para Cristo. Ellos se hicieron esclavos tal como lo fue el Señor Jesús, siervo de todos nosotros, y se embarcaron en aquella travesía para nunca más volver, por causa del evangelio. Su pregón resuena en nuestros corazones hasta el día de hoy: «El Cordero que fue inmolado es digno de recibir la recompensa de su sacrificio».
¿Tiempo para nosotros?
Estas historias traspasan el corazón, porque hoy no sabemos lo que es sufrir por causa del evangelio. El profeta Hageo hablando al pueblo aletargado en la obra de edificación, dice: «¿Es para vosotros tiempo, para vosotros, de habitar en vuestras casas artesonadas, y esta casa está desierta?» (Hag. 1:4). Aquella generación llevaba dieciséis años detenida en la obra de restauración de la casa de Dios, y el profeta les dice: «¿Ustedes juzgan que es tiempo para edificar sus propias casas?».
¿Será que nosotros hemos usado el evangelio para armar nuestros propios proyectos de vida? Hemos usado el evangelio para cumplir nuestros proyectos, para crear una familia moralmente aceptable, para un bien espiritual personal, pero hemos sido incapaces de tomar la gloria del evangelio y sufrir para que llegue a otros a los cuales nadie se quiere acercar hoy.
¿Es tiempo para nosotros de permanecer en la comodidad, o será hora de salir y descubrir que la mies es mucha? Hay hombres y mujeres a la espera de que una palabra de gracia sea dicha, de que una mano de misericordia sea extendida, para que ellos vengan a la fe del Señor Jesús.
El anhelo por Cristo
¿Usará el Señor a aquellos que tienen un discurso de miedo que acaban disuadiendo en vez de atraer, o a quienes han sido receptores de la visión celestial? El llamado es a que nosotros avivemos el fuego. ¡Señor, vuelve a encender nuestros corazones, vuelve a despertar una devoción permanente hacia ti!
«Una cosa hago, olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante…» (Flp. 3:13). Aquí hay una riqueza insondable: el propio anhelo por Cristo. Pablo estaba tan impregnado por el evangelio que a pesar de estar preso, él buscaba una medida de participación de Cristo en todas las experiencias. Aun las penalidades que estaba viviendo, las estaba sufriendo «en Cristo».
«Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos» (Flp. 3:8-11).
Aun al final de sus días, Pablo quería más de Cristo. Él tuvo victorias y aun sufrió hostilidades desde que le conoció; pero había una experiencia aún por conocer: los dolores más profundos de Cristo. No solo en las alegrías, sino también en los sufrimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte.
¡Qué cosa maravillosa! ¿Tenemos nosotros esa ambición de conocer a Cristo aún en la forma de morir? ¿Con qué muerte hemos de glorificar al Señor, si es que hemos de morir?
Tengamos presente siempre quién es el Señor, meditando en su persona y en su obra, y disfrutando de él. Que nuestro corazón esté sensible a su voz, anhelando a Cristo hasta el día en que él regrese, diciéndole: «Mi alma no encontrará pleno descanso hasta el día en que te vea cara a cara». Porque él dice: «Ciertamente vengo en breve», y nuestro corazón está siendo despertado para eso. Amén.
Síntesis de un mensaje oral impartido en El Trébol (Chile, en enero de 2019).