Los nombres de Cristo.
Con encantadora ingenuidad, Juan, nuestro sufriente hermano y compañero, nos cuenta cómo llegó a estar tan asombrado por la grandeza de sus visiones en la isla de Patmos que a él le pareció bien adorar a un ser celestial, y sólo fue disuadido por la severa reprensión del ángel en cuestión (Apocalipsis 19:10).
Esta sucesión de multitudes cantando, las trompetas, las bestias y las terribles manifestaciones de juicio, eran suficientes para desconcertar a la mente más fuerte. No obstante, ninguna de ellas detuvo a Juan: él enfrentó todo con firmeza y lo registró fielmente. La visión que le hizo caer a los pies del ángel fue la verdad que debe sobrecogernos completamente: la revelación del Señor Jesús como el Esposo. Juan el Bautista se había referido a este aspecto de la gloria de Cristo, pero sin identificar a la esposa (Juan 3:29). Otra vez, el Señor mismo había hablado en parábolas acerca de su boda (Mat. 22:1, 25:6), pero no había señalado quién sería la esposa.
Pablo anhelaba persuadir a los rebeldes cristianos de Corinto (2 Co. 11:2) y buscaba inspirar a los santos de Éfeso a la luz de este gran ‘misterio’ (Ef. 5:32). Ahora, sin embargo, Juan vio la perspectiva vaga transformada en una impactante realidad. En medio de los coros de alabanza celestial, él oyó que habían llegado las bodas del Cordero, y encaró el hecho asombroso de que los pecadores justificados proporcionarían al Esposo su esposa amada.
Juan se derrumbó. Indudablemente, grande es este misterio de la intimidad eterna de Cristo y su iglesia. Al principio Juan no podría creer a sus ojos y oídos. El ángel tuvo que enfatizar: «Estas son palabras verdaderas de Dios» (Ap. 19:9). ¿No era verdadera cada palabra de esa revelación? ¿Tenía Juan algún motivo para dudar de las expresiones angélicas que habían estado viniendo a él durante esos días de visión celestial? ¿Por qué, entonces, la especial insistencia en que estas palabras sobre la cena de las bodas del Cordero eran auténticamente de Dios?
Ciertamente porque la verdad es tan admirable que parece increíble y nos corta la respiración. Si sólo los falsos reclamantes de ser la especial ‘esposa de Cristo’ y los disputadores teológicos sobre su identidad, y el resto de nosotros que tomamos a la ligera las verdades proféticas sin alterarnos, comprendiésemos de verdad lo que esta boda significa –lo que significa para nosotros– caeríamos postrados tal como le ocurrió a Juan.
Sin embargo, el punto importante no es su sentido para nosotros, sino lo que significa para nuestro Señor. Éste deberá ser Su Día. Él lo planeó. Él sufrió y murió por este día. Paciente y persistentemente, él prosigue su obra de santificación en la iglesia para esto – para su propio día de bodas. Nosotros debemos sentir como Juan el Bautista; reconociendo que nuestra parte es hallar nuestro supremo gozo en Su felicidad. Sin duda, son bienaventurados los llamados a la cena de las bodas del Cordero, pues ellos podrán testificar de lo que Isaías quiso decir cuando afirmó: «Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho» (Is. 53:11).
Mil años después del día de la boda, la consorte de Cristo todavía es llamada: «la desposada, la esposa del Cordero» (Ap. 21:9). Toda la maravilla inicial de esta la más íntima de todas las relaciones sólo dará lugar a una siempre renovada y profunda maravilla, con los santos viviendo y reinando con su amadísimo Esposo. Aunque nos parezca increíble, Juan cometió de nuevo el error de intentar rendir culto a un ángel, al parecer como efecto de esta completa visión de la ciudad que es la esposa del Cordero (Apocalipsis 22:8).
El ángel heraldo rechazó la adoración de Juan, declarando ser un consiervo suyo y de nosotros, los que servimos a Dios aquí en la tierra. Esto sugiere que este punto culminante de la historia del hombre con Dios, la boda de su Hijo, es también el objetivo del servicio celestial y terrenal. Todos los siervos de Dios han de concentrarse en el propósito del Padre – que su Hijo halle satisfacción plena en su esposa.
Es importante subrayar que a ella se le ha concedido vestirse de justicias (Ap. 19:8). ¿Por qué el plural?1 Quizás éste es un recordatorio de que la justicia imputada dada tan gratuitamente a los creyentes deberá ir acompañada por la apropiación y la expresión de la justicia impartida. Nuestra preparación consiste en aprender a vivir justa y piadosamente en este mundo presente. Ésta es nuestra primera prioridad. Si nosotros reclamamos a Cristo como Esposo, hemos de ser diligentes en prepararnos espiritualmente para el día de Su felicidad suprema.
De «Toward the Mark», Vol. 2, N° 5, Sep – Oct. 1973.