Si el Espíritu Santo no ocupa el lugar que le corresponde, Jesucristo no podrá ser cabeza de la iglesia de una manera efectiva y real.
Lectura: Efesios 1:3-14.
Quisiera, a modo de introducción, partir con esta pregunta: ¿A quién pertenece la visión celestial? ¿Quién es el autor de ella? No digo ‘acerca de quién es’ la visión celestial, sino ‘de quién es’, en qué corazón comenzó.
Tenemos que decir que la visión celestial no es primeramente la visión de un hombre, aun cuando estos hombres sean el apóstol Pedro, el apóstol Pablo o el apóstol Juan; es primeramente la visión de Dios. Y con esto quiero decir que no es sólo la visión del Señor Jesucristo, sino que, primera y preeminentemente, la visión celestial es la visión de Dios Padre. Es acerca de su Hijo, pero la visión, primera y preeminentemente, es la visión de Dios nuestro Padre, del Padre celestial.
Y aún más. La visión celestial no es solo la visión del Padre y del Hijo, sino que es también la visión del Espíritu Santo de Dios.
El Padre es el origen de todo
En estos doce versículos de Efesios, hay una hermosa descripción de la visión celestial. Cuando Pablo comienza a describirla, en el versículo 3, él parte diciendo: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo…». Comienza bendiciendo a Dios el Padre.
Ahora, siempre que tomamos esta Escritura, lo hacemos para destacar que, en el centro de esta visión celestial, está el Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Pero la visión no comienza con el Hijo; la visión nace en el corazón del Padre. Y por eso Pablo parte diciendo: «Bendito sea el Dios y el Padre del Señor Jesucristo».
Así que, en esta mañana, decimos no sólo: ¡Gloria a Cristo! Decimos también: ¡Gloria al Padre! Porque si bien Jesucristo, el Hijo de Dios, es el centro, es la esencia, de esta visión celestial; si bien es cierto que por Jesucristo son todas las cosas, y nosotros por medio de él; no obstante todas las cosas proceden del Padre, todas las cosas tienen como fuente, al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.
Leamos aquí en Efesios y tratemos, pues, de contestar por qué Pablo parte con esta exaltación del Padre. En el versículo 3 dice: «…que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales…». ¿Quién nos bendijo? ¡El Padre! Por eso, bendito sea el Dios y Padre, porque el Padre nos bendijo con toda bendición espiritual.
En el versículo 4 dice: «…según nos escogió…». ¿Quién nos escogió? ¡El Padre! La primera bendición es ésta: el Padre nos escogió, el Padre nos eligió «… antes de la fundación del mundo». Si no está seguro de lo que estoy diciendo, compare con 1ª de Pedro 1:2. Pedro, saludando a los hermanos, les dice: «…elegidos según la presciencia de Dios Padre». Y mire cómo aquí están hermosamente mencionados los tres: «…en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo».
Versículo 5: «…en amor, habiéndonos predestinado…». ¿Quién nos predestinó? ¡El Padre! No sólo nos escogió antes de la fundación del mundo, sino que también nos predestinó «para ser adoptados hijos suyos, según el puro afecto de su voluntad».
Versículo 6: «…para alabanza de la gloria de su gracia…». Para alabanza de la gloria de quién? ¡Del Padre! Versículo 8: «…(gracia) que hizo sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia». ¿Quién es el que hizo sobreabundar su gracia? ¡El Padre, nuevamente! Versículo 9: «…dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo». ¿Quién es el que nos dio a conocer el misterio de su voluntad? ¡Fue el Padre!
Ahora, entendemos mucho mejor por qué Pablo parte diciendo: «Bendito sea el Dios y Padre». Por lo tanto, cuando hablamos de la visión celestial, tenemos que entender entonces que esta visión, en su concepción, en su desarrollo y en su ejecución, tiene un orden. No sólo existe un orden entre Cristo y la iglesia –no es primero la iglesia, es primero Cristo – sino dentro de Dios mismo, hay un orden; la visión celestial sigue un orden. Y ese orden es: primeramente el Padre; luego, el Hijo, y luego el Espíritu Santo.
El lugar del Hijo en el propósito de Dios
Ahora, volvamos a fijarnos en este mismo párrafo que hemos leído, y entremos en lo que comúnmente ponemos atención, y es al lugar que ocupa el Hijo en esta visión celestial. Aparece esta expresión preciosa, que la conocemos tanto: «en Cristo».
La expresión: en Cristo, o en el Señor, o en él, aparece 160 veces en los escritos de Pablo. Es una expresión muy recurrente, que está en su leguaje, que está en su oración, en su enseñanza. En Cristo, preciosa expresión. Y aquí en Efesios aparece 36 veces. Y en estos doce versículos del 3 al 14, aparece 9 veces, casi una vez por versículo, mostrándonos Pablo el lugar que ocupa el Hijo en esta visión celestial.
Volvamos a ver entonces esta parte. Versículo 3. Ya dijimos: el Padre fue el que «nos bendijo con toda bendición en los lugares celestiales… ¡en Cristo!». El Padre es el dador de toda bendición; pero esa bendición no está fuera de Cristo, está para nosotros en Cristo Jesús.
Versículo 4: El Padre nos escogió. ¿Dónde nos escogió? «…en él». Ahí está el lugar del Hijo; «nos escogió en él antes de la fundación del mundo».
Versículo 5: El Padre nos predestinó «para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo». Versículo 6: Para alabanza de la gloria de la gracia del Padre, gracia con la cual el Padre «nos hizo aceptos en el Amado». Versículo 7: En ese Amado tenemos «redención por su sangre, el perdón de pecados».
Versículo 9: Cuando dice que el Padre nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad, ¿cuál es ese misterio? «…de reunir todas las cosas en Cristo». Versículo 11: Es en Cristo, es «en él, asimismo, que tuvimos herencia». Versículo 13: «En él también nosotros», en Cristo, «habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de nuestra salvación, y habiendo creído en él, fuimos sellados con el Espíritu Santo de la promesa». ¡Bendito sea el Señor! Ahí está el lugar del Hijo.
En esta descripción de la visión celestial, mientras se va mencionando al Hijo, está de telón de fondo el Padre. El Padre es el autor; pero el Hijo es la expresión, es la proyección del Padre. El Hijo es en quien todo el deseo del Padre se lleva a cabo, de tal manera que no podemos encontrar al Padre si no es en el Hijo, no podemos llegar al propósito del Padre, o alcanzar su voluntad si no es en Cristo Jesús.
El lugar del Espíritu Santo en la experiencia de la visión
¿Y qué pasa con el Espíritu Santo? Está mencionado en los dos últimos versículos, 13 y 14, y yo digo ¡aleluya! por ello, porque si no hubiese aparecido el Espíritu Santo aquí, algo habría estado mal. Está mencionado en tercer lugar, y es así como tiene que ser: primero fue enviado el Hijo; después, el Espíritu Santo. Leamos los dos últimos versículos de este párrafo.
Dice el 13: «En él –en Cristo– también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa…». ¿Por qué el Espíritu Santo no es mencionado antes? ¿En qué momento del plan de Dios, en qué parte del desarrollo de la visión celestial cobra el Espíritu Santo la importancia primera? En el momento en que nosotros vamos a participar de esta visión celestial.
Los primeros diez versículos son la descripción del deseo y de la voluntad del Padre, y de cómo éstos se han llevado a cabo en el Hijo. Pero los versículos 13 y 14 describen el momento en que ahora tú, hermano, identificado de manera personal, eres alcanzado por esa palabra de verdad, y esa palabra ha despertado la fe en ti para creer en ese Señor Jesucristo, que es el centro de la visión celestial. Y es en ese momento, entonces, donde el Espíritu Santo juega el papel fundamental.
Sin el Espíritu Santo de Dios, no hay experiencia de la visión celestial, no hay revelación de ella. La visión celestial, sin el Espíritu Santo, va a seguir siendo todavía una cosa gloriosa, eterna, consumada, la verdad máxima de todo el universo; pero todavía va a permanecer fuera de nuestro corazón.
El día que oíste la palabra de tu salvación, el día que creíste en el Señor Jesucristo, fuiste sellado con el Espíritu Santo. Todos los comentaristas dicen que con esa figura del sello, se nos quiere indicar una marca. Y la marca es el Espíritu Santo mismo.
Es el Espíritu Santo en ti el sello mismo que indica que somos propiedad de Dios. Eso lo confirma Pablo cuando escribe a los romanos, y les dice en el capítulo 8: «Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él». O sea, el sello es el Espíritu Santo. Si tienes el Espíritu Santo, eres de Cristo, eres propiedad de Dios. Y si alguno no lo tiene, no es de él.
En el versículo 14, después de decir que fuimos sellados con el Espíritu Santo de la promesa, dice qué es el Espíritu Santo en nosotros. Aquí usa otra figura: No sólo el sello, que indica que somos propiedad de Dios, sino también el Espíritu Santo es las arras. Y esta es una figura que ubicamos todavía menos que la anterior, y tiene muchos significados.
Yo quiero llamar la atención a uno de esos significados, y es que el Espíritu Santo en nosotros es el anticipo, es la primicia, es lo que hoy ya podemos gustar. Lo que este pasaje quiere decir es que lo que hoy podemos experimentar, aunque no es la plenitud, es gracias al Espíritu Santo de Dios.
Así que aquí está el segundo punto, hermanos. Tengo la impresión de que, de alguna manera, tenemos desvalorizado al Espíritu Santo de Dios; que, por alguna razón, el Espíritu Santo no ha cobrado toda la importancia y todo el lugar que le corresponde.
Como nosotros leemos en la Biblia que aparece el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y el Espíritu Santo mencionado en tercer lugar, quizás nuestra mente carnal tiende a pensar que no debe ser tan importante como el Padre y el Hijo.
Por otra parte, también juega en contra el hecho que cuando hablamos de Dios Padre, inmediatamente lo podemos ubicar como persona, y cuando hablamos del Hijo, el título de Hijo nos hace pensar con toda facilidad en una persona. Pero cuando mencionamos el Espíritu Santo, no es tan fácil pensar en él como una persona. Escuchamos la palabra ‘Espíritu’, y lo que se nos viene a la mente es una fuerza, una energía. No en vano los Testigos de Jehová lo presentan así, como una fuerza, impersonal; es Espíritu. Eso también juega en contra.
Yo tuve que reconocer esto en una reunión de pastores. Les dije: Hermanos, yo creo que en mi teología, en mi doctrina, yo estaba correcto en cuanto a creer en Dios Padre, en Dios Hijo, en Dios Espíritu Santo, y a creer que los tres son personas y los tres son Dios y los tres son un solo Dios; pero en mi práctica, tengo que reconocer que he sido más Testigo de Jehová. Mi comunión ha sido clara, definida, con el Padre y con el Hijo; pero no así con el Espíritu Santo.
¿Será necesario proclamar también en esta mañana, que el Espíritu Santo no es una fuerza activa, no es una mera energía; que el Espíritu Santo es una persona, que el Espíritu Santo es Dios? ¡Amén!
Mire qué tremendo es esto: No sólo el Hijo tenía que ser enviado; era absolutamente necesario que, después de haber vuelto al Padre, el Espíritu Santo fuese enviado. Mire cómo dice Gálatas 4:4: «Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo –rescate esta frase– Dios envió a su Hijo». Cuando llegó el momento en que esta visión se iba a concretar, de una vez y para siempre, de una manera objetiva, de una manera histórica, eterna, «Dios envió a su Hijo».
Pero no vemos con la misma fuerza, con la misma claridad, lo que sigue. Dice el versículo 6: «Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!». ¡Hay un segundo envío! Dios no sólo envió a su Hijo. La obra de Dios no queda acabada sólo en la obra del Hijo, porque todavía está fuera de nosotros. Objetivamente sí, posicionalmente sí; pero no de manera subjetiva, no de manera que la podamos experimentar, en forma personal.
Y entonces el Señor Jesucristo dice: «Os conviene que yo me vaya –Les conviene a ustedes que yo me vaya; es bueno por causa de ustedes que yo me vaya– porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros». El Señor Jesucristo sabía lo que decía cuando estaba diciendo eso. Él, mejor que nadie, sabía que, si no se cumplía este segundo envío, toda la obra de Dios –mire lo tremendo– sólo sería realidad en la persona de Cristo; pero nosotros todavía estaríamos absolutamente fuera de esa obra.
El otro Consolador
Así que cuando Jesús dice: «Os conviene que yo me vaya, para que pueda venir el otro Consolador», no está hablando de una cosa agregada. Sin este segundo envío de Dios, no hay evangelio, no hay iglesia, no hay propósito de Dios –me refiero, en nosotros–, el hombre no queda alcanzado. ¿Por qué? Vamos al evangelio de Juan capítulo 14:15 en adelante: «Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros».
¿De quién está hablando? Del otro Consolador, del Espíritu Santo de Dios, que en ese momento moraba con los discípulos, porque el Espíritu Santo moraba en Cristo. Pero la promesa es: «Cuando yo me vaya, y yo ruegue al Padre, y el Padre envíe al otro Consolador, este no sólo va a morar con ustedes, sino va a morar dentro de ustedes».
Y entonces, en el 18 les dice: «No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros». En ese «vendré a vosotros» no estaba hablando de su segunda venida. Lo que quiso decirles es: «Voy y vuelvo». Dice en el 19: «Todavía un poco –él está un poco antes de ir a la cruz–, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis. En aquel día…». ¿Qué día es ése, o cuándo comenzó ese día? No está hablando de su segunda venida, está hablando del día en que va a enviar al otro Consolador.
«En aquel día vosotros conoceréis –experimentaréis– que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros». «En ese día van a experimentar que yo estoy en ustedes, porque el Espíritu Santo que mora con vosotros estará en ustedes». Así que Cristo no sólo está glorioso y poderoso en los cielos; sino que está también glorioso y poderoso en nosotros, por el Espíritu Santo de Dios.
Y, por si fuera poco, hermanos, el versículo 23 dice: «El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él». Se los leo en la Nueva Versión Internacional que, en este texto, está más inspirada: «Si alguno me ama, obedecerá mis enseñanzas, mi Padre lo amará, y vendremos a vivir en él». No sólo el Espíritu Santo de Dios vive en nosotros, sino que por medio de ese santo y glorioso Espíritu de Dios que vive en nosotros, vive Cristo en nosotros, y vive el Padre en nosotros. ¡Aleluya!
La iglesia no es sólo el Templo del Espíritu Santo; es también la casa del Hijo y la morada del Padre; todo por medio del Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo el que fue enviado después del Hijo, por mediación del Hijo y por obra del Hijo. ¡Bendito sea el Señor! El camino al Padre es Cristo; pero el camino a Cristo es el Espíritu.
Aquí está la explicación de por qué Dios es Trinidad, por qué Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo; aquí está la explicación de por qué no hay una cuarta persona. ¿Por qué son tres, y son absoluta y solamente tres? Porque es con el Espíritu que se cierra el círculo, finalmente. Si usted no ha tomado conciencia de la importancia del Espíritu, todavía tiene el círculo incompleto. Con el Espíritu Santo de Dios, con su obra, su función, su ministerio, se cierra y se completa todo.
El Espíritu en Efesios
Volvamos a Efesios, sólo para decirles que esta mención del Espíritu Santo en los versículos 13 y 14, si usted sigue leyendo el resto de Efesios, va a descubrir cómo, a lo menos en cada capítulo que sigue, hay una mención al Espíritu, para insistir en que a la hora de hablar de la experiencia subjetiva, de la vivencia de esta gloria, de esta visión celestial, el Espíritu Santo es fundamental y absolutamente necesario.
Por ejemplo, en el capítulo 2, versículo 18, dice: «Porque por medio de él –por medio de Cristo– los unos –los judíos– y los otros –los gentiles– tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre». Hay una progresión: en el capítulo 1 se hace mención al lugar que ocupa el Espíritu Santo dentro del plan de Dios; pero luego, en el capítulo 2 y en el resto de Efesios, el Espíritu Santo sigue siendo mencionado, y cada vez tiene que ver con la vivencia de cómo la iglesia entra de manera práctica a experimentar esta gloria, esta visión celestial.
Y aquí se nos está diciendo que, gracias a Jesucristo, tenemos acceso al Padre, pero en el Espíritu. Ya lo leímos en Gálatas: «Dios, por cuanto sois hijos, envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!». Eso es tener acceso al Padre, eso es tener entrada al Padre: que entramos como hijos, llamando a Dios nuestro Padre, mi Padre, en el Espíritu.
Miremos ahora en el capítulo 3 versículo 16. En cada mención del Espíritu, a medida que avanza Efesios, hay una progresión. Dice: «…para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones». Es más que tener entrada al Padre lo que se está diciendo aquí. Ahora estamos hablando de esa realidad interior: para que habite Cristo en nosotros. Y eso es por el Espíritu.
Efesios 4:30: «Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención». Aquí insisto nuevamente, hermanos, en la comunión con el Espíritu. Miren el mandato: No entristezcan al Espíritu de Dios, al Espíritu Santo. ¡Es una persona! Tengan comunión con esa persona. Dialoguen, háblenle, escúchenlo. Presten oído, caminen con él. Tengan comunión, tengan compañerismo. «¡Él estará con vosotros para siempre!». Él está las veinticuatro horas del día morando en ti: ¡Ten comunión! ¡No lo contristes!
¿Cómo se contrista el Espíritu de Dios? Dice el versículo más abajo: con amargura, con enojo, con gritería, con maledicencia, con malicia. Somos el templo del Espíritu Santo de Dios, somos la morada de Dios en el Espíritu. ¡No lo contristen! Dependan del Espíritu. Para cantar, dependan del Espíritu; para hablar la Palabra, dependan del Espíritu; para pararse y proclamar, dependan del Espíritu. Confíense a él, esperen en él, encomiéndense a él, anden con él.
Capítulo 5 versículo 18: «No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución; antes bien sed llenos del Espíritu». No sólo tenemos que tenerlo, no sólo tenemos que haberlo recibido: tenemos que estar llenos de ese Espíritu. Ese ser llenos no se refiere a esa primera vez que fuimos llenos del Espíritu. Aquí el verbo es un presente continuo: «Sigan siendo llenos, una y otra vez. La llenura no es de una vez y para siempre; continúen siendo llenos, permanezcan llenos».
Y termina en el capítulo 6, donde el contexto es ahora la guerra espiritual, donde un creyente, un hijo de Dios, es un soldado, y puede ahora luchar por la obra de Dios, puede comprometida y sagradamente entrar en el servicio de Dios, a luchar por los intereses de Dios.
Otorgándole el lugar que le corresponde
Los tres capítulos más importantes de toda la Biblia, que hablan acerca del Espíritu Santo, los más claros, los más contundentes, son Juan capítulos 14, 15 y 16. ¿Y sabe quién los habló? El Señor Jesucristo. ¿Y sabe cuándo lo hizo? En la última reunión que tuvo con sus discípulos. En esa última reunión, él habló como nunca acerca del Espíritu Santo, porque el Señor Jesucristo sabía la importancia de lo que tenía que acontecer después de que él fuera a la cruz.
Yo comencé a ser inquietado en esto que les he compartido cuando un día el Señor, hace varios años ya, me habló de esta manera: «Mientras no le den al Espíritu Santo el lugar que le corresponde, Jesucristo no podrá ser cabeza de la iglesia de una manera efectiva y real». Lo encontré muy interesante, porque no es atención al Espíritu Santo por el Espíritu Santo, sino es darle lugar al Espíritu Santo para que Jesucristo tenga el lugar que le corresponde. ¡Alabado sea el Señor! Amén.