La obra de Dios comienza en el espíritu del hombre.
El espíritu es la parte más importante de nuestro ser. Es allí donde se han producido las más grandes transformaciones de nuestra vida, porque Dios comienza su obra en el hombre de dentro hacia fuera; él parte operando en la parte más íntima y más profunda del hombre: Su espíritu. Veamos, pues, qué cosas ha hecho Dios en el espíritu de sus hijos: «Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia» (Ro. 8:10).
En primer lugar, Pablo está hablando de aquellos en que Cristo habita. Luego, muestra qué ha pasado en el cuerpo y en el espíritu de ellos. Y, en tercer lugar, parte refiriéndose al cuerpo. Con respecto al cuerpo no da una buena noticia: Aunque Cristo está en nosotros, el cuerpo está muerto. Esto significa que, a causa del pecado, el cuerpo permanece bajo sentencia de muerte. En otras palabras, no obstante que Cristo mora en nosotros, nuestros cuerpos siguen enfermándose, envejeciéndose y finalmente muriendo. En definitiva, podemos decir que Dios no ha hecho aún ninguna transformación en nuestro cuerpo. La buena noticia no está pues a nivel del cuerpo, sino del espíritu. Si Cristo está en vosotros, dice Pablo, el espíritu vive. El cuerpo está muerto, pero el espíritu vive. El cuerpo permanece en muerte a causa de la caída; mas el espíritu vive a causa de la justicia de Cristo. Así que esta es la buena noticia: aunque nada ha ocurrido en el cuerpo, todo ha ocurrido en el espíritu. Nuestro espíritu no está muerto, sino que ha sido vivificado ¡Aleluya!
La buena noticia es todavía mayor, porque ¿Con qué ha sido vivificado nuestro espíritu? ¿Qué clase de vida le ha sido impartida? Veamos qué nos dice Pablo en el versículo 16 de este mismo capítulo: «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios». También 1ª de Corintios 6: 17: «Pero el que se une al Señor, un espíritu es con él».
Estos dos textos muestran que nuestro espíritu ha sido vivificado con el Espíritu Santo de Dios. Así como un día Dios sopló aliento de vida en la nariz de Adán para que este fuese un alma viviente, así ahora el Cristo resucitado ha soplado sobre sus discípulos y les ha impartido su Espíritu (Jn. 20: 22). Allá fue impartida vida humana; acá, vida divina. Nuestro espíritu ha sido, pues, vivificado con la mismísima vida de Dios. El Espíritu Santo se ha unido y se ha fundido con nuestro espíritu, haciéndose un solo espíritu con él. Por lo demás, así estaba prometido a través del profeta Ezequiel: «Pondré espíritu nuevo dentro de vosotros…Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu» (36: 26-27). En el versículo 26 se habla de un espíritu nuevo con minúscula; pero en el v. 27 se aclara que ese espíritu nuevo no es otro que el mismo Espíritu de Dios. Según el contexto de 1 Corintios 6: 17, Pablo compara la unión entre el creyente y Cristo con la unión matrimonial, pero con una gran diferencia: en la unión matrimonial dos personas se hacen una sola carne; en la unión con Cristo nos hacemos un espíritu con él. Esta unión, que es más estrecha e íntima que la matrimonial, es de tal profundidad que los traductores de las Escrituras tienen no pocas dificultades para determinar cuándo traducir la palabra espíritu con mayúscula y cuándo con minúscula.
Desde mi perspectiva, da lo mismo, porque después de la unión del Espíritu Santo con el espíritu humano, donde los dos se han hecho uno, poner la palabra espíritu con minúscula no significará algo menos espiritual que hacerlo con mayúscula. Después de la unión, es exactamente lo mismo decir que algo surge del espíritu con mayúscula que decir que surge del espíritu con minúscula.
Esta es, pues, la importante función del espíritu del hombre. El espíritu humano es la morada del Espíritu Santo y, a través de éste, del Hijo y del Padre (Jn. 14: 23). El espíritu equivale al Lugar Santísimo del tabernáculo del Antiguo Testamento. Aunque es correcto decir que Dios moraba en el tabernáculo de reunión, en rigor, sabemos que Dios no moraba en el lugar santo ni en el atrio, moraba en el Lugar Santísimo. De la misma manera, el Nuevo Testamento declara en términos generales que el Espíritu o Jesucristo mora en el creyente, si bien cuando especifica, dice que mora en nuestro espíritu: «Hermanos, la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu. Amén» (Gál. 6: 18). «La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu. Amén» (Fil. 25). «El Señor Jesucristo esté con tu espíritu. La gracia sea con vosotros. Amén» (2 Tim. 4: 22).
Pero todavía hay más. Escuchemos ahora al escritor de Hebreos: «Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos?» (12: 9).
Aquí, Dios, nuestro Padre, es llamado «Padre de los espíritus». ¿Qué quiere decir esta expresión? Algo muy glorioso y extraordinario: Que Dios es Padre nuestro porque, en rigor, es Padre de nuestro espíritu. De nuestro cuerpo y del alma es Dios Creador, pero de nuestro espíritu es Dios Padre. ¿Por qué? Porque lo que Dios ha colocado en nuestro espíritu, no es algo creado, sino engendrado; es decir, lo que Dios ha puesto en nuestro espíritu es algo propio de él, de su naturaleza: Su Espíritu.
Lo anterior queda confirmado en el siguiente texto de Hebreos: «…sino que os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel» (12: 22-24).
El escritor a los Hebreos menciona aquí las ocho bendiciones que constituyen nuestra herencia. Dicha herencia no es solamente futura, como lo demuestra la expresión: «os habéis acercado»; es también nuestra herencia presente. ¿Cuáles son estas bendiciones? Nos hemos acercado, dice el escritor, 1) al monte de Sion; 2) a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial; 3) a la compañía de millares de ángeles; 4) a la iglesia de los primogénitos; 5) a Dios el Juez de todos; 6) a los espíritus de los justos hechos perfectos; 7) a Jesús el Mediador del nuevo pacto; y 8) a la sangre rociada.
Pongamos, ahora atención a la sexta bendición. ¿Qué dice? Que entre las cosas a las que nos hemos acercado se encuentra ésta: «a los espíritus de los justos hechos perfectos». Esta expresión 1) confirma que estamos hablando del espíritu del creyente, no de ángeles; y 2) lo más importante: que los espíritus de los justos han sido hechos perfectos. La versión NVI lo dice así: «a los espíritus de los justos que han llegado a la perfección». La versión RVA, por su parte, lo dice así: «a los espíritus de los justos ya hechos perfectos». ¡Aleluya! Al menos una parte de la obra de Dios en nosotros es ya perfecta. ¿Cuál? La que ha hecho en nuestro espíritu. Nuestro espíritu es, por obra y gracia de Dios, perfecto. El espíritu de los hijos de Dios ha sido divinizado con la vida de Dios, con el Espíritu de Dios. Todo Dios y todo lo de Dios está en nuestro espíritu; toda bendición y todo recurso celestial están a nuestra disposición y depositados en nuestro espíritu; el cielo mismo y todo lo que hay en él, está ahora en nuestro espíritu.
La transformación de nuestra alma aún está en proceso y la de nuestro cuerpo es todavía futura.3 La transformación de nuestro cuerpo será, en efecto, la última en producirse. Nuestro Padre, como dijimos, trabaja de adentro hacia fuera. Pero la obra de Dios en lo tocante al espíritu está terminada: Nuestro espíritu ha sido vivificado con la vida de Dios.