¿Cómo evitar que se pierda el sentido de gloria en el ejercicio de la predicación?
El día en que el hombre se halla en el umbral de su obra real en el ministerio de la Palabra, listo, «ceñidos los lomos» en la expresión bíblica, es un día lleno de maravillas místicas. Por su mente pasan luces y sombras extrañas de gozo y de temor, de esperanza y casi de desespero. Las oportunidades en el servicio se ven como tan vastas, tan llenas de solemnidad, que se apodera de él un sentimiento de incapacidad y de indignidad propia. Siente en su alma lo que el apóstol sentía cuando preguntó: «Para estas cosas ¿quién es suficiente?».
Sin embargo, es consciente una vez más del hecho de que su llamado es de Dios, y que los recursos divinos están siempre a disposición de aquellos que son llamados al servicio divino; y así, junto al sentido de dependencia hay un sentimiento de confianza. Estas emociones aparentemente conflictivas llenan su alma de un gran temor y reverencia.
Quizá el desastre más común en la vida de servicio es el de perder este mismo sentido de temor reverente. La gloria pasa, la luz se nubla, el asombro cesa, la obra se vuelve rutina y el predicar una molestia. ¿Cómo es posible evitar que esto ocurra y que la primera gloria se mantenga resplandeciente? Esta es realmente una pregunta importante, que exige consideración seria.
Me propongo tratar de ella en cuanto me sea posible, estrictamente desde el lado positivo. Hay cuatro asuntos que me parecen de capital importancia en el ejercicio de la vocación del ministerio de la Palabra. Son, primero, el cultivo de la oración en la vida espiritual; segundo, el estudio persistente de la Palabra; tercero, la práctica de la predicación intencional, y finalmente el pastoreo paciente del rebaño.
El cultivo de la vida espiritual
El punto de primera importancia es el del cultivo de la vida espiritual, o, para ponerlo de otra manera, el mantener la vida en el Espíritu. El ministro de la Palabra tiene que recordar que éste es un acto o misión que se refiere a cosas espirituales. Esto no significa que ha de separar la verdad del ser, de las cosas mentales y materiales, como si fueran abstracciones en algún sentido y no tuvieran relación viva con estos asuntos. Pero es de absoluta necesidad, a fin de ejercer su verdadera función, que recuerde que no es llamado y equipado con el don celestial para tratar de lo mental y material aparte de lo espiritual. Su negocio está en el reino del pensamiento, para aplicarlo a la luz de la sabiduría eterna; y su responsabilidad en el reino de la acción es buscar el modo de inspirarla con principios y pasión espiritual.
La obra del predicador cristiano es la de aplicar a las palabras, opiniones y enseñanzas humanas la guía y luz de la Palabra del Dios vivo. La obra del predicador cristiano es la de relacionar toda acción humana, en cualquier reino, al propósito y empresa divina, a fin de que pueda ser verdadera, fuerte y duradera.
Se sigue que un hombre llamado a ser el instrumento de tal servicio debe vivir, él mismo, en la atmósfera espiritual. Esto significa que debe practicar la presencia de Dios. Esto es mucho más que aceptar la teoría de la inmanencia divina. Es un relacionar de modo persistente y perpetuo todo pensamiento y acción personal a esta presencia. Esto requiere, ante todo, el ejercicio de las facultades espirituales.
Hay que inquirir de Dios cuál es su camino y su voluntad, con respecto a todo, lo grande y lo pequeño; lo pequeño con la misma fervorosa sinceridad que lo grande. La prisa que no puede esperar en el Señor ha de ser desechada. Si no queda tiempo para buscar al Señor, no hay tiempo para hacer nada más. Los actos que empiezan sin haber descubierto la voluntad divina, son muertos, y el obrar así es mortal. Todo esto, a su vez, implica la necesidad de responder a las exigencias que resultan de estas preguntas y este esperar.
Tiene que haber el ceder, que es la renovación de la mente; el consentimiento del corazón, que es la dedicación del afecto; la obediencia implícita, que es el renunciar de la voluntad. Esta vida, vivida activamente en el mundo espiritual debe ser resuelta y continua. Nadie puede cumplir su ministerio en las cosas espirituales a menos que él mismo viva en correcta relación con las cosas espirituales. Cuando la Palabra deja de ser luz, fuego, gozo para el hombre en su propia vida, escudriñándole, activándole, corroborándole, su predicación se vuelve rutina y molestia para su propia alma, y es totalmente inefectiva en las vidas de otros.
El estudio persistente de la Palabra
El segundo punto de importancia es el estudio persistente de la Palabra por parte del ministro. Esto parece tan evidente que no hay necesidad de hacer hincapié en ello, pero me temo que éste es un punto en el que muchos han fallado tristemente. En los años de preparación esto se ha hecho por la necesidad inevitable, y todo lo que se ha hecho es de inmenso valor. Realmente, el verdadero valor de la obra académica de estos años empezará ahora a ser conocido. No obstante, todo esto ha sido sólo preparatorio. Con esto no quiero decir preparatorio para predicar meramente, aunque esto es verdad. Quiero decir preparatorio para el estudio particular de la Palabra que hay que emprender cuando se empieza la obra definida del ministerio. El ministro debe ahora dirigirse a la Palabra como acompañamiento de su obra, y ha de hacer su obra en compañía de la Palabra.
Esto es decir que ahora no va a la Biblia para descubrir su enseñanza en el sentido abstracto meramente. Va a ella agobiado por las cargas, los problemas, sí, las agonías de los hombres; a fin de hallar la luz sobre estas cosas, de modo que su ministerio pueda ser un servicio de dirección, de curación, de ayuda. El sentarse en feliz apartamiento, separado de los hombres y los asuntos, a fin de conocer las Escrituras es una cosa placentera y que produce deleite. Pero el buscar la soledad es otra cosa cuando uno lleva consigo los pecados y aflicciones de las almas, a fin de hallar la salvación y consolación divinas. Dichoso es el hombre que ha tenido una sólida preparación en el primer método. Esto será para él de inestimable valor ahora.
Pero no puede depender totalmente de ello. Tiene que volver a un estudio diligente y devoto aún más intenso. Usando nuestra gran frase «la Palabra de Dios», como referida a las Escrituras, declaro que sus tonos más profundos no se oyen nunca, ni tampoco se conocen maravillosas revelaciones hasta que la necesidad humana apela a ella. El ministerio de la Palabra debe hacer esta llamada a favor de otros, aquellos a quienes es llamado a servir en el ministerio.
¿Quién que haya estado en la obra durante años no conoce las agonías y el triunfo de esta experiencia? Es algo tremendo y glorioso el ser portador del pecado, la vergüenza, los sufrimientos de las almas humanas; el llevar estas cosas a la luz de la revelación divina; el escuchar su mensaje de poder, de esperanza, de consuelo; y luego ministrar a aquellos que están en necesidad. El hombre que no continúa de esta forma estudiando la Palabra va a fallar en el ejercicio de su ministerio, por más talento que pueda tener en otros sentidos.
Aquí hay, pues, un peligro con el que se enfrenta el hombre que deja sus estudios formales y empieza su obra. Tenemos tendencia a pensar que en los días de preparación ya hemos hecho la obra, y que conocemos la Biblia. Somos tentados a volver a las opiniones humanas, a enamorarnos de lo que llamamos «pensamiento actual», algo ilusorio, efímero, anémico. Vigilemos caer en la tentación desde el comienzo y continuamente. En el relativamente pequeño espacio de nuestras Biblias hallaremos todo lo que el alma humana necesita. Aunque podemos recibir mucha ayuda de otra literatura como ilustraciones e interpretación, no olvidemos nunca que todos los otros escritos, en comparación con la Biblia «son sólo luces fragmentadas junto a ti». Por tanto, estudiemos diligentemente la Palabra.
La práctica de la predicación intencional
El tercer punto de importancia es el de la predicación intencional. Toda predicación –sea apostólica, profética, evangelística o pastoral– tiene un objetivo: la captura de la ciudadela del alma del hombre, la voluntad. El intelecto y las emociones son las avenidas para llegar a ella, y hay que usar las dos. Tenemos que recordar siempre que nunca realizamos el verdadero objeto de la predicación hasta que llegamos a la voluntad y la constreñimos hacia las decisiones que están en armonía con la verdad que proclamamos. Digo «constreñimos» hacia estas decisiones, en vez de «obligamos» a ellas, porque esto último no lo podemos hacer nunca. Lo primero sí podemos, y es nuestro deber hacerlo, pero como un medio hacia un fin, no como un fin.
La última palabra del predicador ha de ser de este tipo: «Si conocéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis». Es a fin de que se pueda hacer la voluntad de Dios que hay que darla a conocer. El tocar e impulsar las emociones está bien del todo, pero ha de ser también un medio hacia un fin, más bien que un fin. La última palabra del predicador en este sentido ha de ser siempre la del Señor: «Si me amáis, guardad mis mandamientos». El hombre que instruido en las cosas de Dios e inspirado por el amor de Dios, puede asaltar la ciudadela de la voluntad humana, por las avenidas de la inteligencia y la emoción, y capturarla para su Señor y constreñir a la obediencia a su Palabra, este hombre es bienaventurado.
El ministro de la Palabra tiene dos preguntas que ha de irse haciendo constantemente con respecto a su predicación: primero, ¿a qué necesidad me dirijo? Segundo, ¿cuál es el mensaje que he de entregar? La respuesta a la primera la conocemos en lo fundamental y esencial. Este ministro habla siempre a las cosas más profundas en la vida humana, las cosas del espíritu, las cosas que son de importancia permanente, y que tocan e influyen finalmente todas las cosas secundarias. Pero estas cosas tienen casi una variedad infinita de expresión incidental; y el hombre que quiere predicar la Palabra con poder a sus prójimos tiene que vivir entre ellos; tiene que conocer el espíritu humano tan bien como la Palabra de Dios. Su obligación es conocer a aquellos a quienes se dirige.
Sabiendo esto ha de buscar su mensaje. Aquí, de nuevo, en general, nunca está sin datos. Aquello por lo que el hombre vive, en el sentido profundo de su vida, es la Palabra de Dios. Pero esta aplicación incidental tiene que ser tan variada como es la expresión incidental, y el que quiere predicar la Palabra con poder tiene que vivir con la Palabra, tiene que conocer la Palabra de Dios como el espíritu humano. Su obligación es conocer el remedio para la necesidad a que se dirige.
Aparte de estas dos, no hay preguntas realmente importantes. El predicador no ha de preguntar si van a escucharle, o si van a aceptarle; aunque la pasión de su alma ha de ser el persuadirlos a obedecer. Nunca vacilará antes de entregar el mensaje pensando en si será recibido con agrado o más bien perturbará. Ninguna de estas cosas es imperiosa, y esto debe recordarlo el predicador. Para algunos siempre hay la tentación de pensar que lo desagradable es lo verdadero y lo poderoso. Otros se sienten tentados a imaginarse que lo sosegado y apacible es lo único de valor. Las dos ideas son igualmente falsas. La Palabra de Dios a veces va a sacudir hasta los cimientos y perturbar el espíritu hasta las entrañas; en tanto que a otros les llegará como paz y sosiego, cambiando toda su tempestad en calma. Los efectos pasajeros de la Palabra no cuentan. La victoria final se halla en la santificación del hombre o de la mujer a la voluntad de Dios.
El predicador, por tanto, siempre tiene dos deberes supremos al predicar, más allá de la proclamación del mensaje: la aplicación y la apelación. La Palabra declarada ha de ser aplicada a la necesidad tal como es conocida. Esto debe ser hecho con conocimiento y discreción, pero tiene que ser hecho, o la predicación va a fallar en realizar su intención y propósitos más altos. Además, ha de apelar a la voluntad, llamándola para que se rinda en el nombre del Señor. Esta apelación ha de ser hecha con convicción así como con pasión. La pasión caracterizada por lo irreal no sirve; es peor que la convicción sin pasión. El fuego pintado no quema. Pero la convicción sin pasión con frecuencia no alcanza su objetivo. El fuego que no se enciende no arde nunca.
El pastoreo paciente del rebaño
La materia final en el ejercicio de la vocación es el pastorear pacientemente a aquellos que han sido congregados en el rebaño como resultado de la predicación. Ha de haber un permanente alimentar el rebaño por medio de la predicación sistemática de la Palabra. La obra del pastor a este respecto no se hace de modo completo predicando de textos aislados. Ni qué decirse tiene que no se hace en modo alguno predicando sobre tópicos, a menos que sean tratados a la luz de la Palabra.
La tarea del pastor y maestro es guiar al pueblo bajo su cuidado y en el estudio inteligente de las Sagradas Escrituras. Cada iglesia debería ser una escuela bíblica, y su ministro debería supervisar toda la enseñanza bíblica, desde el departamento elemental de la escuela dominical, hasta los miembros más antiguos de la iglesia. Tiene que delegar a otros gran parte del trabajo de detalle, pero no debe haber nada fuera de su conocimiento y dirección. Su deber es alimentar a los corderos y a las ovejas.
La Palabra crecerá en fuerza y hermosura
Para realizar este ideal del ejercicio de la vocación del Ministerio de la Palabra, el ministro no va a ahorrar tiempo alguno. Sin embargo, su trabajo requerirá intervalos de recreo, en los cuales escapará enteramente del trabajo particular de su sagrado oficio, y se dedicará a la recuperación física. Estos intervalos deben ser marcados como sagrados, y no debe haber presión del trabajo que interfiera con ellos. El decir esto es tener que añadir: «Señor, ten misericordia de nosotros, ofensores miserables, e inclina nuestros corazones a guardar tu ley aun en este ejercicio físico».
Pero este concepto como la meta del esfuerzo va a preservar al ministro de todo sentimiento de decaer su interés. Casi le será una carga que sus oportunidades sean tan vastas, nunca que sean demasiado limitadas. A medida que pasen los años, la Palabra a la cual se entrega para poder entregarla a otros, va a crecer en fuerza y hermosura, y el gozo de proclamarla será su fuerza así como su deber.
Extractado de «El Ministerio de la Predicación».