Dos claves para la crianza de los hijos.
La madre, primero
La primera que ha de asumir la responsabilidad en la crianza y educación de los hijos es la mujer. Así lo vemos en las Escrituras. El niño bebe de su madre, no sólo la leche física, sino también el primer alimento formativo (Ver, al respecto, el orden que se establece en 1ª Tes.2:7, 11).
Los primeros años de la vida de un hombre son fundamentales en la formación de su carácter y personalidad. Por eso, durante estos años, es preciso que los hijos estén el mayor tiempo posible junto a su madre. No se trata de que reciban información, simplemente, sino de todo un complejo conjunto de elementos, entre los que hay actitudes, valores, principios, gestos y también enseñanzas prácticas, que tienen que ver con la formación y que van plasmando su carácter.
Jocabed, la madre de Moisés, tuvo fe para preservar a su hijo de la muerte, y para convertirse –una vez que fue salvado de las aguas– en su nodriza. La enseñanza impartida en esos primeros años fue tan efectiva que no pudo ser borrada del corazón de Moisés por la enseñanza que recibió “en toda la sabiduría de los egipcios” (Hch.7:22). Por eso, crecido ya Moisés “salió a sus hermanos” (Ex.2:11). ¿Podría concebirse a un Moisés que fuera criado con mentalidad egipcia, volviendo a sus hermanos para libertarlos? Él no habría estado en condiciones de sufrir el dolor de sus hermanos ni hubiese estado dispuesto a soportar el menosprecio por ellos.
Ana, la esposa de Elcana, ¿no crió a su hijo Samuel para dedicarlo al Señor, luego de haberlo recibido de Él? Siendo aún pequeño él ministraba a Jehová delante del sumo sacerdote. Su mente y su corazón estaban apegados al Señor, porque así fue enseñado. Y llegó a ser un profeta de Dios, y el más grande juez de Israel.
Faltaría el tiempo para destacar la fe de Sara, que tuvo en Isaac una clara muestra de su piedad. La fe de Rahab, quien después de haber sido una mujer menospreciada en Jericó, vino a ser la madre de Booz, el marido de Rut, un hombre piadoso y justo como pocos en al Antiguo Testamento. De Betsabé, la madre de Salomón, que crió a su hijo para el trono. De Elisabet, la madre de Juan el Bautista, que alaba al Señor por haber quitado su afrenta entre los hombres, y que crió un nazareo para Dios. Y, sobre todo, la fe de María, la madre de nuestro Señor, la más piadosa de todas, a quien le fue confiada la noble misión de criar al Señor Jesús, en el hogar de la mayor piedad imaginable. ¿Qué misión hay más noble para una mujer?
No hay más alto privilegio conferido a la mujer, que el de criar y formar a sus hijos “en fe, amor y santificación, con modestia” (1ª Tim.2:15); de introducir en ellos los primeros destellos del conocimiento y el temor de Dios, y de inclinar el corazón sensible de ellos a Dios. Esta herencia es más valiosa que la multitud de las riquezas, y que toda las grandezas del mundo. La fe de un hombre de Dios, como la de Timoteo, tiene casi siempre a su haber –como un poderoso respaldo– la fe que habitó primero en sus progenitores, en su abuela Loida, y en su madre Eunice, por lo cual se le podía decir “… desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras” (2ª Tim. 1:5; 3:15).
El sacerdocio del padre
La primera y gran responsabilidad del padre cristiano es la de ejercer el sacerdocio espiritual a favor de sus hijos. Si bien es una responsabilidad que comparte con su esposa, es el varón, que ha sido puesto como cabeza de la mujer, quien está llamado a ejercer fielmente este ministerio.
Sacerdocio significa, fundamentalmente, intercesión. Cristo es el primer y mayor sacerdote –“sumo sacerdote”, que intercede permanentemente por los hijos de Dios. El padre cristiano ha de hacer lo mismo a favor de sus hijos.
El padre ha de mostrar a Dios a los hijos, y ha de presentarse ante Dios por sus hijos. En tanto ellos no puedan defenderse por sí solos en la lucha espiritual, han de ser sostenidos por la oración de sus padres. El diablo buscará herir las familias, y atacará a los hijos de los creyentes. Pondrá trampas en su camino y tentaciones sutiles. Tales cosas han de ser quitadas por la oración persistente, en una batalla espiritual que se libra cada día sobre las rodillas, en la intimidad con Dios.
¡Cuánto daño perfectamente evitable se ha infligido a los niños y jóvenes porque los padres han descuidado este sagrado ejercicio! El buen ejemplo de los padres no basta. Los consejos bien intencionados tampoco. Hay acciones espirituales de las tinieblas que sólo pueden ser contrarrestadas por la oración continua, en el ejercicio del ministerio sacerdotal de los padres –especialmente del padre– a favor de sus hijos.
Ellos no deben olvidar que la lucha no es contra sangre y carne, “sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Ef.6:12).
En medio de una generación en que hay tantos jóvenes esclavizados por Satanás, el padre de hijos creyentes ha de orar para que en sus hijos se cumpla la palabra de 1ª Juan 2:14: “Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes … y habéis vencido al maligno”. Su experiencia en la carrera de la fe ha de ser una salvaguarda para quien está recién comenzando.