Era una fría mañana de mayo y el hombre pasaba el cumpleaños más triste de toda su existencia. Cumplía sus primeros cinco décadas de vida y el saldo no era favorable. Su esposa había enfermado hacía unos cuantos años. No importaba cuántos, fueron eternos. El hombre, carpintero de oficio, había visto cómo gradualmente el cáncer se llevaba lentamente a la compañera de casi toda una vida. Era una enfermedad humillante.
¿Cuándo fue la última vez que este hombre de manos rústicas había dormido toda la noche? Casi no lo recordaba. Todo se había transformado en gris desde que el maldito cáncer llegó a su casa. Su esposa no tenía el menor parecido con la foto del viejo retrato matrimonial que colgaba sobre una de las paredes del dormitorio. Ahora sólo era un rostro cadavérico, níveo, sin color y por debajo del peso normal de cualquier mortal.
«Usted es una señora adulta», había dicho el médico, «váyase a la casa y… espere».
El hombre, temperamental y de manos rudas, sabía lo que había que esperar. Lo inevitable. Aquello que le arrebataría a su esposa y madre de sus cuatro hijos. Sin piedad, sin otorgarle unos años más de gracia. El putrefacto aliento de la muerte parecía llenar la atmósfera con el pasar de los días. La bebida era como una anestesia para el viejo carpintero. Por lo menos, por unas horas no estaba obligado a pensar. Por el tiempo que durara la borrachera, tendría un intervalo en medio de una vida que no le daba tregua. Había cualquier tipo de alcohol diseminado por toda la casa; en los armarios, la nevera, el garaje, el galpón y hasta una botella en el aserrín de un viejo y enmohecido barril.
Este era su cumpleaños. El hombre festejaba un año más de vida y un año menos junto a su esposa.
El gemido de su esposa lo despertó del letargo.
«Recuerda», dijo suavemente la mujer, «que hoy estamos invitados a ir a esa iglesia».
El hombre hizo un gesto de disgusto. Había sido luterano desde su niñez y hacía años que no pisaba una iglesia. Apenas recordaba algunas canciones religiosas en idioma alemán que se entonaban en su pueblo natal. Pero el pedido de su mujer no era una opción, era un ruego desesperado. Tal vez el último deseo de quien lucha cuerpo a cuerpo con el tumor que se empecinó en invadirlo todo. Un último intento por acercarse a Dios antes de partir para siempre. El carpintero de las manos rudas y aliento alcoholizado asintió con la cabeza. La iglesia no quedaba muy cerca, pero cuando el cáncer se instala en un hogar, a nadie le importa el tiempo y las distancias. Ya nadie duerme en la casa del carpintero.
Esa noche, la del cumpleaños, el matrimonio llegó con sus dos hijos menores a la remota iglesia de una ciudad llamada Del Viso, en el inmenso Buenos Aires. Los que lo vieron, dicen que él se apoyó en la pared del fondo y oyó el sermón.
«Linda manera de festejar el cumpleaños», habrá pensado en tono irónico.
Pero continuó allí con cierto respeto, viendo cómo su esposa lloraba frente al altar. Casi ni oyó el mensaje, pero presintió que debía acompañar a su mujer y, lentamente, el hombre que escondía botellas de alcohol en el aserrín, pasó al frente. Los dos tomaron una decisión. Aceptaron a Cristo como su único y suficiente Salvador. Una sencilla decisión que no pareció demasiado histórica, y estoy seguro de que unos pocos esa noche se percataron del carpintero y su enferma esposa. Pero a ellos les cambió la vida para siempre.
Ella observó cómo el cáncer retrocedía poco a poco hasta transformarse milagrosamente sólo en un mal recuerdo. El hombre se deshizo de todas las botellas de alcohol y jamás volvió a tomar. Lo que comenzó como un mal día terminó con una decisión que afectó el futuro para siempre.
El viejo carpintero se dirigió a su galpón y levantó su puño al cielo. Ahora está determinado a tomar una decisión radical y categórica. Ese no es cualquier puño levantado en un desvencijado galpón, es el puño del campeón. Nunca más volverá a beber. Jamás dejará a Dios. Es una promesa. Una decisión.
Ocurrió el primero de mayo del año 1975. El carpintero de las manos rudas jamás se hubiese imaginado que debido a aquella determinación, no sólo afectaría a su familia, sino a miles de personas en todo el mundo. Su hijo menor, que por aquel tiempo tenía apenas siete años, hoy predica a cientos de jóvenes en casi todo el planeta y, entre otras cosas, escribe este libro.
D. G.