El peligro de sostener una fe puramente intelectual, divorciada de la conducta del creyente.
Al concluir el primer siglo, la situación general de las iglesias ha cambiado. Con tristeza y asombro, comprobamos que la experiencia de los creyentes ha caído muy por debajo de la elevada norma de vida que alcanzaron sus primeros hermanos a partir de Pentecostés. En su mensaje a las siete iglesias de Asia, el Señor devela los males que aquejan a dichas iglesias, las que, de algún modo, representan la situación general de su iglesia en el mundo. Cinco de ellas son reprendidas y tan solo dos son alabadas sin reservas por el Señor. Por tanto, la situación es más bien de decadencia y apostasía.
De hecho, ya Pablo y Pedro habían experimentado los primeros síntomas de esta decadencia generalizada, tal como lo podemos constatar al leer sus últimas cartas (1 y 2 de Timoteo, Tito y 2 de Pedro). Y ambos apóstoles alertan a los santos sobre la llegada de falsos maestros que introducirán subrepticiamente herejías destructoras en medio de ellos.
La hora de Juan
Lo anterior ocurrió durante la década que va del 60 al 70, pues tanto Pablo como Pedro fueron, probablemente, martirizados durante la persecución desatada por Nerón el año 67 D.C. Tras esto, transcurrieron 30 años más, mientras un telón oscuro cae sobre la historia de la naciente iglesia. Y, tras alzarse nuevamente el telón en el ocaso del siglo, tan sólo Juan permanece vivo de entre los apóstoles originales. Es ahora un hombre anciano, que ha vivido para ser testigo de toda la historia de la iglesia durante el primer siglo. Él estuvo allí, cuando Jesús reunió a su alrededor a doce hombres en quienes habría de depositar la misión de establecer su iglesia en la tierra. Y también estuvo allí, cuando la primera iglesia, denodada, valiente, pura y sencilla surgió en Jerusalén. Y luego, la vio crecer, desarrollarse, madurar y multiplicarse a lo largo y ancho del imperio.
Pero también vio el comienzo de su declinación y alejamiento de la experiencia del principio. Y, en consecuencia, se levanta para recordarle a las iglesias lo que habían perdido y afirmar aquello que aún estaba en peligro de perderse. Pues, en sus propias palabras, ha llegado la última hora. Aquella hora anunciada por Pedro y por Pablo antes de partir, cuya característica principal, nos dice, es la manifestación del espíritu del anticristo.
Este es el asunto central de sus cartas, en especial de la primera, más larga y completa que las demás. En ella nos muestra claramente las principales características de este espíritu, cuyo fin es destruir el testimonio de Cristo sobre la tierra. Juan nos dice de él que lleva a cabo dos engaños fundamentales: el primero es la negación de que Jesucristo ha venido en carne y, el segundo, la negación de que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios. Ambos hechos tienen que ver con la fe esencial de la iglesia de Cristo y no con especulaciones teológicas y doctrinales. Y ambos tienen, por tanto, terribles consecuencias prácticas, que afectarán decisivamente tanto la vida como el testimonio de los creyentes en el mundo. Dichas consecuencias se pueden resumir en el surgimiento de una “fe” puramente intelectual, conceptual y teórica, totalmente divorciada de la vida y la conducta de los creyentes.
El que dice…
Esta tendencia hacia la conceptualización de la fe y la degeneración consiguiente de la vida y la experiencia práctica, fue definida por Juan con la expresión “el que dice…”, utilizada más de diez veces en su carta. Pues el engaño, nos muestra el apóstol, consiste en la supuesta posesión de un conocimiento superior acerca de Dios y sus misterios que tiene, por contraste, un nulo impacto en la vida de quienes dicen poseerlo. Mas, para entender mejor lo recién afirmado, debemos hacer un poco de historia.
A fines del siglo primero, como consecuencia de su expansión hacia los gentiles, la iglesia entró en contacto con la filosofía griega, lo cual habría de tener funestas consecuencias para su desarrollo posterior. En efecto, el mundo helénico se caracterizaba por un desorbitado interés hacia especulaciones filosóficas de todo tipo y, por otro, una desenfrenada entrega hacia las pasiones y placeres de la carne. La causa de ello se encontraba en la filosofía griega, cuyo énfasis estaba en la mente o razón como órgano superior del hombre, en tanto que consideraba al cuerpo físico como inferior y fuente de toda clase de males. A partir de este dualismo filosófico, se desarrolló al interior de la iglesia un movimiento que llegó a ser conocido en la historia con el nombre de gnosticismo, el cual reinterpretó le fe revelada a los santos para acomodarla a los puntos de vista de la filosofía helénica.
Estos hombres, los gnósticos (cuyo nombre deriva del término griego “gnosis”, que significa “conocimiento”), causaron un inconcebible daño a la naciente iglesia. Pues, a causa de sus enseñanzas, las iglesias abandonarían la fe sencilla, práctica y real en Jesucristo, cuya fuente era la revelación viva de su persona por el Espíritu Santo en los corazones de los creyentes, para reemplazarla por una teología eminentemente conceptual y analítica, fruto de la mente y el raciocinio humano antes que de la acción del Espíritu.
Para oponerse a su nefasta influencia, los maestros de la cristiandad echaron mano de la misma filosofía griega que los gnósticos empleaban. Como resultado, la fe viva y revelada se convirtió en teología. Es decir, un asunto racional, especulativo, analítico y extraordinariamente complejo e inaccesible para los creyentes comunes y corrientes. Este hecho contribuyó, a su vez, al surgimiento del clericalismo sacerdotal. Por esta razón, Juan se refirió a ellos (los gnósticos) como los “muchos anticristos”
Estos hombres enseñaban que el Cristo no podría haberse encarnado verdaderamente, pues el cuerpo físico (de acuerdo con los griegos) es totalmente malo. En consecuencia, decían, el hombre Jesús fue la morada durante un breve tiempo de la persona de Cristo, que descendió en él al momento de su bautismo y le dejó en el momento previo a su muerte. Hacían así una distinción entre Jesús humano, quien murió realmente en la cruz, y el Cristo divino, que sólo habitó temporalmente en su cuerpo físico (negaban que Jesús es el Cristo). Por otra parte, algunos otros enseñaban que Jesucristo no poseía un verdadero cuerpo físico mientras estaba en la tierra, sino un cuerpo sólo aparente, creado para comunicarse con sus discípulos, pero sin realidad material (negaban que Cristo vino en carne).
Ahora bien, todas estas especulaciones y engaños surgieron de hombres que justificaban sus vidas pecaminosas, alegando estar en posesión de un conocimiento o revelación superior (gnosis), que hacía innecesarios una vida o conducta apartada del pecado, pues mientras vivieran en un cuerpo físico esencialmente malo, el pecado era ineludible. Lo importante, decían, es purificar la mente mediante el conocimiento o gnosis. Luego, la verdad quedaba desencarnada y se convertía así en puro conocimiento intelectual y teórico. Contra tales hombres y sus enseñanzas escribió Juan.
El origen de la decadencia
La causa de todos estos males, nos dice el apóstol, está en el olvido o abandono de la verdad que nos fue entregada en el principio. La verdad, tal como nos muestra Juan, no es un conocimiento intelectual sino una persona viva: Jesucristo, el Hijo de Dios, a quien hemos oído, visto, contemplado y palpado con nuestras manos. Por tanto, la fe en la verdad que es Jesucristo se encuentra vitalmente ligada a la experiencia de los hijos de Dios. Para expresar este hecho, Juan emplea la expresión “sabemos”. En oposición a la mentira y al error del espíritu del anticristo, el apóstol nos advierte que el conocimiento de la verdad se traduce siempre en una vida de justicia y amor: “Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad. Y en esto conocemos que somos de la verdad” (1Jn.3:18-19a).
Precisamente aquí estaba la gravedad de la enseñanza gnóstica: el hacer de la verdad un concepto meramente intelectual y racional. Pero nuestro saber acerca de Jesús no es de esta naturaleza. Por el contrario, el nuestro es un saber revelado por el Espíritu, quien nos enseña todas las cosas, y nos da testimonio de que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios (“Y en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado”). Y este saber o certeza produce, además, una experiencia práctica: “Sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos”; y además, “y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos”.
Por esta razón, el primer paso en la senda de la decadencia y la apostasía es, de acuerdo con Juan, un andar fuera de la luz (1Jn.1:5-7). El mensaje original que trajo el Señor Jesucristo se centra en mostrarnos que Dios es luz. Esto nos habla de su naturaleza santa e infinitamente apartada del pecado. Pues todo el error y la mentira tienen su origen en el pecado que domina el corazón del hombre caído. El pecado que es, por definición, la iniquidad (la palabra “iniquidad” es una traducción más correcta que la expresión “infracción de la ley” en 1Jn.3:4b). Pablo nos habla de un misterio de iniquidad que ya actúa en el mundo. Y Juan nos muestra cómo dicho misterio se traduce en el advenimiento de numerosos anticristos (vgr. Pablo denomina al anticristo el “inicuo”).
La meta del pecado o iniquidad es destruir toda traza de Dios y su obra en el mundo, para, si ello fuese posible, suplantarlo y usurpar su lugar. Así comenzó su obra en el ángel de luz, continuó en el huerto de Edén (“seréis como dioses”); y prosigue ahora al interior de la iglesia negando a Jesucristo el Hijo de Dios. Mas, si Jesús no es el Cristo y el Hijo de Dios, entonces no existe posibilidad alguna de ser libres del pecado y su engaño. Su muerte y resurrección no tienen poder ni valor alguno, y aún estamos en nuestros pecados. Y peor aun, todavía nos hallamos bajo el poder de Satanás.
Este es el propósito del espíritu del anticristo: tergiversar y ocultar la obra de Dios en Cristo, para volverla ineficaz en la vida de los creyentes. Aquí vienen a nuestra mente las palabras del Apocalipsis: “Y ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero; y la palabra del testimonio de ellos; y menospreciaron sus vidas hasta la muerte”. De ahí el empeño del diablo en destruir y arruinar el testimonio de Cristo en la iglesia. Si él consigue su objetivo, entonces los creyentes habrán sido derrotados y la iglesia habrá perdido su testimonio.
En este sentido, el verdadero conocimiento de Dios, trae como primera consecuencia un apartarse del pecado y sus obras. Pues dicho conocimiento es una experiencia espiritual y no un mero asentimiento mental a ciertas doctrinas acerca de Dios. Si nuestro conocimiento de Dios no es más que emoción o teología, en nuestra vida no habrá ese profundo aborrecimiento del pecado que es la característica de todos quienes verdaderamente le conocen.
Pero, si decimos que no tenemos pecado, hacemos a Dios mentiroso, pues él envió a su Hijo a morir por nuestros pecados. Y sin una vida en la luz de su presencia y santidad que expone nuestros pecados y los juzga, la preciosa sangre de Cristo no puede operar en nuestro corazón para perdón y justificación. Por ello, el engaño radica en tener una conducta doble, que se jacta de estar en posesión de un conocimiento de Dios y sus misterios, en tanto que ha perdido toda conciencia con respecto a los pecados, que permanecen ocultos sin ser confesados ni juzgados ante la luz de Dios. Este es el primer peldaño que desciende hacia la decadencia y la apostasía.
Por otra parte, nos dice Juan, el hecho de que exista una gracia ilimitada para el perdón de los pecados en la sangre de Cristo, no significa en modo alguno una especie de licencia irrestricta para pecar. Aquí hallamos el segundo peldaño hacia la decadencia. Ya en días de Pablo, muchos malinterpretaron la gracia del perdón como una especie de pasaporte para vivir vidas pecaminosas. Pero Juan agrega a continuación: “El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso y la verdad no esta en él”.
Esto último es fundamental. Dios no sólo nos otorgó el perdón de todos nuestros pecados en Cristo, sino también la vida necesaria para llevar una existencia libre del pecado (“todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, pues la simiente de Dios permanece en él”). De esta manera, la fe que un creyente declara poseer debe evidenciarse necesariamente en que guarda positivamente los mandamientos del Señor. Dios nos ha dado la vida justa de su Hijo, que mora en nosotros por medio de su Espíritu. En consecuencia, el guardar los mandamientos del Señor debe ser la conducta normal de cualquier creyente. Ahora bien, Juan no se refiere aquí a la ley mosaica sino a los mandamientos del Señor Jesucristo y sus palabras, reunidos, por ejemplo, en el Sermón del Monte, y cuya máxima expresión está en el mandamiento “amaos los unos a los otros, como yo os he amado”.
Una fe que lleva fruto
De acuerdo con el discípulo amado, no podemos engañarnos en este punto. Una fe puramente intelectual o nominal, es incapaz de producir un fruto semejante. Tan sólo una fe viva, engendrada en el corazón por el Espíritu, y desarrollada en una íntima comunión de amor con el Padre y su Hijo Jesucristo es capaz de producir algo así. Juan no es un legalista, sino un hombre que conoce profundamente la diferencia entre la verdad y el error. Y dicha diferencia, nos enseña, no se encuentra básicamente (al menos al principio) en las verdades que se dicen sostener, sino en la clase de vida que manifestamos con nuestra conducta y nuestros hechos. Aquí radica toda la diferencia.
Juan tiene un mensaje dirigido tanto a la iglesia en general como a cada creyente individual. La condición espiritual de ambos no se mide por lo que saben o dicen saber, sino por la vida que viven y manifiestan con sus hechos. Si los llamados creyentes todavía aman al mundo, sus valores y su forma de vida; aborrecen (literalmente, son meramente indiferentes) a sus hermanos, y viven en connivencia con el pecado (practican el pecado), entonces son mentirosos y no poseen la verdad. Se engañan a sí mismos y a los demás, y están en peligro de caer bajo el engaño del espíritu del anticristo. Pues la verdad no es un conocimiento mental o intelectual al estilo gnóstico, sino una persona viva, santa, justa, apartada del pecado, cuya característica esencial es el amor. Dicha persona es el verdadero Dios que se encarnó en la persona de Jesucristo, murió verdaderamente en la cruz por nuestros pecados, resucitó al tercer día y ahora vive, por medio del Espíritu Santo, en los corazones de los que creen, produciendo en ellos una vida que practica la justicia y el amor.
De allí la reacción de Juan contra aquellos que tergiversaban la revelación de Jesucristo y su persona. Pues él discierne espiritualmente que detrás de ellos está operando un poder espiritual, un espíritu maligno y hostil, cuyo fin es destruir a la iglesia, apartándola de su relación vital con el Señor resucitado, quien es su centro y su todo.
La fe en Jesús como el Cristo y el Hijo de Dios, es mucho más que una confesión teológica o un credo nominal, como vino a ser en la historia posterior de la cristiandad. En el principio representaba la sustancia misma de la vida y la experiencia de los santos. Para ellos se trataba, y es necesario recalcarlo, de una persona viva con la cual vivían en permanente comunión, a través de la cual accedían constantemente al Padre, cuyo Espíritu moraba dentro de ellos capacitándolos para vivir vidas justas y santas, libres del pecado. En suma, una persona que era su centro y su todo.
Ahora bien, el fin de la revelación de Jesucristo es producir una clase de hombres radicalmente distintos tanto en su conducta como en sus valores o intereses. Hombres y mujeres que se apartan del mundo y su estilo de vida pecaminoso, para arrojarse en el seno de una forma de vida gobernada por la luz y el amor de Dios. Esta forma de vida es abrazada espontáneamente por todos aquellos que llegan a tener la vida eterna como su posesión más preciosa y permanente. De esta vida brota el discipulado, vale decir, el impulso y el poder para reproducir tanto individual como colectivamente cada uno de los rasgos de Jesucristo, su carácter, y sus hechos. Dichos rasgos se encuentran expresados básicamente en las palabras de Jesús y sus mandamientos. Ellas no son una ley exterior sino la expresión de su propia naturaleza santa y sin pecado. Por tanto, aquellos que dicen conocerle y poseer su vida no pueden menos que guardar a cabalidad todos y cada uno de sus mandamientos. He aquí la prueba real de que son verdaderamente hijos de Dios.
“En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (Jn.15:8). “Llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (Fil.1:11).