Lo que Dios le ha confiado a la Iglesia.
Gino Iafrancesco
En 1ª Corintios capítulo 2 también se habla de los dos aspectos que hemos tocado en la revista anterior. Esto es, por un lado, el depósito espiritual, y por otro, la administración hablada de ese depósito, el ministerio de la Palabra.
Voy a leer en 1ª Corintios 2 desde el verso 9, para tener un contexto un poco más amplio, donde, de los dos aspectos que habló Pablo en 2ª Timo-teo 1:13-14, él da otros detalles, lo cual nos ayudará, nos ilustrará y nos establecerá.
«Antes bien…». Este «Antes bien…» es en contraste con la sabiduría de los príncipes de este siglo. Desde el verso 6, Pablo está contrastando la sabiduría oculta de Dios con la sabiduría de los príncipes de este siglo, que no conocieron a Dios y por eso crucificaron al Señor. El mismo contraste que hace también Santiago, cuando habla de la sabiduría que viene de lo alto, que es primeramente pura, que es pacífica, amable, llena de buenos frutos, contrastada con la sabiduría meramente terrenal, que Pablo la llama incluso animal y diabólica.
Y ese mismo contraste que hace Santiago, hace aquí Pablo. Pero en el verso 9, después de haber hecho ya el contraste de las dos, él ahora va a hablar de la sabiduría predestinada por Dios para la gloria de la iglesia. Eso de la gloria de la iglesia está en el verso 7.
«…hablamos sabiduría de Dios en misterio…». La sabiduría oculta, pero no es el ocultismo ni el hermetismo típico de la sabiduría terrenal, animal y diabólica, sino la de Dios. «…la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria». Pablo se dio cuenta que Dios nos quería glorificar; no para nosotros autoglorificarnos. Jesucristo mismo no buscaba su propia gloria, sino la gloria del Padre, y eso es lo que debemos hacer nosotros.
Pero, aun buscando la gloria del Padre, el Señor Jesucristo sabía que, así como el Hijo buscaba la gloria del Padre, el Padre buscaba la gloria del Hijo. «Yo no busco mi gloria, pero hay quien la busca, mi Padre, el que vosotros decís que es vuestro Dios», les dice a los judíos. Jesús sabía que el Padre quería glorificar al Hijo; pero el Hijo quería glorificar al Padre.
Y ahora es la misma cosa: Si tú quieres glorificar al Hijo, el Hijo quiere glorificar a la iglesia. Ahora, si la iglesia se quiere glorificar a sí misma, y en vez de predicar a Jesús nos predicamos a nosotros mismos, él va a tener que quedarse callado, y va a tener que avergonzarnos, para que aprendamos la lección.
«Padre, la gloria que tú me diste, yo les he dado». Sólo que la iglesia tiene que ser entrenada para portar la gloria de Dios sin estorbarla, sin distorsionarla. Y para eso somos sometidos al horno, para ser cristalinos, como la nueva Jerusalén, que es cristalina, diáfana como el cristal. Ella no se ve, pero se ve la gloria de Dios en ella, y eso es lo que el Señor quiere: que cada vez nos veamos menos, para que él se pueda ver más.
«Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman». Dios es un Dios que prepara sorpresas para los que le aman. Alguien que ama es alguien que quiere darle sorpresas a la persona amada.
Así es nuestro Dios. Él es un Dios que se agrada en asombrarnos. ¡Y nos da unas sorpresas! Porque nos dice. «Yo te amo, te amo». Esa es la sorpresa. Claro, él nos ama; sabemos que él nos ama. Pero cuando él nos dice otra vez: «Te amo», ¡ah, qué lindo! Cada vez que lo dice, es un rhema, ¿verdad? No es sólo la doctrina del amor de Dios, sino que él nos ama.
Entonces, dice el Señor, por Pablo: «Pero…». ¿Por qué dice pero? Porque acaba de decir que ojo no lo vio, que oído no lo oyó, que no se le ha ocurrido al corazón del hombre; o sea, esto no tiene origen en el hombre. «Pero Dios nos las reveló…». Esas cosas preparadas. «…nos las reveló a nosotros por el Espíritu». Todo esto se da en el plano de la fe, de la nueva creación, desde el nuevo nacimiento para arriba, por el Espíritu.
«Dios nos las reveló…». Las cosas que ojo no vio, que oído humano no oyó, que a los corazones de los hombres, filósofos, grandes genios de la historia humana, no se les ocurrieron, Dios las reveló a la iglesia «…por el Espíritu».
Pablo era un buen lector del Antiguo Testamento. Él había leído en Proverbios, que dice: «Lámpara de Jehová es el espíritu del hombre, la cual escudriña lo más profundo del corazón». O sea, lo que en nosotros escudriña nuestras profundidades es nuestro espíritu, y mucho más si es habitado por el Espíritu de Dios. Entonces, basado en eso, Pablo dice: «Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él?» (v. 11). O sea, si en el caso del hombre es el espíritu del hombre el único que sabe lo que pasa adentro, ¡cuánto más en el caso de Dios!
Sólo el Espíritu de Dios sabe lo que hay en el corazón de Dios, conoce plenamente al Padre y al Hijo, la relación del Padre y el Hijo, el propósito del Padre y el Hijo, los caminos del Padre y el Hijo. Si eso sucede incluso con el hombre, así también Pablo dice que sucede con Dios.
Entonces dice él: «Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios». O sea, por eso, la única manera de participar de este nuevo mundo, de esta nueva creación, es por medio del Espíritu de Dios que ya mora en nosotros, y que está ahí, esperando la primera oportunidad que le demos, para ayudarnos, para introducirnos y para conducirnos.
Y ahora dice Pablo: «Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo…». Porque a veces lo recibimos. Ese es el problema; nos dejamos contaminar por la carne y el espíritu, y entonces el Señor se retrae. Nosotros hemos cerrado nuestro corazón. Ya sabemos de dónde viene el mundo, para dónde va, quién es, a quién le pertenece. Aunque estamos en el mundo, no somos del mundo. Hay una total separación entre el Espíritu del Señor y el espíritu del mundo, y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo. No podemos ser adúlteros.
«Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios…». Hemos recibido, porque esto ya es un hecho en la iglesia. Pablo no conduce a los hermanos a la confusión, sino a la fe. Si es hermano, tiene el Espíritu.
¿Qué hace el Espíritu? ¿Para qué viene el Espíritu? «…para que sepamos lo que Dios nos ha concedido». O sea, conozcamos. Este saber es haber experimentado y disfrutado «… lo que Dios nos ha concedido». Ese es el depósito, el paquete, la encomienda, el regalo. Hermanos, es más de lo que nos imaginamos, y Dios nos lo da incluso antes de que lo conozcamos, porque él no espera que conozcamos todo para darlo. Él se nos dio él mismo; sólo que todavía no entendemos todo lo que significa que él se nos haya dado. Y por eso Pablo oraba.
Permítanme, voy a parar aquí. Vamos a Filemón, para ver allí una expresión de Pablo que tiene que ver con esto, y para comentar esa frase: «…lo que Dios nos ha concedido». Ese es el depósito, esa es la realidad espiritual que el Señor le dio a la iglesia, y que los hermanos hemos recibido al recibir al Señor.
«Doy gracias a mi Dios, haciendo siempre memoria de ti en mis oraciones, porque oigo del amor y de la fe que tienes hacia el Señor Jesús, y para con todos los santos; para que la participación de tu fe sea eficaz en el conocimiento de todo el bien que está en vosotros por Cristo Jesús» (Flm. 1:4-6). Pablo estaba intercediendo por Filemón, para que, cuando él participara la fe, la participación de su fe fuera eficaz, o sea, produjera un efecto en el mundo del Espíritu, en el nuevo mundo. Pero luego nos dice cuál es el secreto de la eficacia de la participación de la fe. Entonces dice: «…eficaz en el conocimiento de todo el bien que está en vosotros por Cristo Jesús».
No es que ese bien ‘va a estar’. No. Como usted ya recibió a Cristo, y Dios ya puso en Cristo todo el bien, entonces, todo el bien que está en Cristo está en nosotros, los que recibimos a Cristo. Y en la medida, que vayas conociendo, experimentando por la fe, que Cristo está en ti, la participación de tu fe va a ser más eficaz.
Si tú llegas a contar con todo lo que Cristo te ha dado, o sea, con el depósito, entonces, cuando compartas tu fe, será eficaz. Porque estarás tomando del botín que tú no conquistaste. Fue otro el que nos dio a su Hijo, nos dio vida, nos dio el Espíritu. Entonces, hermanos, «…en el conocimiento de todo el bien que está en vosotros por Cristo Jesús», la participación eficaz de la fe en el conocimiento de todo lo que Dios nos dio.
Necesitamos conocer del Señor; que el mismo Espíritu nos conduzca a percibir y creer espiritualmente todo lo que significa haber recibido a Cristo, que es Dios y a la vez es hombre, y realizó la humanidad en su persona, y nos condujo por su cruz, por su resurrección y por su ascensión, y nos sentó con él en lugares celestiales, y estamos unidos a él en espíritu, como un regalo de Dios.
Antes, en el Antiguo Pacto, nosotros procurábamos hacer cosas. Pero en el Nuevo, él dijo que se iba a olvidar de nuestros pecados y que iba a poner su Espíritu en nosotros, para hacernos andar en sus estatutos. Porque antes, nosotros tratábamos de andar y no andábamos; entonces él decidió olvidar nuestros fracasos, perdonarnos los pecados y darnos su Espíritu. Es algo que él decidió hacer, y que él hizo y está haciendo; es algo que tuvo inicio en la gracia de Dios.
La sangre y el Espíritu cubren nuestras necesidades; la sangre, para tratar todo lo viejo, y el Espíritu, para suplir todo lo nuevo. Como un regalo, el Espíritu se recibe por la fe, no por las obras de la ley, sino por creerle a Dios. Y la palabra clave es otra vez recibir. Recibir es creer, recibir es apropiarse, contar con la presencia fiel del Señor.
Entonces, en Filemón, Pablo dice que la eficacia radica en conocer el bien que está en nosotros por Cristo. Ya es nuestro. Ahora hay que ir abriendo el botín parte por parte y sacando todo lo que hay. Ya nuestro Padre abrió una cuenta a nuestro nombre en el Banco celestial; ahora nos toca firmar los cheques, con toda fe, con toda confianza de hijos, de lo que se necesite para cooperar con nuestro Padre en la tierra. Y el cielo paga, porque el cielo sí paga.
Volvemos otra vez a 1ª Corintios 2. «Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido» (v. 12). El Espíritu Santo nos fue dado «para que sepamos lo que Dios nos ha concedido» – el propio Dios, la naturaleza divina, la realización humana en el Señor Jesús, la libertad por medio de la cruz, la nueva vida por medio de la resurrección, el consuelo.
Cuántas cosas riquísimas podemos colocar debajo de esa frase tan cortita – «…lo que Dios nos ha concedido». Ese es el buen depósito; es mucho, y no debemos dejarlo así, resumido. No. Ese botín hay que abrirlo, conocer todo el bien que está en nosotros por Cristo. Hay que ver todo lo que eso implica, porque a veces necesitamos usar de esto, que es Cristo, y a veces de aquello otro, que también es Cristo. Y a veces de esto y de aquello o, cuando menos esperábamos, de otro aspecto que también existía, gracias a Dios, en Cristo.
Entonces, hasta aquí, estamos viendo el buen depósito, el contenido espiritual, o sea, lo propio del Nuevo Pacto, porque sus palabras, en el Nuevo Pacto, son Espíritu y son vida. Y también son palabras, pero palabras que van llenas, no palabras vacías, palabras llenas con Dios, con Cristo, con el Espíritu.
Entonces, ahora dice: «…lo que Dios nos ha concedido, lo cual también hablamos…». Esas son «las sanas palabras que de mí oíste». ¿Usted ve las dos partes aquí? «…lo que Dios nos ha concedido», corresponde al buen depósito, mediante el Espíritu Santo que proviene de Dios. Pero dice: «…lo cual también hablamos». O sea, esto hay que hablarlo. «Creí, por lo cual hablé». Ese es el ministerio de la Palabra, de la iglesia.
La iglesia tiene que dar testimonio de lo que ha recibido, tiene que decir lo que Dios ha hecho. Dice Apocalipsis 12 que los vencedores vencieron al dragón por la sangre del Cordero y la palabra del testimonio de ellos. Ellos hablaron con confianza delante de los demonios; dijeron la palabra de Dios. Por la fe, aun en medio de la tormenta, dijeron lo que Dios dijo: «Yo te amo, y te he dado a mi Hijo; te he perdonado, te he dado mi Espíritu, te hecho un hijo, una hija, miembros del Cuerpo y herederos de salvación, instrumentos de justicia en medio de la oscuridad».
Nosotros vemos oscuridad, pero todos los ángeles nos están mirando. Y Dios nos está mirando, a ver qué es lo que en verdad creemos, y qué es lo que vamos a decir en las narices de los demonios. Pero ellos vencieron al dragón por la sangre del Cordero y la palabra del testimonio de ellos, menospreciando sus vidas hasta la muerte. No se tuvieron en cuenta a sí mismos; sólo tuvieron en cuenta el amor de Dios.
Entonces dice: «…también hablamos…». Es el ministerio de la Palabra, «…en la fe y en amor que es en Cristo Jesús». Ese es el otro aspecto, el de «Retén la forma de las sanas palabras…». También hablamos. «Guarda el buen depósito…» – lo que Dios nos ha concedido, y sigue hablando ahora del aspecto ortodoxo, el aspecto de 2ª Timoteo 1:13. «Retén la forma de las sanas palabras…».
«…lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu…». O sea, el Espíritu enseña, ciertas palabras. Las palabras enseñadas por el Espíritu han sido el Nuevo Testamento. El Nuevo Testamento es el ministerio del nuevo pacto, el ministerio del Espíritu. Entonces, las palabras enseñadas por el Espíritu son las palabras del Nuevo Testamento, pero no repetidas de manera mecánica, sino creídas.
Cuando el Espíritu de la palabra nos tocó, por la gracia de Dios, creímos, y decimos lo mismo, con fe, amor y gratitud. Y el Espíritu Santo está ahí para defender, para respaldar y vivificar esa palabra, para que esa palabra sea seguida por los prodigios y señales que haga el Señor como a él le plazca. El Espíritu Santo está ahí para cumplir la palabra de Dios.
Entonces, por eso dice aquí: «…lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual». Las dos cosas son espirituales. Hay que acomodar las palabras que enseña el Espíritu a lo que Dios nos ha concedido. El buen depósito y la forma de las sanas palabras, la ortodoxia de la verdad, y la verdad o realidad de lo que habla la ortodoxia, se acomodan uno al otro.
No es ortodoxia sola. Y no es solamente un sentimiento de vida, aunque claro que hay sentimiento, y claro que es vida, pero es vida expresada en luz, vida expresada en la verdad, incluso en la doctrina.
Pablo no tenía problema en hablar de doctrina, y en Romanos 6, que viene hablando de cosas tremendas de nuestra crucifixión con Cristo, él dice que hemos sido entregados a cierta forma de doctrina. Él no tiene prejuicios para decirlo de esa manera, porque él era conocido por ellos. Ellos sabían que Pablo era una persona de espíritu, y como tal, él podía hablar así. Porque esa cierta forma de doctrina era la verdad ortodoxa de la palabra de Dios, que era vivida por Pablo.
El problema está cuando no se vive. Cuando se vive, usted puede hablar cualquier clase de palabras, y las personas saben a qué se refiere, porque usted está en el Espíritu. Cuando se está en el Espíritu, se puede hablar de muchas cosas. El problema es si no estamos en el Espíritu; ahí es que se nos enreda todo, ¿verdad? Pero Pablo está hablando aquí palabras enseñadas por el Espíritu, que son espirituales, acomodando lo espiritual a lo espiritual.
Hay dos cosas espirituales aquí. Una primera cosa, que es a la cual se tiene que acomodar la otra: lo que Dios nos ha concedido, el buen depósito, la realidad del Señor en nuestros corazones, la realidad del actuar de Dios en nuestro espíritu. A eso se tienen que acomodar las palabras enseñadas por el Espíritu, que son las mismas del Nuevo Testamento, pero ahora frescas de nuevo, en nosotros, concordando nosotros plenamente con el Nuevo Testamento.
Esas palabras se acomodan al actuar de Dios, en el Espíritu. Porque Dios, dice Pablo, actúa poderosamente en los que creen. Entonces, necesitamos creer, creer en él, y creer es para que él tenga lugar a ser fiel. Creer, para que él pueda mostrar su fidelidad. No debe haber otra intención, no debemos querer aparecer poderosos y superiores a otros, porque ahí lo entristecemos. Debemos creer para que él pueda alcanzar a otros, para que él pueda mostrarse fiel y ayudar a todos los que él haya determinado ayudar.
«…acomodando lo espiritual a lo espiritual», la ortodoxia a su realidad, la realidad a la ortodoxia, reteniendo la forma de las sanas palabras oídas en la fe y amor, y guardando por el Espíritu Santo el buen depósito, siguiendo siempre la corriente del Espíritu. El Espíritu Santo, que inspiró la Palabra de Dios, siempre te va a recordar la palabra, siempre va a tomar de la palabra de Dios, de las palabras de Jesús, de las palabras de sus apóstoles, de las palabras del Nuevo Testamento. Y ese río va tomando de la Palabra y va administrando la Palabra, y las dos cosas van juntas. No sólo una, ni sólo otra.
Y no nos toca entrenarnos para imitar nada; lo que nos toca es volvernos a Dios con corazón sincero y pedirle: ‘Señor, habla tu palabra, vivifica a tu pueblo, haz lo que es tuyo, lo que sólo tú puedes hacer’.
Luego sigue diciendo: «Pero el hombre natural no percibe…». En el original, es el psíquico, el almático, o el que está sólo en sí mismo, contando consigo mismo, con lo que sabe, con lo que ha estudiado, con lo que ha leído. Todo eso, Dios lo puede usar si Él quiere, pero no hay que basarse en eso. Dios usa todo, porque de todas maneras todo es de él, y él también nos da todo; pero tiene que ser él el que lo usa. Si él no lo usa, ni lo toco.
«Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente». Es una cuestión de capacidad del hombre natural; es incapaz para estar en ese otro plano. «…y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente», es decir, haciendo uso del espíritu, y como dice Pablo en Romanos 8, ocupándose de las cosas del Espíritu, o más bien, poniendo la mente en el Espíritu, volviéndose en el hombre interior hacia Dios.
Porque, a veces, estamos atentos solamente a nosotros mismos y al mundo, y no atentos a Dios en el Espíritu; pero el Señor mora en nuestro espíritu, y debemos volvernos al Señor en el espíritu. Poner la mente en el Espíritu es atender como siervos e hijos al Señor que se mueve en nuestro espíritu. Entonces, cuando él se está moviendo, nosotros estamos atentos; y así vamos siempre en la misma dirección en que él se mueve.
Porque nadie sabe, el que es nacido del Espíritu, de dónde viene y para dónde va; eso no es una cuestión ya sabida. No, lo único que hay que saber es atender a para dónde va él, y allí es donde hay que ir. ¿Ve? Atendiéndolo a él en el Espíritu, discerniendo espiritualmente. «…se han de discernir espiritualmente», poniendo la mente en el Espíritu, atendiendo a lo que pasa en nuestro espíritu, cuál es la dirección que está tomando el río del Señor.
«En cambio el espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado de nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo». Nosotros, la iglesia, tenemos la mente de Cristo; o sea, Cristo va renovando nuestra mente, poniendo la suya en la nuestra; poco a poco, los paradigmas de Cristo van siendo los nuestros. Pero eso tiene que ser de una manera fresca; los paradigmas de Cristo no son viejos, no son sólo eslogan; ni siquiera sólo versículos, aunque están en la Biblia y se pueden proclamar como eslogan y hasta cantar en marchas. Pero es la frescura del Espíritu, del rhema, el que los hace actuar. Amén.
Extractado de un mensaje impartido en Temuco, en agosto de 2008.