La descripción del tabernáculo concluye, en esta porción de Éxodo, con el atrio. Éste es el ambiente exterior, y como tal, simboliza el aspecto de la iglesia que está en contacto con el mundo. Es la parte que, al menos parcialmente, es visible desde afuera. La iglesia tiene un testimonio ante el mundo.
El perímetro del atrio es rectangular, de cien codos de largo por cincuenta de ancho. A lo largo hay veinte columnas de bronce, en tanto que a lo largo, hay diez. La suma de todas las columnas es 60, es decir, 6 veces 10. Aquí tenemos dos números que representan la totalidad de la raza humana. El Señor quiere tener en su casa a hombres de todo lugar.
El hecho de que las columnas sean de bronce indica que el mundo es juzgado, por eso hay una separación del mundo. Pero las columnas tenían capiteles y molduras de plata, lo cual significa que esa separación es producto de la redención. No nos separamos del mundo porque seamos mejores que ellos, sino porque fuimos comprados a alto precio. Es la sangre de Cristo la que nos separa para Dios.
Las cortinas que cerraban el perímetro del atrio debían ser de lino torcido. El lino representa «las acciones justas de los santos» (Ap. 19:8). La Escritura señala que la iglesia es como una ciudad edificada sobre el monte, o como una luz puesta en un candelero, muy visible a los ojos de los hombres. Cuando los hombres ven las buenas obras de ella, glorifican al Padre que está en los cielos.
El mundo no ve más allá, al interior del tabernáculo –ni siquiera las columnas que sustentan las cortinas–; solo ve las cortinas que son las buenas obras de los hijos de Dios. En un aspecto, la iglesia está separada del mundo –porque es para Dios–, pero tiene una actitud de misericordia hacia el mundo, porque Dios lo amó tanto que dio a su Hijo por su rescate.
La puerta del atrio está hacia el oriente, pues por ahí sale el sol (Cristo es el Sol de Justicia, Mal. 4:2). La luz que ilumina el tabernáculo procede del sol de oriente. Así también la vida del cristiano, y de la iglesia, es alumbrada por el Señor Jesucristo. La puerta tenía cuatro columnas y tres espacios entre ellas. Cada uno de estos espacios representa a cada una de las personas de la Trinidad. No obstante, la puerta propiamente tal se ubicaba en el espacio central, porque el Señor Jesús, el Hijo de Dios, es la Puerta (Jn. 10:7).
El atrio con sus tres ambientes representa también al cristiano individual, con su cuerpo (atrio), alma (Lugar Santo), y espíritu (Lugar Santísimo). El atrio es el cuerpo, que está en contacto con el mundo físico, exterior. El alma es el lugar donde reside la personalidad, con el pensar, el sentir y el querer. Y el espíritu es ese lugar secreto donde ha venido a hacer morada el Espíritu Santo.
La consagración del cristiano comienza por el cuerpo (el atrio), según nos señala el apóstol Pablo, y después sigue hacia adentro: «Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional» (Rom. 12:1). Sea en forma personal o en forma corporativa, como iglesia, el atrio debe estar separado para Dios.
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